Jueves Santo, 24 de Marzo 2016, Año C

Misa “In Coena Domini”

Jesús: pan partido, ofrecido como alimento

 

Introducción

 

Entre tantos nombres con los que se ha llamado a la Eucaristía, el que mejor exprime el sentido y la riqueza del sacramento es “la fracción del pan”. Los discípulos de Emaús reconocen al Señor “al partir el pan” (Lc 24,35), la Comunidad de Jerusalén participa asiduamente a la catequesis de los apóstoles y a la “fracción del pan”, en Tróade, el primer día de la semana “nos reuníamos para la fracción del pan” (Hch 20,7).

 

¿Por qué los primeros cristianos se sentían tan atraídos por esta expresión? ¿Qué recuerdos, que emociones despertaba en ellos? La comida de los israelitas piadosos comenzaba siempre con una bendición sobre el pan; el cabeza de familia lo tomaba entre las manos, lo partía y lo ofrecía a los comensales. No podía ser comido antes de ser partido y compartido por todos los presentes.

 

Desde niño, Jesús ha observado a José cumplir piadosamente todos los días este rito sagrado y, ya de adulto, él mismo lo ha repetido muchas veces tanto en Nazaret después de la muerte de su padre, como durante su vida pública cada vez que se sentaba a la mesa. Una tarde, en Jerusalén, ha dado al gesto un significado nuevo. Durante la última cena tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: esto soy yo. ¡Tomen, coman! Palabras arcanas, enigmáticas que los discípulos comprenderán solamente después de la Pascua.

 

Al término de su “jornada” en la tierra, el Maestro había resumido en este gesto toda su historia, toda su vida entregada. No había ofrecido cosa alguna, sino así mismo, su propia persona como alimento, como lo había venido haciendo en cada instante de su existencia para saciar el hambre del hombre: hambre de Dios y de su Palabra, hambre del sentido de la vida, hambre de felicidad y de amor.

 

Conmovido frente a las “ovejas sin pastor” se había sentado a enseñar muchas veces repartiendo a todos el pan de su Palabra (cf. Mc 6,33-34). A quien tenía hambre de perdón, le abría las puertas de la ternura de Dios. Nadie hubiera pensado en Jericó que Zaqueo tuviese hambre. Nadie había sospechado ni intuido su necesidad de compasión y aceptación. Nadie, a excepción de Jesús que vio, escondido entre las hojas de un Sicomoro, a aquel que se avergonzaba de ser visto en público. Entró en su casa y lo sació de amor y de alegría.

 

En cada “fracción del pan”, Jesús ofrece sobre la mesa eucarística toda su vida bajo el signo del pan y pide ser comido. En el mundo, en cambio, los hombres “se comen los unos a los otros”; luchan para imponerse y subyugar al prójimo. “Se devoran mutuamente” para acaparar los bienes y dominar. En esta competición despiadada por la “comida” vence el más fuerte.

 

Jesús ha revolucionado este mundo inhumano de relacionarse. En vez de “comerse” a los otros, de luchar por la conquista de los reinos de este mundo –como le había sugerido el maligno– se ha convertido, él mismo, en alimento, dando así origen a una nueva humanidad. El gesto de poner sobre la mesa, frente a una persona hambrienta, un pedazo de pan y una copa de vino es una clara invitación no a que mire y contemple, sino a que se siente, coma y beba. Sobre el altar, el pan eucarístico es una propuesta de vida: comerlo significa unirse a Jesús, aceptar de convertirse, como él, en pan y ofrecerse como alimento para el que tenga hambre.

 

“Nosotros no podemos vivir sin la cena del Señor”. “Sí, he participado en la asamblea y he celebrado la cena del Señor con mis hermanos, porque soy cristiano”. Pronunciadas por los mártires de Abitene, en el África proconsular, estas palabras revelan la pasión con que, en los primeros siglos, los cristianos participaban cada domingo a la fracción del pan. Era para ellos una exigencia irrenunciable pues habían comprendido que era el signo distintivo de los discípulos del Señor Jesús.

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

“No podemos vivir sin la cena del Señor”.

 

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1° Lectura | 2° Lectura | Evangelio

 

Primera Lectura: Éxodo 12,1-8.11-14

 

12,1: En aquellos días, el Señor dijo a Moisés y a Aarón en Egipto: 12,2: Este mes será para ustedes el principal, será para ustedes el primer mes del año. 12,3: Digan a toda la asamblea de Israel: El diez de este mes cada uno se conseguirá un cordero o un cabrito para su familia, uno por casa. 12,4: Si la familia es demasiado pequeña para terminarlo, que se junte con el vecino de casa; el animal se repartirá según el número de comensales y lo que coma cada uno. 12,5: Será un animal sin defecto, macho, de un año, cordero o cabrito. 12,6: Lo guardarán hasta el día catorce del mes, y entonces toda la asamblea de Israel lo matará al atardecer. 12,7: Con algo de la sangre rociarán el marco de la puerta de la casa donde lo coman. 12,8: Esa noche comerán la carne, asada a fuego, acompañada de pan sin fermentar y verduras amargas. 12,11: Y lo comerán así: ceñidos con el cinturón, las sandalias en los pies, un bastón en la mano; y lo comerán rápidamente, porque es la Pascua del Señor. 12,12: Esa noche atravesaré todo el territorio egipcio dando muerte a todos sus primogénitos, de hombres y de animales; y daré un justo escarmiento a todos los dioses de Egipto. Yo soy el Señor. 12,13: La sangre será su contraseña de ustedes en las casas donde estén: cuando vea la sangre, pasaré de largo; no los tocará la plaga exterminadora cuando yo pase hiriendo a Egipto. 12,14: Este día será para ustedes memorable, en él celebrarán fiesta al Señor. Y lo harán de generación en generación como una ley perpetua. – Palabra de Dios

 

 

Todos los pueblos recuerdan los momentos gloriosos de la propia historia y tienden a fijarlos en ritos que evoquen y, en cierto modo, hagan revivir los acontecimientos del pasado. Ejemplos de estos ritos son los desfiles militares, la salva de cañones, los discursos conmemorativos, la inauguración de monumentos.

 

El Señor ha pedido a Israel no olvidarse de los prodigios con que ha sido liberado de Egipto: “Guárdate muy bien de olvidar los sucesos que vieron tus ojos, que no se aparten de tu memoria mientras vivas; cuéntaselos a tus hijos y nietos” (Dt 4,9). Israel es un pueblo fiel a su memoria y, cuando proclama la propia fe, no se extiende en razonamientos sino que recuerda y cuenta: “Mi padre era un arameo errante: bajó a Egipto y residió allí con unos pocos hombres… Los egipcios nos maltrataron, nos humillaron y nos impusieron dura esclavitud. Gritamos al Señor… y él nos sacó de Egipto con mano fuerte, con brazo extendido” (Dt 26,5-8). “Para no olvidarse” cada año, el día 14 del primer mes, celebra con una cena la liberación de Egipto, es decir, su nacimiento como pueblo.

 

En la lectura de hoy se señalan los momentos más significativos de esta comida: la selección del cordero, su inmolación, el rociar con sangre el marco de la puerta de las casas y el modo como debe ser cocinado y comido (vv. 1-8). Viene explicada la función de la sangre del cordero –signo que ha liberado a los israelitas de la muerte (vv. 11-13)– y finalmente viene dada la orden: “Este día será para ustedes memorable, en él celebrarán como la fiesta al Señor. Y lo harán de generación en generación como una ley perpetua” (v. 14).

 

Durante la cena Pascual, el cabeza de familia explica a los comensales sentados a la mesa el sentido de lo que están realizando, porque –se recuerda en el Haggadah– “en cada generación, todos deben considerarse como si hubiera salido de Egipto personalmente, porque el Señor no ha liberado solamente a nuestros padres, sino, junto a ellos, también a nosotros”.

 

Los israelitas no celebraban, por tanto, un acontecimiento del pasado sino que festejaban su liberación personal. En la Pascua toman conciencia de su vocación como pueblo: han experimentado la esclavitud, han vivido en tierra extranjera y Dios los ha escogido para anunciar al mundo que Él es el Libertador que no tolera ninguna forma de esclavitud y que ama y protege al forastero y a cualquiera que sea sometido a opresión y humillación (cf. Ex 22,20).

 

Israel no ha sacado todas las consecuencias de la experiencia que ha hecho. No ha sido capaz de: “abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos” –como recomendaba el profeta (Is 58,6). No ha repudiado toda forma de servidumbre; solo ha mitigado la esclavitud practicada por otros pueblos (cf. Dt 15,12-18). Ha continuado a pensar que la tierra prometida por Dios era aquella que habían logrado arrebatar de los cananeos que la habitaban. No ha comprendido que la verdadera tierra de la libertad es otra: es aquella en la que Cristo ha introducido a todos aquellos que creen en él y se fían de su palabra. De esta liberación y del banquete eucarístico con que los cristianos continúan a celebrarlo, la Pascua de Israel era solo una pálida imagen (1 Cor 10,6.11).

 

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Segunda Lectura: 1 Corintios 11,23-26

 

11,23: Porque yo recibí del Señor lo que les transmití: que el Señor, la noche que era entregado, tomó pan, 11,24: dando gracias lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía. 11,25: De la misma manera, después de cenar, tomó la copa y dijo: Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre. Cada vez que la beban háganlo en memoria mía. 11,26: Y así, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor, hasta que vuelva. – Palabra de Dios

 

 

Un cierto lenguaje devocional e intimista ha contribuido a lo largo de los siglos a tergiversar y, a veces, hasta encubrir el significado auténtico de la Eucaristía.

 

La fracción del pan no tiene por finalidad capturar a Jesús para tenerlo más cerca, para poder adorarlo sino, sobre todo, para que sea alimento e bebida. El cristiano que se alimenta del pan eucarístico, asume ante Dios y ante la comunidad, un compromiso solemne: se une a Cristo para formar con él un solo cuerpo y, como la esposa y el esposo que: “los dos se hacen una sola carne, de suerte que ya no son dos sino una sola carne” (Mc 10,7-8).

 

La celebración eucarística lleva consigo un peligro grave: que venga separada de la vida y se reduzca a un rito, a una práctica piadosa en la que se participa por obligación, pero de la que también se puede prescindir.

 

Sucede por desgracia que la vida se pueda conviertir en un desmentido del gesto de partir el pan. Es por esto que todo cristiano debe sentirse interpelado por la severa llamada de atención que Pablo dirige a la comunidad de Corinto y que precede al pasaje que nos viene propuesto en la lectura de hoy: “Hay algo que no alabo, que sus reuniones traen más perjuicio que beneficio. Cuando se reúnen, no comen la cena del Señor” (1 Cor 11,17.20).

 

¿Qué sucedía en Corinto? Existían discordias y bandos, desmanes sexuales, etc., pero lo que más inquietaba a Pablo era un comportamiento particularmente escandaloso de los corintios: cuando se reunían para la santa cena algunos comían y bebían sin medida mientras que otros no tenían qué llevarse a la boca.

 

En Corinto –como en todas las comunidades primitivas– la eucaristía no se celebraba en las iglesias (aún no existían) sino en casas particulares que los cristianos ricos ponían a disposición de sus hermanos de fe. La comunidad de Corinto estaba compuesta casi en su totalidad por gente pobre, trabajadores, descargadores del puerto, esclavos. Los ricos, las personas influyentes, los nobles, eran pocos (cf. 1 Cor 1,26), pero se hacían notar por su arrogancia y prepotencia, y no se habían dado cuenta de que estas actitudes son incompatibles con la Eucaristía.

 

Sucedía, pues, que en el día establecido para la fracción del pan, los cristianos pudientes se solían reunir, ya desde las primeras horas de la tarde, en los triclinios (comedores) de las casas de alguno de ellos; reclinados en confortables divanes, se abandonaban a los placeres de la mesa mientras sus hermanos estaban trabajando. Cuando, rendidos de cansancio se presentaban éstos para la celebración eucarística eran recibidos con frialdad y a veces incluso con desdén.

 

Para mostrar cuán absurda e incompatible con la fe en Cristo era semejante comportamiento, Pablo recuerda a los Corintos el significado de la fracción del pan.

 

La Eucaristía no es un alimento para ser consumido en solitario: es pan partido y compartido con los hermanos. Los que lo comen se identifican con Cristo; declaran estar dispuestos a hacer propio su gesto de amor y se comprometen a dar también la vida por los hermanos y hermanas, como él ha hecho. Esta decisión no la toman por separado, sino unidos en un único cuerpo con la comunidad. Es por tanto inadmisible, que mientras se realiza el rito que indica comunión y total disponibilidad a darse a los demás, se comporten de modo altanero, insolente y se provoquen divisiones.

 

Una comunidad que se reúne para la fracción del pan con disposiciones interiores tan indignas “come y bebe la propia condena” (1 Cor 11,28-29); su celebración es una mentira, un monumento a la hipocresía.

 

Después del gesto sobre el pan –explica San Pablo a los corintios– Jesús tomó también el cáliz diciendo: “Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre. Cada vez que la beban háganlo en memoria mía” (v. 25).

 

En la cultura semita beber del mismo cáliz significaba declararse dispuestos a compartir una misma suerte hasta la muerte. Jesús invita a beber su cáliz, lo que equivale a pedir al discípulo a que haga de su vida, como hizo él, un don total de sí mismo. El riesgo de perder la vida asusta pero Jesús asegura: “El que quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda la vida por mi causa la hallará” (Mt 6,25).

 

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Evangelio: Juan 13,1-15

 

13,1: Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que llegaba la hora de pasar de este mundo al Padre, después de haber amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. 13,2: Durante la cena, cuando el Diablo había sugerido a Judas Iscariote que lo entregara, 13,3: sabiendo que todo lo había puesto el Padre en sus manos, que había salido de Dios y volvía a Dios, 13,4: se levanta de la mesa, se quita el manto, y tomando una toalla, se la ató a la cintura. 13,5: Después echa agua en un recipiente y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba en la cintura. 13,6: Llegó a Simón Pedro, el cual le dice: Señor, ¿tú me vas a lavar los pies? 13,7: Jesús respondió: Lo que yo hago no lo entiendes ahora, más tarde lo entenderás. 13,8: Replica Pedro: No me lavarás los pies jamás. Le respondió Jesús: Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo. 13,9: Le dice Simón Pedro: Señor, si es así, no sólo los pies, sino las manos y la cabeza. 13,10: Le responde Jesús: El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Y ustedes están limpios, aunque no todos. 13,11: Conocía al que lo iba a entregar y por eso dijo que no todos estaban limpios. 13,12: Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: ¿Comprenden lo que acabo de hacer? 13,13: Ustedes me llaman maestro y señor, y dicen bien. 13,14: Pero si yo, que soy maestro y señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. 13,15: Les he dado ejemplo para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes. Palabra del Señor

 

 

Es sorprendente constatar que el evangelio de Juan no contenga el relato de la institución de la Eucaristía, como lo hacen los otros evangelistas.

 

Esta laguna sorprende todavía más si se tiene en cuenta que el evangelista dedica un capítulo entero al tema del “pan vivo bajado del cielo” (Jn 6) y que el relato de la última cena ocupa un cuarto de todo su Evangelio (Jn 13–17). ¿Por qué ninguna mención en estos cinco capítulos al hecho más importante de la última cena? No se trata, evidentemente, de un olvido. La omisión es intencional y si se considera el episodio que la ha sustituido, se comprende también el objetivo que Juan se ha propuesto.

 

En lugar de la institución de la Eucaristía, él nos presenta el lavatorio de los pies, un hecho que los otros evangelistas ignoran, pero que reviste suma importancia para el autor del cuarto Evangelio. Con esta sustitución Juan quería hacer comprender a los cristianos de sus comunidades que “eucaristía y lavatorio de pies” son en cierta manera intercambiables, se completan, se entrelazan, están unidos entre sí, no se puede entender el uno sin el otro y viceversa.

 

El lavatorio de los pies aclara el significado y es el resultado inmediato de la fracción del pan, pone en evidencia qué significa para el discípulo entrar en comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo en la Eucaristía.

 

La introducción del relato es solemne. Se inicia con la mención del tiempo: estaba aproximándose la Pascua, fiesta que celebra el paso de la esclavitud a la libertad.

 

Jesús está a punto de realizar su Pascua, su éxodo, su paso de este mundo al Padre; pero antes tiene que sumergirse en las aguas profundas y tenebrosas de la pasión y de la muerte para trazar el camino e introducir a todos en la tierra de la libertad.

 

Después de la referencia a la Pascua, viene mencionada la hora, aquel “momento” misterioso al que Juan se ha referido ya varias veces en su evangelio.

 

La primera mención tiene lugar en Caná cuando Jesús dice a su madre: “todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2,4). Seguidamente, en Jerusalén, nos encontramos con dos referencias más: nadie puso las manos sobre Jesús “porque no había llegado su hora” (Jn 7,30; Jn 8,20). Pocos días antes de su pasión, Jesús anuncia que su hora está a punto de llegar: “ha llegado la hora de que el Hijo del Hombre sea glorificado…Mi espíritu está agitado. Y ¿qué debo decir, que mi Padre me libre de esta hora? No; que para eso he llegado a ‘esta hora’” (Jn 12,23.27).

 

Es el momento que tanto ha esperado y que le ofrece la oportunidad, después de haber amado inmensamente a los suyos, de dar la máxima prueba de su amor con el don de la vida.

 

Después de una referencia a la cena y a Judas –el discípulo que movido por el maligno estaba por entregar el Maestro a los sumos sacerdotes– el relato prosigue en un tono muy solemne: “Jesús sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos y que había venido de Dios y a Dios regresaba…”.

 

¿Por qué este largo giro de palabras? Parece excesiva la alusión a la autoridad de Jesús, a su origen divino, a su destino final para introducir un –aparentemente banal– lavatorio de los pies.

 

El texto resulta redundante solo si no se cae en la cuenta del significado revolucionario del gesto realizado por Jesús. Para Juan tiene una importancia excepcional: aquel que está a punto de descender al nivel de un esclavo es nada menos que el Señor, el Unigénito, viendo al cual se ve al Padre (cf. Jn 14,9).

 

Antes y durante las comidas rituales, los israelitas piadosos solían realizar abluciones con agua. Al que presidía la cena, un siervo o el más joven de los comensales le lavaba las manos. Durante la última cena sucede algo inaudito, que quedó gravado en la memoria del evangelista, nítido e indeleble, hasta en sus más mínimos detalles.

 

Ante la mirada estupefacta de los discípulos, Jesús se levanta de la mesa, se quita el manto, toma un mandil y se lo ata a la cintura; después, echa agua en un recipiente y se pone a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con el mandil que llevaba puesto. Todo se desarrolla en silencio. Callan los discípulos. La escena a la que están asistiendo es tan sorprendente que se quedan sin palabras. No dan crédito a sus ojos: Jesús se ha quitado el manto –como hacen los esclavos– y no les lava las manos sino los pies; se somete a un gesto tan humillante que un judío reducido a esclavitud tenía que negarse a hacerlo para no deshonrar a su pueblo.

 

Jesús lo hace: él, Dios. El estupor de los discípulos es comprensible: han vivido tres años junto a Jesús, lo han reconocido como el Cristo y esperan impacientes que lleve a cumplimiento las Escrituras. Ellos saben que el Mesías “dominará de mar a mar… que sus enemigos morderán el polvo… y que todos los reyes se postrarán ante él y que todos los pueblos le servirán” (Sal 72,8-11).

 

La escena que se desarrollaba lentamente ante los ojos de los discípulos aquella noche en el cenáculo, hizo desvanecer todas sus esperanzas de gloria. El Dios que había venido para habitar entre nosotros (cf. Jn 1,14) acababa de poner todas sus cartas sobre la mesa, mostrando así su verdadera identidad. En el gesto del lavatorio de los pies, los discípulos han podido leer claramente quién es Jesús: no el “amo”, sino el “esclavo”. ¡Imposible imaginar una revelación de Dios más sorprendente! Y, sin embargo, este Dios-siervo es el único verdadero, todos los demás son ídolos creados por la mente humana.

 

Ahora comenzamos a intuir la razón de la importancia que Juan atribuye a este episodio. Lavando los pies a los discípulos, Jesús ha destruido de una vez para siempre la imagen de Dios que los hombres se habían fabricado y se siguen fabricando: un dios potente y soberano, sentado en su trono, que exige adoración, ofrendas, obediencia y actos de sumisión por parte de los súbditos, so pena de represalias y castigos; un Dios dominador que destruye a cuantos osan oponerse a él.

 

Jesús, por el contrario, nos muestra un rostro de Dios completamente diferente: el de un Dios que se arrodilla delante de su criatura, el hombre, a quien coloca sobre un pedestal, mientras él –el Omnipotente– se prostra para servirlo. Él es el único Dios que nos invita a que creamos en él. ¡O lo aceptamos como es o lo rechazamos!

 

Ante semejante escena del lavatorio de los pies, una escena que provoca vértigos, se revelan grotescas y patéticas nuestras ansias de besamanos, reverencias, títulos honoríficos y reconocimientos, como mezquino aparece también nuestro afán por escalar posiciones cada vez más altas. Pedro comprende ahora que el Maestro está introduciendo en el mundo un principio que cambiará radicalmente todos los esquemas hasta ahora dictados por el buen sentido e invalidará los criterios de juico que se ajustan a la lógica de los hombres.

 

No es posible, dice esta lógica humana, es totalmente inadmisible que los superiores, los más dotados, los que con mérito y esfuerzo han logrado sobresalir y ganarse a pulso una posición de prestigio, deban considerarse siervos de los últimos. Esta quizás fuera también la convicción de Pedro quien, en nombre de los demás, pregunta estupefacto: “¿Señor, tú me vas a lavar los pies?”, para terminar con un rechazo categórico: “¡No me lavarás los pies jamás!”. No acepta que el Maestro realice este gesto.

 

Jesús no se maravilla de la incapacidad de Pedro para comprender: la lógica del servicio gratuito e incondicional está tan lejos del pensamiento de los hombres como lo está el cielo de la tierra. No le sorprende que para Pedro sea inaceptable; ya en otra ocasión le hizo saber que no pensaba según Dios, sino según los hombres (cf. Mc 8,33).

 

“Si no te lavo los pies, no tendrás parte conmigo” –le dice. No es una reprimenda y ni siquiera una invitación a aceptar, como norma de la propia vida, el gesto que ha realizado el Maestro. Sería pretender demasiado de un discípulo desconcertado y titubeante.

 

Jesús no le dice: “si no aceptas lavar los pies a los hermanos no tienes nada que ver conmigo”; sino: si yo no te lavo los pies”. Es Jesús –no Pedro– quien debe lavar los pies. A Pedro se le pide solamente de no impedir a Dios que revele la propia identidad de esclavo del hombre. Si Pedro trata de impedírselo, no obtendrá la salvación.

 

Recibir la salvación significa dejarse liberar de la convicción de que la única manera de ser hombre es dominar y hacerse servir. Quien rechaza esta propuesta sugerida por el maligno y acepta lo que hace Dios, es decir, ser siervo de todos, está salvado.

 

La salvación ha llegado al hombre cuando Jesús realizó el descenso cantado en el célebre himno cristológico de la Carta a los Filipenses: “quien, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte en cruz.” (Fil 2,5-8).

 

Concluido el dialogo con Pedro, el relato prosigue con la descripción detallada de los gestos realizados por Jesús: “Se puso el manto, volvió a la mesa y se sentó…”. Todo movimiento viene detallado escrupulosamente por el evangelista para que captemos su simbolismo.

 

Jesús se había quitado el manto, gesto que indicaba su identidad de esclavo. Eran los esclavos los que vestían ropa ligera para moverse más libremente. Ahora Jesús se pone el manto de nuevo y se sienta. Ambos gestos aluden a la condición de persona libre (los esclavos no llevaban túnicas y permanecían de pie, listos para acudir a las órdenes del dueño).

 

Después de haber dado la propia vida sirviendo al hombre, Jesús ha entrado en la condición gloriosa del cielo y el Padre lo ha hecho sentar a su derecha. Es de notar un detalle que corre el riesgo de pasar inadvertido: Juan no dice que Jesús se ha quitado el mandil antes de ponerse la túnica de nuevo. El “mandil” no se lo quita, sino que se lo lleva puesto al paraíso. No ha bajado a la tierra para recitar la parte del siervo para volver después al cielo y hacer de patrón. Permanece siempre siervo porque esta es la identidad de Dios.

 

El “mandil”, símbolo del servicio, es la divisa del cristiano y, como tal, no se la puede quitar, debe llevarla puesta las 24 horas del día. En cualquier momento un hermano puede tener necesidad de él y él tiene que estar siempre dispuesto a correr en su ayuda.

 

Es por este “mandil” y no por otros uniformes o divisas, que los cristianos deben ser reconocidos. Unos versículos más adelante, Jesús propone en forma de testamento el punto central de esta propuesta de vida: “Les doy un mandamiento nuevo, que se amen los unos a los otros como yo los he amado: ámense así unos a otros. En esto reconocerán todos que son mis discípulos: en que se aman unos a otros” (Jn 13,34-35). Discípulo es aquel que sigue las huellas del maestro.

 

“Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2,5), recomienda Pablo a los Filipenses. Les he dado el ejemplo –dice Jesús– para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes. El “no ha venido a ser servido, sino a servir” (Mc 10,45). También sus discípulos, siguiendo su ejemplo, están llamados a convertirse en siervos.

 

Ahora podemos retomar el tema de la Eucaristía. El lavatorio de los pies nos ha hecho comprender las implicaciones que lleva consigo el gesto de acercarse al altar para “recibir el pan eucarístico”. Significa aceptar conscientemente el identificarse con Aquel que, durante toda su vida, ha endosado “el mandil”. Comer su cuerpo y beber su sangre quiere decir convertirse en un solo cuerpo con él.

 

En la segunda lectura, Pablo recomendaba que, antes de la fracción del pan, cada uno hiciera un examen de conciencia. Y la pregunta, la única pregunta que debemos ponernos y que resume todos los compromisos de la vida cristiana es esta: ¿He llevado siempre el “mandil” o estoy desnudo y, como Pedro en el lago de Tiberías (cf. Jn 21,7), tengo necesidad de vestirme antes de salir al encuentro de Cristo?

 

“Les aseguro que el sirviente no es más que su señor, ni el enviado más que el que lo envía. Serán felices si, sabiendo estas cosas las cumplen” (vv. 16-17). El pasaje que la liturgia de hoy nos propone no incluye estos dos versículos. Nosotros los añadimos porque son la conclusión de todo el relato.

 

Despojarse, hacerse esclavos, endosar el “mandil”, es un camino que parece tener como meta última el dolor, la humillación y la muerte. Una cierta espiritualidad del pasado ha presentado, de hecho, la adhesión a Jesús como una búsqueda del sufrimiento y del dolor como medio para agradar a Dios. De aquí la conclusión de que la vida cristiana no sea fuente de alegría sino de angustia y miedo.

 

El hombre busca la felicidad. Es Dios quien le ha puesto en el corazón este deseo incontenible. Es difícil, sin embargo, descubrir el camino para alcanzarla y fácil proponernos objetivos equivocados que solo conducen a la desilusión y a la tristeza.

 

Se peca cuando buscamos una felicidad ilusoria. El evangelio es Buena noticia, propone la felicidad. Contra toda lógica humana, Jesús garantiza a quienes se fían de su propuesta: “¡Serán felices!”.

 

He aquí la sorpresa: el don de si mismo es el único camino que lleva a la felicidad.

 

Es la primera de las bienaventuranzas que se encuentra en el evangelio de Juan.

 

La segunda la dirigirá Jesús a Tomás: “¡Felices los que crean sin haber visto!” (Jn 20,29).

 

Dos bienaventuranzas: una para quien practica la caridad, la otra para quien tiene fe.

 

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