Enséñanos Señor
a contar nuestros días
Introducción
Salimos del seno materno y entramos en este mundo; después de la infancia hacemos nuestro ingreso en la adolescencia; dejamos ésta por la juventud, la juventud por la edad madura y la vejez. Finalmente, viene el momento de partir de este mundo al que nos hemos afeccionado hasta tal punto de considerarlo morada definitiva y no quererlo abandonar más. Sin embargo, en esta tierra nuestra aspiración a la plenitud de la alegría y la vida viene continuamente frustrada.
Cuando consideramos con desencanto la realidad, constatamos por doquier signos de muerte—enfermedades, ignorancia, soledad, fragilidad, cansancio, dolor y traiciones—y concluimos: no, no puede ser éste el mundo definitivo, es demasiado reducido y demasiado marcado por el mal. Aflora entonces en nosotros el deseo de mirar más allá del horizonte estrecho en que nos movemos; soñamos incluso de ser secuestrados y conducidos hacia otros planetas, donde quizás se está libre de toda forma de muerte.
En el universo que conocemos, el mundo que anhelamos no existe. Para apagar el deseo infinito que Dios ha puesto en el corazón, es necesario dejar esta tierra y emprender un nuevo éxodo.
Se nos pide una última salida, la última—la muerte—y esto nos aterra.
También los tres discípulos que en el monte de la transfiguración han oído a Jesús hablar de su “éxodo” de este mundo al Padre (cf. Lc 9,31) fueron presa del terror: “Al oírlo, los discípulos cayeron boca abajo temblando de mucho miedo. Jesús se acercó, los tocó y les dijo: ¡Levántense, no tengan miedo!” (Mt 17,6-7).
A partir del tercer siglo aparecen en las catacumbas la figura del pastor con la oveja al hombro. Es Cristo que toma de la mano y estrecha entre sus brazos al hombre que tiene miedo de atravesar solo el valle oscuro de la muerte. Con él, el Resucitado, el discípulo abandona sereno esta vida con la seguridad de que el Pastor, a quien ha confiado la propia vida, lo conducirá “a verdes praderas y fuentes tranquilas” (Sal 23,2) donde encontrará reposo después del largo y fatigoso viaje a través del desierto árido y polvoriento de esta tierra.
Si la muerte es el momento del encuentro con Cristo y del ingreso en la sala del banquete de bodas, no puede ser un acontecimiento temible. Es espera. La exclamación de Pablo: “Para mí morir es una ganancia. Mi deseo es morir para estar con Cristo” (Fil 1,21.23), debería ser la exclamación favorita de todo creyente.
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Enséñanos, Señor, a contar nuestros días”.