Existe una religión de los labios y
una del corazón
Introducción
En Egipto no hubo nunca un código de leyes y aun el mismo vocablo “ley” era desconocido porque el faraón, encarnación del dios Ra, establecía con su palabra lo que era justo y recto: “pide consejo a su corazón, dicta al escriba disposiciones excelentes” y ordena a los jueces hacer cumplir su voluntad.
Nada semejante ocurrió en Israel, donde la ley no era del rey sino de Dios. El rey sólo tenía el poder ejecutivo y el poder judicial, su tarea consistía en establecer la paz y la justicia en el país (cf. Sal 72,1-2), asegurándose de que todos observaran la ley del Señor a la que se habían comprometido. En el día de su coronación, le había sido ofrecida una copia de la Torá para que la meditase todos los días de su vida (cf. Dt 17,18-20), resistiendo a la tentación de introducir cambios o adiciones dictados por oportunismos políticos o por la astucia humana, tan diferente de la sabiduría de Dios.
Quien, como el faraón, pretende ser “sabio como Dios” (Gen 3,5) y decide gestionar la propia vida con la sabiduría de este mundo, se condena a sí mismo al fracaso. La Biblia niega a esta persona, aunque sea inteligente y culta, el título de “sabio” (cf. Sal 14,1), porque la verdadera sabiduría se manifiesta sólo cuando existe el “temor del Señor” (cf. Prov 1,7). La religión de los labios es producto de la sabiduría humana, es un expediente para enmascarar la infidelidad al Señor; sólo la del corazón es auténtica, porque nace de la palabra de Dios y se traduce en amor.
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“La religión pura y sin mancha es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas y mantenerse libres frente a los bienes de este mundo”.