Archivo mensual: enero 2016

IV Domingo del Tiempo Ordinario, Enero 31, 2016, Año C

El profeta: un personaje incómodo

 

Introducción

 

Hay tribulaciones que llegan de improviso y sin quererlas, pero las hay también que son consecuencias de nuestras decisiones. Es el precio a pagar por quien acepta la difícil y poco gratificante misión del profeta: la persecución.

 

Aun las personas más simpáticas, por extraño que nos pueda parecer, cuando se hacen intérpretes del mensaje del Cielo pueden convertirse en irritantes, fastidiosas, insoportables para acabar siendo marginadas.

 

El pueblo nunca suele ensalzar a los profetas por largo tiempo y, menos aún, lo hacen quienes detentan el poder sea político o religioso. En un primer momento podrá ser apreciado por su preparación, inteligencia, integridad moral; muy pronto, sin embargo, será mirado con sospecha, evitado y perseguido.

 

Jesús ha sido claro con sus discípulos, no les ha prometido una vida fácil, nos les ha asegurado la aprobación y el consenso de los hombres

 

Les ha repetido con insistencia que la adhesión a su persona les acarrearía persecuciones: “No está el discípulo por encima del maestro ni el sirviente por encima de su señor. Si al dueño de la casa lo han llamado Belcebú, ¡cuánto más a los miembros de su casa!” (Mt 10,24-25). “Llegará un tiempo en que quien los mate pensará que está dando culto a Dios” (Jn 16,2).

 

Lamentando su pasado, Pablo reconocerá: “Yo soy el último entre los apóstoles y no merezco el título de apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios” (1 Cor 15,9). No obstante, declarará también de haberlo hecho “por celo santo” (cf. Fil 3,6), convencido de que estaba defendiendo a Dios y a la verdadera religión.

 

Podría suceder también hoy.

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

“Tú eres, Señor, mi esperanza, mi confianza desde mi juventud”.

 

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III Domingo del Tiempo Ordinario, Enero 24, 2016, Año C

Alegría de mi corazón, luz para mis pasos: tu Palabra

 

Introducción

 

El Dios de Israel “lo dijo y existió” (Sal 33,9). Los ídolos “Tienen boca pero no hablan” (Sal 115,5). Por esto son incapaces de socorrer, de proteger, de realizar prodigios.

 

Las palabras del hombre pueden ser “discursos vacíos” (Job 16,3), la de Dios es, por el contrario, “viva y eficaz” (Heb 4,12). Es como la lluvia y la nieve que descienden del cielo y no regresan sin haber regado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar (cf. Is 55,10).

 

No actúa de modo mágico, sin embargo está dotada de una energía irresistible y, cuando cae en un terreno fértil, cuando viene escuchada con fe, produce efectos extraordinarios: “¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11,28).

 

El lugar privilegiado para esta escucha es el encuentro comunitario.

 

En “el día del Señor”, el Resucitado dirige su palabra a la comunidad reunida. El cristiano que no siente la necesidad interior de unirse a los hermanos para escuchar con ellos la voz de Maestro, puede estar seguro de que algo no funciona en su relación con Cristo.

 

Ya en los primeros siglos se repetía insistentemente: “No antepongan a la palabra de Dios las necesidades de su vida temporal, antes bien, en los domingos, dejando aparte todo lo demás, apresúrense a correr a la iglesia, pues ¿qué justificación podrá presentar a Dios quien no acude en este día a la asamblea para escuchar la palabra de salvación?” (Didascalia, II, 59,2-3).

 

Si se han infiltrado entre los fieles el desinterés, el desafecto, la desgana de participar en las asambleas dominicales, no hay que culpar solamente a los laicos. Ciertas homilías improvisadas, pobres de contenido espiritual, aburridas, e incluso deprimentes, tienen una buna parte de la culpa. Las lecturas de hoy son para todos una invitación a la reflexión y a la revisión de nuestra relación personal con la palabra de Dios.

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

“Lámpara para mis pasos tu palabra, luz para mi camino”.

 

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II Domingo del Tiempo Ordinario, Enero 17, 2016, Año C

Amarte es una fiesta

 

Introducción

 

Una de las características de las religiones paganas era el miedo a la divinidad, miedo que se intentaba exorcizar mediante la observancia meticulosa de prácticas, tabúes, ritos purificatorios. Pablo llama “cárcel” a esta época en que las personas eran esclavas de los “elementos del mundo”, se fiaban de “poderes débiles e indigentes” (cf. Gal 4,3-9).

 

Esta religión estructurada según los parámetros de la miseria sicológica humana reapareció en el judaísmo y convirtió éste en una “religión de deberes” que se concretizaban en una maraña de obligaciones, normas, observancias, prohibiciones, expiaciones, “que no son más que preceptos y enseñanzas humanas” (Col 2,22-23), poniendo fin al dialogo gozoso con el Dios, padre y esposo, predicado por los profetas, y marcando así el comienzo de una fiesta de bodas sin vino, sin alegría, sin arrebatos de amor, sin espontaneidad ni libertad.

 

El peligro no ha sido definitivamente conjurado ni siquiera con la invitación de Jesús a liberarnos de este yugo opresor e insoportable (cf. Mt 11,28).

 

Nos encontramos con esta relación equivocada con Dios cada vez que reaparece la religión de los preceptos, del legalismo, de los méritos, de las amenazas. Es una religión que roba la sonrisa, genera ansiedad, angustias, escrúpulos, que incluso transforma la fiesta en un deber jurídico. La fiesta de precepto asocia la alegría del encuentro con los hermanos en el “día del Señor” a la idea de la obligación y del miedo a cometer pecado mortal.

 

¿Puede agradar a Dios sentirse amado por el temor que inspiran sus castigos?

 

Es urgente restablecer con él una relación de amor esponsalicio y acoger el agua que Cristo nos ofrece (su Espíritu que nos hace libres), agua que se transforma en vino, fuente de alegría.

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

“Como se alegra el esposo por la esposa, así se alegrará el Señor por nosotros”.

 

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Bautismo del Señor, Enero 10, 2016, Año C

Quiso remontar un abismo con nosotros

 

Introducción

 

Los lugares bíblicos tienen con frecuencia un significado teológico. El mar, el monte, el desierto, la Galilea de las naciones, Samaria, las tierras al otro lado del lago de Genezareth son mucho más que simples indicaciones geográficas (a menudo ni siquiera exactas).

 

Lucas no especifica el lugar del bautismo de Jesús; Juan, sin embargo, lo especifica: “tuvo lugar en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan estaba bautizando” (Jn 1,28). La tradición ha localizado justamente el episodio en Betábara, el vado por el que también el pueblo de Israel, guiado por Josué, atravesó el río, entrando en la Tierra Prometida. En el gesto de Jesús se hacen presentes el recuerdo explícito del paso de la esclavitud a la libertad y el comienzo de un nuevo éxodo hacia la Tierra Prometida.

 

Betábara tiene otra particularidad menos evidente pero igualmente significativa: los geólogos aseguran que este es el punto más bajo de la tierra (400 m bajo el nivel del mar).

 

La elección de comenzar precisamente aquí la vida pública, no puede ser simple casualidad. Jesús, venido de las alturas del cielo para liberar a los hombres, ha descendido hasta el abismo más profundo con el fin de demostrar que quiere la salvación de todos, aun de los más depravados, aun de aquellos a quienes la culpa y el pecado han arrastrado a una vorágine de la que nadie imagina que se pueda salir. Dios no olvida ni abandona a ninguno de sus hijos.

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

“Ha aparecido la gracia de Dios, portadora de salvación para todos los hombres”.

 

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