Archivo mensual: noviembre 2018

PRÓLOGO

Quien se ha enamorado sabe que los pensamientos, sueños, fantasías, en las conversaciones siempre retornan a su ser querido. Sin el amado, todo se torna tedio, aburrimiento, monotonía. Se convierte para nosotros en una realidad única y lo buscamos por todas partes. Parece imposible amar sin ser correspondido.

 

Creer en Cristo significa enamorarse de él y descubrir que su amor por nosotros siempre ha existido y nunca nos falla, no nos abandona ni siquiera en los momentos difíciles, incluso cuando nuestro amor se «enfría».

 

Podemos ser amigos, simpatizantes, admiradores de Jesús de Nazaret. Podemos limitarnos a considerarlo el primero de entre los sabios, el más santo de los hombres, el más justo entre los justos. No es suficiente. Enamorarse es algo distinto, es participar en sus sueños y compartir sus opciones, es abandonarse en sus brazos, creer en sus promesas, poner en él todas las esperanzas y expectativas.

 

«Yo sé a quién he creído»—escribe Pablo a su amigo Timoteo (2 Tim 1,12). Y no teman las contradicciones porque conocen a Aquel que los ha enviado.

 

Probablemente, aún no estemos enamorados de Cristo: tenemos miedo de jugarnos la vida con su propuesta. Creemos en los valores que él ofrece, algo damos, sí, pero no lo damos todo porque nos persigue la duda, nos atenaza el miedo de perder nuestra posición.

 

No nos fiamos del todo porque no lo conocemos a fondo.

 

 

No basta con unos pocos datos

 

Cuando nos enamoramos de alguien sentimos una necesidad irresistible de saber todo sobre él o ella. No nos basta con saber su nombre y edad, queremos saber su historia, sus gustos, sus pasiones, sus creencias religiosas, los ideales que defiende, los valores en los que cree, los proyectos que tiene en mente y también sus limitaciones, sus debilidades.

 

Quizá creemos que de Jesús lo sabemos todo: sabemos que nació en Belén y vivió en Nazaret, que sus padres se llamaban María y José, que era amigo de Magdalena y que murió en el Calvario. También recordamos algunos de sus dichos y sus parábolas. Eso es todo. Hemos aprendido algunas nociones para ser admitidos a la Primera Comunión y la Confirmación, lo mismo que aprendimos lo básico y esencial de Augusto César y Carlomagno para aprobar el examen.

 

Si creemos que esto es suficiente es que no estamos enamorados, y el Bautista bien podría repetir hoy: «En medio de ustedes está uno a quien no conocen» (Jn 1,26).

 

 

El escenario de este mundo

 

Jesús está a nuestro lado, pero no es fácil descubrirlo: «No tenía presencia ni belleza que atrajera nuestras miradas ni aspecto que nos cautivase” (Is 53,2). Son mucho más atractivos los rostros de las estrellas que llenan las páginas de los semanarios, resultan más fascinantes los personajes que copan los primeros planos de los programas de televisión.

 

Seducidos por las apariencias, deslumbrados por la ilusión, por los focos embaucadores de este mundo, quedamos, a sabiendas, seducidos por la persona equivocada. Luego pasan los años, y cuando ya es demasiado tarde, nos damos cuenta de haber malgastado estúpidamente de jóvenes la oportunidad de la vida.

 

A cada uno de nosotros nos podría hoy decir Jesús como dijo a Felipe en la Última Cena: «¿Tanto tiempo juntos y aún no me conoces?»

 

 

¡A enamorarse!

 

La comunidad cristiana en la que hemos nacido y criado «está comprometida con un solo esposo, para presentarse, como una virgen pura a Cristo» (2 Cor 11,2). Quiere hacérnoslo saber. Él sabe que si descubrimos su verdadero rostro quedaremos seducidos. Para ello, en un ciclo litúrgico de tres años, hemos de contemplarlo desde cuatro perspectivas diferentes.

En el ciclo ‘A’ Mateo se encarga de hablar de Jesús. Él–rabino hecho discípulo (Mt 13:52)–presenta a Cristo con el lenguaje, a veces duro, de su pueblo. Mateo es un moralista bastante estricto, no duda en poner en boca de Jesús amenazas y condenas, al igual que hacían los rígidos predicadores de la época. Lo tendremos presente.

 

En el ciclo ‘B’ la tarea de hablar de Jesús está a cargo de Marcos. Este evangelista acentúa la humanidad de Jesús para que lo sintamos cercano. Marcos quiere que entendamos que comparte nuestros sentimientos, nuestra sensibilidad, nuestras pasiones; como nosotros, experimenta la ansiedad, el miedo, la tristeza, la ansiedad, se goza en la ternura y el afecto y sufre la decepción del abandono y traición. En todo igual a nosotros, menos en el pecado (Heb 4,15).

 

En el ciclo ‘C’, Lucas, el evangelista sensible y atento a las necesidades de los pobres, da relevancia a los episodios en los que se transparenta la ternura de Jesús hacia los últimos, los marginados, los excluidos, y los pecadores.

 

Juan, el cuarto evangelista aparece a lo largo de los tres años, sobre todo en el tiempo de Cuaresma y Pascua y nos enseña que Jesús es el pan que ha bajado del cielo, la luz del mundo, la fuente de la que brota el agua de la vida.

 

Hay cuatro perspectivas diversas y complementarias, todas necesarias si queremos que «nuestros corazones sean confortados, estrechamente unidos en el amor y llegar a una inteligencia rica y perfecta, para un conocimiento más profundo de Cristo» (Col 2,2).

 

A un ciclo litúrgico le sigue otro, luego otro, hasta que el buen Dios nos llame de este mundo. Los cuatro evangelistas nos ayudarán a captar todas las características del rostro de Cristo, nos descubrirán detalles fascinantes. Un día exclamaremos con alegría: «Yo te conocía sólo de oídas, pero ahora mis ojos te ven» (Job 42,5). Ese es el día en el que nos sentiremos realmente enamorados de él.

 

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ADVIENTO

Prólogo

 

Quién está enamorado sabe que los pensamientos, sueños, fantasías, en las conversaciones siempre se vuelven a su ser querido. Todo es tedio, aburrimiento, monotonía, donde la amada no está.

 

Se convierte para nosotros la único y la buscamos por todas partes. Parece imposible amar sin ser correspondido.

 

Creer en Cristo significa enamorarse de él y descubrir que su amor por nosotros siempre ha existido y nunca nos falla, no nos abandona ni siquiera en los momentos difíciles, incluso cuando nuestro amor se ‘enfría’.

 

Se puede permanecer amigo, simpatizante, admirador de Jesús de Nazaret. Se le puede considerar el primero entre los sabios, el más santo de los hombres, el más justo entre los justos. No es suficiente. Enamorarse es otra cosa, es participar en sus sueños y compartir sus elecciones, es cae en sus brazos, creyendo sus promesas, puestas en él todas las esperanzas y expectativas.

 

«Yo sé en quién he creído» –Pablo escribe a su amigo Timoteo (2 Tim 1:12). Y no teme las contradicciones porque sabe  quien es Aquel a quien se le ha encomendado.

 

Tal vez no estamos todavía enamorados con Cristo: tenemos miedo de jugarnos la vida con su propuesta. Creemos en los valores que él ofrece, aceptamos –sí– algo, pero no todo, porque nos persigue la duda, tenemos miedo de perder la apuesta.

 

No confiamos por completo porque todavía no lo conocemos a fondo.

 

 

Solo algunos detalles no son suficientes

 

      Cuando uno se enamora de alguien se siente una irreprimible necesidad de saber todo sobre esa persona. No se contenta con saber el nombre y edad, queremos saber su historia, sus gustos, sus pasiones, sus creencias religiosas, los ideales que defiende, los valores en los que cree, los proyectos que tiene en mente y también sus limitaciones, sus debilidades.

 

Sobre Jesús, tal vez, estamos convencidos de que lo sabemos todo: recordamos que nació en Belén y vivió en Nazaret, que sus padres se llamaban María y José, que era amigo de Magdalena y que murió en el Calvario. También recordamos algunas de sus parábolas. Eso es todo.

 

Hemos aprendido algunas nociones para ser admitidos a la Primera Comunión y la Confirmación, como hemos aprendido lo básico y esencial sobre Augusto César y Carlomagno para aprobar el examen.

 

Si esto es suficiente para nosotros entonces no estamos enamorados y el Bautista podría repetirnos hoy: “En medio de ustedes está uno a quien no conocen” (Jn 1,26).

 

 

El scenario de este mundo

 

Jesús está de nuestro lado, pero no es fácil fijarnos en él: “No tenía presencia ni belleza que atrajera nuestras miradas” (Is 53,2). Mucho más atractivo aparecen los rostros de las estrellas que llenan las páginas con sus fotos de la semana, y más fascinante son los personajes que aparecen en los primeros planos de los programas de televisión.

 

Seducidos por las apariencias, deslumbrados por la ilusión, por las luces del centro de atención engañosa de este mundo, sucede –sabemos– que nos podemos enamorar de la persona equivocada. Luego pasan los años, y cuando ya es demasiado tarde, te das cuenta de que habías perdido en tu juventud, estúpidamente, la oportunidad de tu vida.

 

Para cada uno de nosotros hoy Jesús podría decir, como a Felipe en la Última Cena: “¿Tanto tiempo he pasado con ustedes y aun no me conocen?”

 

 

Estar enamorados

 

La comunidad cristiana en la que hemos nacido y criado «ha sido prometida a un solo marido, Cristo, para presentarlos a él como virgen santa” (2 Cor 11,2). Quiere hacérnoslo saber. Él sabe que si se descubre su verdadera cara permanecerá seducida. Para ello, en un ciclo litúrgico de tres años, lo presenta desde cuatro perspectivas diferentes.

 

En el año ‘A’ Mateo es el encargado de hablar de Jesús Él –el rabino convertido en discípulo (Mt 13,52)– presenta el Cristo con el lenguaje a veces duro como los maestros de su pueblo. Mateo es un moralista bastante estricto, no duda en poner en boca de Jesús amenazas y condenas, al igual que los predicadores estrictos de la época. Esto hay que tenerlo presente.

 

En el año ‘B’ la tarea de hablar de Jesús está a cargo de Marcos. Este evangelista pone énfasis en la humanidad de Jesús para que nos sentimos cerca. Quiere que entendamos que comparte nuestros sentimientos, nuestras sensibilidades, nuestras pasiones, sufre como nosotros la ansiedad, el miedo, la tristeza, la ansiedad, se alegra con la ternura y afecto y sufre delirios de abandono y traición. Muy similar a nosotros, excepto en el pecado (Heb 4,15).

 

En el año ‘C’, Lucas –el evangelista sensible y atento a las necesidades de los pobres– se destaca los episodios en los que uno ve la ternura de Jesús hacia los últimos, los marginados, los excluidos, los pecadores.

 

Juan, el cuarto evangelista, está presente durante los tres años, sobre todo en tiempos de Cuaresma y Pascua y nos enseña que Jesús es el pan que ha bajado del cielo, la luz del mundo, la fuente de la que brota el agua viva.

 

Hay cuatro ángulos diferentes y complementarias, todos necesarios “para que se sientan animados u y unidos en el amor; para que se colmen de toda clase de riquezas de conocimiento y así comprendan el secreto de Dios, que es Cristo” (Col 2,2).

 

A un ciclo litúrgico seguirá otro, luego otro, hasta que el buen Dios nos deje en esta tierra. Los cuatro evangelistas nos ayudarán a captar todas las características del rostro de Cristo, nos harán descubrir los más fascinantes detalles. Un día exclamaremos con alegría: «Yo te conocía sólo de oídas, pero ahora te ven mis ojos” (Job 42,5). Será el día en que nos sentiremos realmente enamorados de él. 

 

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Primer Domingo de Adviento – 2 de diciembre de 2018 – Año C

Los verdaderos profetas infunden esperanza

 

Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini

con el comentario para el evangelio de hoy:

 

Introducción

 

Caerse de brazos, ceder ante el poder abrumador del pecado que domina en el mundo y en nosotros es una tentación peligrosa.

 

Son profetas de mal agüero los que repiten: “No vale la pena comprometerse, nada va a cambiar»; «no hay nada que hacer, el mal es demasiado fuerte»; «el hambre, las guerras, la injusticia, el odio siempre existirán».

 

No hay que escuchar a estos agoreros. Los que, como Pablo, «han asimilado la mente de Cristo» (1 Cor 2,16), ven la realidad con otros ojos, ven el mundo nuevo que está emergiendo y con optimismo anuncian a todos: «Ya está brotando, ¿no lo notan?» (Is 43,19).

 

En nuestra vida personal descubrimos fracasos, miserias, debilidades, infidelidad. No podemos desprendernos de defectos y malos hábitos. Las pasiones ingobernables nos dominan, nos vemos obligados a adaptarnos a una vida de compromisos dolorosos e hipocresías humillantes. Los miedos, decepciones, lamentaciones, experiencias infelices nos quitan la sonrisa. ¿Será posible recuperar la confianza en nosotros mismos y en los demás? ¿Podrá alguien darnos serenidad, confianza y paz?

 

No hay ninguna situación de esclavitud de la que el Señor no pueda librarnos, no hay abismo de culpabilidad del que no nos pueda sacar. Él sólo espera que tomemos conciencia de nuestra condición y recordemos las palabras del salmista: «Desde lo hondo a ti grito, Señor».

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

Estoy seguro: el Señor realizará las promesas de bienestar que ha hecho.

 

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Cristo Rey – 25 de noviembre de 2018

El triunfo de los vencidos

 

Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini

con el comentario para el evangelio de hoy:

 

Introducción

 

«Entonces Pilato se hizo cargo de Jesús y lo mando azotar. Y los soldados entrelazaron una corona de espinas y se la pusieron en la cabeza y lo vistieron con un manto rojo, y acercándose a él, le decían: ¡Salud, Rey de los Judíos! Y le pegaban en la cara» (Jn 19,1-3).

 

¿Cómo es que Jesús no reaccionó como lo hizo cuando fue golpeado por al siervo del sumo sacerdote? (cf. Jn 18,23)

La entronización de un rey de parodia era un juego muy conocido en la antigüedad. Un prisionero que a los pocos días sería ajusticiado, venía revestido de insignias reales y tratado como emperador. Una burla cruel, a la que Jesús también fue sometido.

 

En la escena descrita por Juan aparecen todos los elementos que caracterizan la entronización de un emperador: la corona, el manto de purpura, las aclamaciones. Es la parodia de la realeza y Jesús la acepta porque demuestra de la manera más explícita cuál es su juicio sobre la ostentación de poder y la búsqueda de la gloria de este mundo. La ambición de sentarse en un trono para recibir honores e inclinaciones es para él una farsa, aunque sea, por desgracia, la comedia más común y grotesca recitada por los hombres.

 

En la escena final del proceso (cf. Jn 19,12-16), Pilato conduce fuera a Jesús, y lo hace sentar sobre una tribuna elevada. Es mediodía y el sol está en su cenit cuando, frente a todo el pueblo, señalando a Jesús coronado de espinas y cubierto con el manto de púrpura, proclama: «Ahí tienen a su Rey». Es el momento de la entronización, es la presentación del soberano del nuevo reino, el reino de Dios.

 

Para los judíos, la propuesta es tan absurda que les supo a provocación, de ahí que, furiosos, reaccionan indignados: “¡Fuera, fuera, crucifícale!» (Jn 19,15). Un rey así no quieren ni verlo, decepciona todas las expectativas y es un insulto al sentido común. 

 

Jesús está allí, en alto, para que todos lo puedan contemplar, iluminado por el sol que brilla en todo su esplendor; está en silencio, no añade nada a la burla porque ya ha quedado todo explicado. Espera solamente que cada uno se pronuncie y haga su elección.

 

Uno se puede decidir por las grandezas, por los reinados de este mundo, o bien seguirle a Él, renunciando a todos los bienes y aceptando la derrota por amor. De esta elección dependerá el éxito o el fracaso de una vida.

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

«Reinar con Cristo, nos convierte en siervo de los hermanos con él».

 

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