Segundo Domingo de Adviento – 5 de diciembre de 2021 – Año “C”

“Te llamaré con un nombre nuevo”

Un video del P. Fernando Armellini

con subtítulos en español y

doblado por el P. Alberto Rossa, cmf:

 

Subtítulos (elige ‘Español’): 

Subtítulos grabados: 

Doblado Español: 

Introducción

Las estadísticas dicen que al 98% de las mujeres no les gusta su imagen y tratan de mejorarla por todos los medios (imponiéndose dietas, haciendo ejercicios aeróbicos, escogiendo un nuevo look, recurriendo a la cirugía estética). Los antiguos –para quienes el nombre formaba un todo con la persona– habrían definido estos esfuerzos como intentos de darse un nuevo nombre, de rehacerse el nombre.

A Dios le gusta cambiar connotaciones y nombres de personas, ciudades, pueblos. Ha llamado a Abrahán, Sara, Jacob, Simón… dándoles un nuevo nombre. Transformó Jerusalén –la ciudad en ruinas, “la esclava”, “la viuda triste y marchita”– en una ciudad llamada “Agraciada”, “Joya”, “Paz en la justicia” y “Gloria en la piedad”.

Nosotros tal vez nos sentimos irremediablemente encadenados a un nombre que sabemos que merecemos, aunque nadie lo haya pronunciado en nuestra presencia: “alcohólico”, “drogadicto”, “esclavo del juego”, “corrompido sexual”, “infiel”, “deshonesto”, “poco fiable”… Este es el estado lamentable del que Dios quiere liberarnos. Él viene a revelarnos el nombre con el que nos llama desde toda la eternidad. ¿Con qué nombre podremos llamar a nuestra nación, a nuestra comunidad cristiana, a nuestra familia? ¿Lo llamaríamos “lugar de paz, de convivencia, de justicia, de fraternidad…” o esperamos que el Señor los visite y les dé un nombre nuevo?

Dios ha arriesgado mucho al crear al hombre libre: se ha enfrentado a la eventualidad de que rechace su Amor. Pero si ha decidido jugar esta partida es difícil imaginar que pueda salir derrotado. Un día llamará a cada persona con el nombre nuevo que le habrá inspirado su Amor.

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

“Todos verán la Salvación de Dios”.

 

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1° Lectura | 2° Lectura | Evangelio

 

Primera Lectura: Baruc 5,1-9

5,1: Jerusalén, despójate del vestido de luto y aflicción y viste para siempre las galas de la gloria que Dios te da; 5,2: envuélvete en el manto de la justicia de Dios y ponte en la cabeza la diadema de la gloria del Eterno; 5,3: porque Dios mostrará tu esplendor a cuantos viven bajo el cielo. 5,4: Dios te dará un nombre para siempre: Paz en la Justicia, Gloria en la Piedad. 5,5: Ponte en pie, Jerusalén, sube a la altura, mira hacia Oriente y contempla a tus hijos, reunidos de Oriente y Occidente a la voz del Santo, gozosos invocando a Dios. 5,6: A pie se marcharon, conducidos por el enemigo, pero Dios te los traerá con gloria como llevados en carroza real. 5,7: Dios ha mandado aplanarse a los montes elevados y a las colinas perpetuas, ha mandado llenarse a los barrancos hasta nivelar el suelo, para que Israel camine con seguridad guiado por la gloria de Dios; 5,8: ha mandado a los bosques y a los árboles aromáticos hacer sombra a Israel. 5,9: Porque Dios guiará a Israel con alegría a la luz de su gloria, con su justicia y su misericordia. – Palabra de Dios

 

En Israel, la mujer que perdía a su marido o a un hijo vestía ropa de luto, se cubría la cabeza con un velo. Presa del dolor, se sentaba en el suelo, no preparaba la comida, no se lavaba, no se ungía con perfumes. Así expresaba su desesperación.

La lectura compara la ciudad de Jerusalén con una viuda triste a quien le fueron arrebatados los hijos de sus brazos con violencia brutal: desconsolada, cubierta con manto de luto, rechaza toda palabra de consuelo.

La referencia es a uno de los momentos más dramáticos de la historia de Israel: la destrucción de la ciudad santa, la devastación de su territorio y la deportación de sus habitantes. Como una madre, Jerusalén ha visto a sus hijos alejarse encadenados, empujados por soldados feroces. Estaba convencida de que nunca los volvería a ver.

Pasan muchos años –tal vez cincuenta– y un día Dios suscita entre los exiliados a un profeta con la misión de llevar un mensaje de alegría a la que en un tiempo era “la primera de las naciones”, “la princesa de las provincias” y que ahora “se ha quedado viuda” (Lam 1,1).

Le dice: “¡Jerusalén, se ha acabado tu luto! ¡Arroja los andrajos, envuélvete en un manto esplendoroso! ¡El Señor está por poner sobre tu cabeza una diadema de gloria!”

Nunca se ha visto rejuvenecer a una anciana marchita y convertirse en joven estupenda y encantadora. Pues eso es lo que a pasar con Jerusalén –dice el profeta– sobre ella brillará la gloria que Dios te da (v. 1).

Eso sí: no es la gloria que nosotros creemos dar a Dios (como si él necesitara de nuestro aplauso) sino la gloria que viene de Él. Es la manifestación de su amor a través de su intervención en nuestro favor. Esta es su gloria: la vida del hombre.

La transformación de luto en alegría –dice Baruch– estará a la vista de todos. Dios manifestará la gloria de Jerusalén renovada a toda criatura bajo el cielo, y esta será la señal de que nada es imposible para su Amor.

Oseas –el profeta que utilizó por primera vez la imagen de Israel como la esposa del Señor– hacía alusión a otro prodigio. Dios –decía– se comprometerá de nuevo con Israel, la adúltera; abolirá por completo su pasado; con su Amor le restaurará incluso su virginidad (cf. Os 2,21-22).

Como signo de la transformación recibida, Jerusalén recibe nuevos nombres: “Paz en la Justicia y Gloria en la Piedad” (v. 4). Para un semita el nombre no es una simple designación convencional; está siempre estrechamente vinculado a la persona, identificado incluso con quien lo lleva. Hacer un censo significa reducir a servidumbre a quien es censado (cf. 2 Sam 24); cambiar el nombre indica la asignación de una nueva personalidad (cf. Gén 17,5).

Jerusalén recibe nombres nuevos que indican su destino: convertirse en el lugar donde reinará la verdadera paz, no aquella paz aparente que es solo opresión legalizada sino la que es el fruto de la justicia, es decir, la realización del plan de Dios. Será “la Gloria en la Piedad” porque su fama no le vendrá del prestigio político o de éxitos militares, sino de su piedad, es decir, de la fidelidad a su Dios.

Baruch sigue: “Jerusalén, no te quedes más tiempo sentada en el polvo de la tierra; corre rápido hasta la cima de la montaña; echa una mirada hacia el este y contempla a tus hijos que están regresando. Los has visto alejándose a pie, humillados y golpeados por los enemigos. Ahora regresan triunfantes; vienen acompañados por sus antiguos verdugos que ahora les devuelven sus honores (cf. vv. 5-6)…”

Es el milagro realizado por el Señor. Dios ha decidido aplanar las montañas y rellenar los valles para que los israelitas puedan regresar hacia su madre sin fatigarse. Incluso los árboles que producen resinas olorosas doblan sus ramas para hacer sombra y proteger del Sol al grupo de deportados que regresa. El mismo Dios los guía, de la misma manera que había acompañado a sus padres cuando salieron de Egipto.

La lectura es una invitación a la alegría y la esperanza porque “Dios ha mandado aplanarse a los montes elevados y a las colinas perpetuas, ha mandado llenarse a los barrancos hasta nivelar el suelo» (v. 7). Ha establecido, ha tomado, una decisión irrevocable. No descansará hasta que haya movido todas las montañas, desmoronado todos los acantilados, visitado todos los abismos.

 

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Segunda Lectura: Filipenses 1,4-6.8-11

Hermanos, 1,4: siempre que pido cualquier cosa por todos ustedes, lo hago con alegría, 1,5: pensando en la colaboración que prestaron a la difusión de la Buena Noticia, desde el primer día hasta hoy. 1,6: Estoy seguro de que quien comenzó en ustedes la obra buena, la llevará a término hasta el día de Cristo Jesús. 1,8: Dios es testigo de que los amo tiernamente en el corazón de Cristo Jesús. 1,9: Esto es lo que pido: que el amor de ustedes crezca más y más en conocimiento y en buen juicio para todo 1,10: a fin de que sepan elegir siempre lo mejor. Así llegarán limpios y sin tropiezo al día de Cristo, 1,11: cargados con el fruto de la honradez que viene por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios. – Palabra de Dios

Cuando nos encontramos en dificultad nos volvemos a Dios y le suplicamos que nos conceda lo que necesitamos. Los israelitas no oran así; siempre comienzan sus invocaciones con una bendición en la que enumeran las razones por las que deben alabar y dar gracias al Señor; solo después presentan sus peticiones. Dicen, por ejemplo: “Bendito eres tú, Señor, que te compadeces del dolor del hombre… Ahora soy yo quien sufre…”. El pasaje de la Carta a los Filipenses en nuestra lectura es el ejemplo de una de estas oraciones judías compuestas de dos partes.

 

En la primera (vv. 4-6) Pablo da gracias a Dios. Lo «bendice» por lo que ha realizado en la comunidad de Filipo, la primera comunidad cristiana en Europa. Esa comunidad –dice– es muy generosa, ha ayudado económicamente también a los predicadores del Evangelio; llevan una vida íntegra llenando de satisfacción y alegría el corazón del apóstol. Antes de dirigir a Dios la súplica, no puede dejar de expresar su emoción interior ante una efusión de gracia tan abundante. Pablo declara su afecto personal a quienes tanto quiere “en el amor de Jesucristo” (v. 8).

En la segunda parte (vv. 9-11) pide a Dios que haga crecer más y más entre los Filipenses el amor y la comprensión de lo que es realmente bueno y conforme al Evangelio. Quizás nuestras comunidades sientan que no merecen las alabanzas que Pablo dirigió a los Filipenses. Sin embargo, debemos cultivar la confianza y el optimismo. “Quien comenzó en ustedes la buena obra la llevará a término hasta el día de Cristo Jesús” (v. 5), como lo hizo en Filipo. Es trabajo suyo, no nuestro. A nosotros solo nos pide que lo dejemos hacer, que nos dejemos guiar por su Palabra.

 

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Evangelio: Lucas 3,1-6

3,1: El año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo gobernador de Judea Poncio Pilato, tetrarca de Galilea, Herodes, su hermano Felipe tetrarca de Iturea y Traconítida, y Lisanio tetrarca de Abilene, 3,2: bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, la Palabra del Señor se dirigió a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. 3,3: Juan recorrió toda la región del río Jordán predicando un bautismo de arrepentimiento para el perdón de los pecados, 3,4: como está escrito en el libro del profeta Isaías: “Una voz grita en el desierto: «Preparen el camino al Señor, enderecen sus senderos. 3,5: Todo barranco se rellenará, montes y colinas se aplanarán, lo torcido se enderezará y lo desparejo será nivelado 3,6: y todo mortal verá la salvación de Dios.” Palabra del Señor

La referencia cronológica con la que Lucas comienza su relato (vv. 1-2) es precisa e importante porque nos permite fechar el comienzo de la vida pública de Jesús. En Palestina, el año comienza el 1 de octubre; por tanto, el año decimoquinto del reinado de Tiberio hay que situarlo entre 1 de octubre del año 27 y el 30 de septiembre del 28 d.C., una fecha que encaja perfectamente con Juan 2,20.

Lucas quiere dejar claro a todos que no está empezando a contar una fábula, un mito esotérico nacido de la imaginación extravagante de un soñador excéntrico, sino que se está refiriendo a hechos reales y concretos. La intervención de Dios en la historia humana ha tenido lugar en un momento y lugar bien definidos. Sin embargo, si el objetivo del evangelista solamente hubiera sido indicar la fecha del comienzo de la vida pública de Jesús, se hubiera podido detener después de esta primera indicación. En cambio, continúa y agrega otros datos: indica el nombre de los gobernadores de Palestina y territorios vecinos y de los sumos sacerdotes Anás y Caifás. En total son siete personajes y para llegar a esta cifra debe agregar también a Anás quien, desde hacía trece años, ya no era sumo sacerdote, aunque sigue desempeñando un papel importante.

El número 7 tiene claramente un significado simbólico: el de totalidad. Junto con los nombres y funciones de las personas mencionadas, indica que toda la historia –sagrada y secular, judía y pagana– está involucrada en el acontecimiento que va a narrar. Es un inicio que afecta a todos los pueblos y a todas las instituciones civiles y religiosas.

Después de la introducción histórica, entra solemnemente en escena el primer personaje, el Bautista: “La palabra del Señor se dirigió a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto” (v. 2). Son palabras con las que, en el Antiguo Testamento, se presenta la vocación de los grandes profetas (cf. Jer 1,1.4). Todo comienza en el desierto (v. 2), un lugar lleno de recuerdos y de profunda resonancia emocional para los israelitas. Es en el desierto donde han aprendido muchas lecciones: han aprendido a despojarse de todo lo superfluo por constituir un peso inútil con el que cargar a lo largo del camino, han aprendido a ser solidarios y a compartir sus bienes con los hermanos, han aprendido, sobre todo, a fiarse de Dios.

En la época de Jesús, era al desierto el lugar a donde se retiraban los que querían repetir la experiencia espiritual de sus padres, los que querían escapar a la hipocresía de una religión hecha de formalismos y prácticas puramente exteriores. Es en el desierto a donde van a vivir los que rechazan la sociedad corrupta, injusta y opresiva que se ha instalado en su tierra. Entre estas personas “contestadoras” se encuentra también Juan, hijo de Zacarías (Lc 1,80).

Lucas no dice nada acerca de su estilo de vestir, no habla de su comida; pero, por lo que nos dice Mateo (cf. Mt 3,4), sabemos que el Bautista no usaba la larga túnica blanca de los sacerdotes del templo, sino que vestía ropa áspera como la del profeta Elías (cf. 2 R 2,13-14); y, en lugar de productos de la ciudad, se alimentaba de lo que el desierto le ofrecía espontáneamente. El Bautista quería ser y aparecer extranjero en su propia tierra; era un israelita, pero su comportamiento lo distinguía claramente de la gente de su pueblo.

Al igual que Juan, también los cristianos, aun estando en el mundo, viven la espiritualidad del desierto. En un mundo donde se considera normal el recurso a la violencia, a la represalia e incluso a la guerra, ellos hablan solo palabras de paz y perdón; en un mundo en el que se proclaman bienaventurados a los que atesoran bienes explotando incluso a los más débiles, ellos anuncian el servicio gratuito a los pobres y el compartir; en un mundo donde se busca placer a toda costa, los cristianos predican renuncia y el don de sí mismos.

Desde el desierto, lugar de su vocación, Juan se traslada a la región del Jordán, la recorre a lo largo y ancho proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Su predicación –es bueno anticiparlo de inmediato para no malinterpretar algunas de sus expresiones– era un mensaje de alegría y consuelo para todos, como Lucas destaca unos versículos más adelante (cf. Lc 3,18).

En la antigüedad el río Jordán –que atraviesa una región desolada– nunca tuvo importancia alguna ni como vía de comunicación (no era navegable), ni como fuente de regadío. Ninguna gran ciudad se construyó a lo largo de sus orillas. Su importancia siempre ha sido la de ser una frontera entre pueblos diferentes. Para tomar posesión de la tierra prometida, Israel, que venía de Egipto, ha tenido que atravesarlo (cf. Gén 3).

Éste es el territorio fronterizo elegido por el Bautista para su misión. En el rito del bautismo que administra quiere que todos repitan el acto de entrar, atravesando el Jordán, en la tierra de la libertad. Él quiere preparar un pueblo bien dispuesto a aceptar la Salvación de Dios, comprometido a entrar en la verdadera Tierra Prometida. Para esto pide a todos tomar la decisión firme de cambiar radicalmente la forma de pensar y vivir. Para clarificar la tarea que Juan tiene que llevar a cabo, Lucas cita una frase del profeta Isaías: “Una voz grita en el desierto: «Preparen el camino al Señor, enderecen sus senderos»” (v. 4).

Uno no puede dejar de notar una contradicción con lo que hemos escuchado en la primera lectura. Allí Baruch afirmaba: “Dios ha mandado aplanarse a los montes elevados y a las colinas perpetuas; ha mandado llenarse a los barrancos hasta nivelar el suelo, para que Israel camine con seguridad” (v. 7). El suyo era un canto de confianza en la Salvación que Dios ciertamente llevaría a cumplimiento.

En el libro de los oráculos del profeta Isaías, por el contrario, se pide a los israelitas que preparen, ellos mismos, el camino del Señor. El profeta les dirige una invitación a comprometerse a abatir toda colina y a allanar todo lo desnivelado. La Salvación viene de Dios y es obra suya solamente pero, para obtenerla, hay que eliminar los obstáculos que entorpecen su venida.

Los dos profetas no se contradicen, sino que se complementan. El primero enfatiza el trabajo irresistible del amor de Dios. Dios –dice– logrará al final, por su amor fiel, reconducir a su pueblo de la tierra de la esclavitud a la libertad (cf. Bar 5,7-9). Es como un hombre locamente enamorado: ningún obstáculo se le hace insuperable a lo largo del camino que le conduce al encuentro con la mujer que ama. No hay montaña alta, ni valle profundo y oscuro que puedan impedirle realizar su sueño de amor.

El segundo profeta pone de relieve, en cambio, la obra del hombre. Es cierto que el éxito del amor de Dios está siempre asegurado, pero el hombre puede perder incontables instantes, incontables días, incontables años de felicidad y alegría lejos de su Señor. Es por ello que es urgente que abra su corazón, que elimine pronto todos los obstáculos que se interponen a la unión con Dios. A diferencia de los otros evangelistas que se limitan a citar un solo versículo de Isaías, Lucas continúa la cita: “Todo valle será rellenado, todo monte será abatido. Todos verán la salvación de Dios» (vv. 5-6). Si él añade también estos versículos significa que los considera muy importantes. Tratemos de comprender el porqué.

Los abismos que cubrir, las montañas que allanar, las colinas que rebajar, las sendas torcidas que enderezar, los trechos inaccesibles que aplanar, hay que entenderlos no en sentido material lógicamente, sino como símbolos de otra realidad. Las montañas y las colinas son, en el lenguaje bíblico, el orgullo, la arrogancia, la prepotencia de los que quieren imponerse, dominar a los demás (cf. Is 2,11-17). El reino de Dios es incompatible con estas actitudes altivas y arrogantes; no puede llegar adonde reina el espíritu competitivo, donde se busca por todos los medios aplastar al otro, donde se aceptan las castas, donde se prodigan postraciones, obsequios, reverencias. En el nuevo mundo solo ingresan los que aceptan la lógica inversa: el don de sí mismo, el servicio mutuo humilde y recíproco, la búsqueda del último lugar. “El más importante entre ustedes compórtese como si fuera el último y el que manda como el que sirve” (Lc 22,26).

Luego están las profundidades que llenar. Son las escandalosas desigualdades económicas denunciadas por los profetas. Los pasos tortuosos son finalmente la astucia, las decisiones insensatas, las situaciones injustas que deben ser revisadas ​​y ajustadas a los caminos de Dios. “¿Acaso quiero yo la muerte del malvado y no que se convierta de su conducta y que viva?” (Ez 18,23).

La conversión que exige el Bautista es radical. ¿Cómo esperar que el hombre la pueda realizar? En algunas traducciones los verbos aparecen en forma imperativa (“¡que se rellenen!”, “¡que se rebajen!”, “¡que se enderecen!”) como si se tratara de mandatos. Si éste fuera el significado de las palabras del profeta, correspondería al hombre, con su esfuerzo y compromiso, llevar a cabo tan colosal y utópica empresa, que nunca podría realizar.

De hecho, en el griego original, los verbos están en futuro pasivo: “Todo valle será rellenado, toda montaña y colina será abatida, y el piso nivelado…”. Así, aceptándolo con alegría, la cosa cambia totalmente. No se trata de órdenes dadas por Dios, sino de una promesa que Él hace: surgirá un mundo basado en nuevos principios, aunque a los hombres pueda parecer como un espejismo, y todo será obra del Señor.

La última parte de la cita es particularmente importante: “¡Toda carne verá la salvación de Dios!” (v. 6). No ‘todo hombre’, sino ‘toda carne’ dice el texto original. Carne, en el sentido bíblico, no son los músculos, sino todo el hombre considerado en su dimensión de debilidad, de fragilidad, expuesto a tantos fracasos. El hombre es carne porque se enferma, cometes errores, sufre la soledad y el abandono, envejece y muere. He aquí la promesa: en toda debilidad de todo hombre se manifestará la Salvación de Dios; no existirá abismo de culpa, por profundo y oscuro que sea, que no sea visitado e iluminado por su Amor.

Lucas coloca esta declaración al comienzo de su evangelio. La elige casi como título de su obra porque contiene una declaración solemne: Dios no reserva su Salvación a algunos privilegiados sino que quiere que sea ofrecida a todos. No se excluye a nadie. Es un eco de la profecía de Simeón: “Mis ojos han visto a su Salvador, que has preparado en presencia de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles” (Lc 2,30-32).

Un video del P. Fernando Armellini con subtítulos en español

y doblado por el P. Alberto Rossa, cmf:

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