Archivo mensual: febrero 2017

8º Domingo del Tiempo Ordinario, 26 de Febrero 2017, Año A

La premura de dios que

es madre y padre

 

Introducción

 

La fe es frecuentemente sometida a dura prueba a causa de lo absurdo de algunas situaciones o acontecimientos que parecen demostrar la ausencia de Dios o al menos su desinterés por todo lo que ocurre en el mundo. Los salmistas se atreven a dirigir a Dios acusaciones casi blasfemas: “¿Por qué me has abandonado?” ¿Por qué estás ajeno a mi grito, al rugido de mis palabras” (Sal 22,2-3). ¿Hasta cuándo me olvidarás? ¿Eternamente”? (Sal 13,2).

 

Es lo que los místicos llaman la “noche oscura”, aquella en que toda certeza vacila y la esperanza se tambalea. Es el caso, cito solamente un ejemplo entre tantos, de Teresa de Lisieux quien, al final de su vida, oía en lo más íntimo una voz burlona que repetía: “Tú te crees que saldrás de las nubes que te envuelven. No, la muerte no te dará lo que esperas, sino una noche todavía más oscura, la noche de la nada”.

 

¿Qué siente Dios frente a nuestras angustias, nuestras dudas, nuestros tormentos? A estos interrogantes Dios responde con una pregunta: ¿Puede una madre olvidar a su criatura? Después, como dándose cuenta de que tampoco esta comparación llegar a exprimir su amor fiel y su premura por el hombre, añade: “Pero, aunque ella lo olvidase yo nunca me olvidaría de ti” (Is 49,15).

 

La imagen materna es eficaz y por esto se repite una y otra vez: “como un niño a quien consuela su madre, así yo los consolaré a ustedes” (Is 66,13). Es conmovedora la promesa del Eclesiástico: “Serás como un hijo del Altísimo, te amará más que tu propia madre” (Eclo 4,10).

 

Es difícil creer esto en ciertos momentos de la vida, pero un día nos convenceremos de que es verdad.

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

“Estoy tranquilo y sereno como un niño pequeño en brazos de su madre”.

 

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7º Domingo del Tiempo Ordinario, 23 de Febrero 2017, Año A

A pasos cortos hacia una meta inalcanzable

 

Introducción

 

“Señor no soy digno”, repetimos antes de acercarnos a recibir la comunión, conscientes de que la unión con Cristo en la eucaristía lleva consigo  compartir su estilo de vida. “No soy digno”, es decir, no soy capaz de convertirme como tú en pan compartido y sangre derramada, sin reserva, en favor de los hermanos. Sé que no tendré la fuerza de dejarme “consumir” por ellos, por eso vengo solo a implorar tu Espíritu.

 

La observancia de los preceptos del Antiguo Testamento era difícil, pero no imposible; la meta indicada por la Torah estaba al alcance del hombre. Con justificado orgullo el salmista podía declarar: “El Señor me pagó mi rectitud, retribuyó la pureza de mis manos, porque seguí los caminos del Señor…tuve presente sus mandatos y jamás rechacé sus preceptos, mi conducta ante él ha sido irreprochable” (Sal 18,22-23); Zacarías e Isabel “eran rectos a los ojos de Dios y vivían irreprochablemente de acuerdo con los mandatos y preceptos del Señor” (Lc 1,6); Ananías era “hombre piadoso y observante de la ley” (Hch 22,12).

 

A diferencia de la moral judía, la cristiana propone, por el contrario, una meta inalcanzable: la perfección del Padre que está en el Cielo (cf. Mt 5,48). En el camino hacia la vida, las directrices que ofrecía la Torah, con sus normas precisas, detalladas y mandamientos bien definidos, ha ya quedado atrás; delante, se abre el horizonte sin límites de la perfección del Padre, y el camino se hace al andar. Son los impulsos del Espíritu los que sugieren al hombre, en todo momento, cómo responder a las necesidades del hermano.

 

Jesús avanza a pasos ligeros (cf. Lc 9,51), mientras que los pasos de los discípulos son pequeños en inciertos. “Seguimos todavía en el exilio, lejos del Señor” (2 Cor 5,6.9), pero predestinados a transformarnos conforme a su imagen (cf. Rom 8,29), a convertirnos en expresión de su amor que no conoce confines de raza o religión  y que se ofrece indistintamente a amigos y enemigos.

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

«Señor, te repito que no puedo seguirte. No obstante, acompañado por ti, soy capaz de dar otro paso”.

 

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6º Domingo del Tiempo Ordinario, 12 Febrero 2017, Año A

Observan los mandamientos, pero no entran en el reino de los cielos

 

Introducción

 

Los hebreos llaman la Ley a los primeros cinco libros de la Biblia. Una manera sorprendente de nombrar una colección que contiene sí, normas, preceptos y mandatos, pero que no es un código de derecho como lo entendemos hoy. La Biblia es un relato apasionado, una historia de amor entre Israel y su Dios. Comienza con la creación del mundo y continúa con la llamada a Abrahán, la historia de los patriarcas, la esclavitud en Egipto y el Éxodo. Una Ley bastante original.

 

A decir verdad, el término ley no traduce exactamente el término Torah que se deriva de la raíz iarah e indica el acto de lanzar una flecha, de mostrar la dirección. También nosotros nos guiamos en las carreteras por “las flechas” de las señales de tráfico.

 

La Torah indica el camino que conduce a la vida, no dictando una normativa fría, rígida, impersonal, sino contando lo que le ha sucedido a un pueblo, Israel, la esposa a veces fiel, la mayoría de las veces infiel, a su Señor. En sus alegrías y desventuras, en sus éxitos y fracasos, en sus fiestas y sus lutos, toda persona ve reflejada en el relato bíblico la propia historia: los peligros a evitar y las decisiones sabias a tomar.

 

La Torah revelada a Moisés en el Sinaí no era, sin embargo, la palabra definitiva de Dios. Sobre el monte de las bienaventuranzas Jesús ha reconocido su validez pero, considerándola solamente como una etapa transitoria, ha indicado una nueva meta, un horizonte más lejano e ilimitado: la perfección del Padre que está en los cielos.

 

Quien no practica la nueva justicia, inmensamente superior a la de los escribas y fariseos, se para a mitad de camino y no entra en el reino de Dios.

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

“Indícame Señor el camino de la vida, lo seguiré hasta el fin”.

 

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5º Domingo del Tiempo Ordinario, 5 Febrero, 2017, Año A

Ser la sal y la luz pero ¿cómo?

 

Introducción

 

“Hoy ya no hay fe, dicen algunos. Antes ¡había tanta!” ¿Cómo se mide la fe? ¿De acuerdo, quizás, con las estadísticas de todos aquellos que participan en la misa dominical, que se acercan a los sacramentos, que se casan por la Iglesia, que envían sus hijos al catecismo? ¿Se tiene en cuenta, acaso, las muchedumbres imponentes que se reúnen en los grandes encuentros eclesiásticos? ¿Cómo llegamos a saber si la fe aumenta o disminuye y cuándo sucede esto? ¿Es, quizás en las solemnes celebraciones, cuidadas hasta el mínimo detalle e impecablemente ejecutas, donde los cristianos se muestran como la sal de la tierra y luz del mundo?

 

Una espléndida parábola de Jesús (cf. Mt 25,31-46) revela cuán diversamente de nosotros la valora Dios. Más que en la práctica religiosa, la fidelidad a las tradiciones, la observancia escrupulosa de los ritos, Dios se muestra interesado en nuestra adhesión concreta a su proyecto de amor en favor del hombre. Brillan en el mundo como destellos encantadores de la luz de Dios aquellos que comparten el pan con el hambriento, el agua con el sediento, que visten al desnudo y hospedan al que no tiene casa, cuidan al enfermo y defienden a las víctimas de la injusticia.

 

El criterio es clarísimo y, sin embargo, muchos continúan limitando sus relaciones con Dios al cumplimiento escrupuloso de las prácticas religiosas. Esta actitud podría revelarse un día como trágica ilusión. Solo la vida de los justos, de aquellos quienes creen en las bienaventuranzas propuestas por Jesús, es como la luz que “brilla como la aurora, y se va esclareciendo hasta pleno día” (Prov 4,18).

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

“Es luz quien comparte el pan con el hambriento, acoge en casa al que no tiene techo, viste al desnudo, libera al oprimido”.

 

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