La indisolubilidad: una exigencia
del amor, no un precepto
Introducción
Hay situaciones en las que ambos cónyuges se preguntan, con razón, si es que todavía vale la pena insistir en tratar de arreglar una relación que ha nacido mal y que se está demostrando irreparablemente rota. Ya no se aman, hay incompatibilidad de caracteres, hay faltas de respeto, si se hablan es para ofenderse y hasta los niños se ven envueltos en el fracaso de los padres. ¿Qué sentido tiene seguir juntos? ¿Puede Dios exigir que continúe una convivencia que es un suplicio? ¿No es mejor que cada uno siga su camino y reconstruya su vida?
A estas preguntas la lógica de los hombres responde sin vacilar: lo mejor el divorcio. Si tantas parejas se separan después de pocos años de matrimonio, ¿no es preferible dejar el matrimonio a un lado y simplemente vivir juntos? Si las cosas no funcionan, cada uno se va sin demasiados problemas.
En ningún otro campo, como en el de la ética sexual, las personas están tentadas de darse a sí mismas una moral, y así la sal de la propuesta evangélica frecuentemente se vuelve insípida a fuerza de tantos: pero, si, sin embargo, depende.
Se necesita “ser como niños” para entrar en el reino de los cielos, a fin de comprender la difícil, exigente propuesta de Cristo. Sólo aquellos que se sienten pequeños, los que creen en el amor del Padre y confían en él, se encuentran dispuestos a dar la bienvenida a los pensamientos de Dios. No todos lo pueden entender, sino “solo aquellos a quienes se les es dado” (Mt 19,11), no a los sabios e inteligentes, sino a los pequeños (cf. Mt 11,25).
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Sólo el camino angosto que propone Jesús lleva a la vida”.