Invitados al banquete de la
Palabra y el Pan
Introducción
Jesús no nos ha dejado una estatua suya, una fotografía, una reliquia. Ha querido continuar estando presente entre sus discípulos como alimento. El alimento no se coloca en la mesa para ser contemplado sino consumido. Los cristianos que van a misa pero no se acercan a la comunión deben tomar conciencia de estar participando plenamente en la celebración eucarística.
El alimento se convierte en parte de nosotros mismos. Comiendo el cuerpo y bebiendo la sangre de Cristo aceptamos su invitación a identificarnos con él. Decimos a Dios y a la comunidad que intentamos formar con Cristo un solo cuerpo, que deseamos asimilar su gesto de amor y que queremos entregar nuestra vida a los hermanos, como él ha hecho. Esta elección comprometida no la hacemos solos, sino junto con toda la comunidad. La eucaristía no es un alimento para para consumarlo en soledad: es pan partido y compartido entre hermanos. No es concebible que, por una parte, sea realizado en medio de la comunidad el gesto que indica unidad, compartir, igualdad, don mutuo y, por otra, se tolere el perpetuarse de malentendidos, odios, celos, acumulación de bienes, opresión.
Una comunidad que celebra el rito de “partir el pan” en estas condiciones indignas como y bebe, como dice Pablo, su propia condenación (1 Cor 11,28-29). Es una comunidad que hace del sacramento una mentira. Es como una joven que, sonriendo, acepta del novio el anillo, símbolo de la unión de un amor indisoluble y, al mismo tiempo, lo traiciona con otros amantes.
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“La eucaristía me hace consciente de toda clases de hambres de nuestros hermanos: hambre de pan, hambre de amor, hambre de comprensión, hambre de perdón y, sobre todo, hambre de Dios”.