22º Domingo del Tiempo Ordinario – 2 de septiembre de 2018 – Año B

Existe una religión de los labios y

una del corazón

 

Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini

con el comentario para el evangelio de hoy:

 

Introducción

 

En Egipto no hubo nunca un código de leyes y aun el mismo vocablo “ley” era desconocido porque el faraón, encarnación del dios Ra, establecía con su palabra lo que era justo y recto: “pide consejo a su corazón, dicta al escriba disposiciones excelentes” y ordena a los jueces hacer cumplir su voluntad.

 

Nada semejante ocurrió en Israel, donde la ley no era del rey sino de Dios. El rey sólo tenía el poder ejecutivo y el poder judicial, su tarea consistía en establecer la paz y la justicia en el país (cf. Sal 72,1-2), asegurándose de que todos observaran la ley del Señor a la que se habían comprometido. En el día de su coronación, le había sido ofrecida una copia de la Torá para que la meditase todos los días de su vida (cf. Dt 17,18-20), resistiendo a la tentación de introducir cambios o adiciones dictados por oportunismos políticos o por la astucia humana, tan diferente de la sabiduría de Dios.

 

Quien, como el faraón, pretende ser “sabio como Dios” (Gen 3,5) y decide gestionar la propia vida con la sabiduría de este mundo, se condena a sí mismo al fracaso. La Biblia niega a esta persona, aunque sea inteligente y culta, el título de “sabio” (cf. Sal 14,1), porque la verdadera sabiduría se manifiesta sólo cuando existe el “temor del Señor” (cf. Prov 1,7). La religión de los labios es producto de la sabiduría humana, es un expediente para enmascarar la infidelidad al Señor; sólo la del corazón es auténtica, porque nace de la palabra de Dios y se traduce en amor.

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

“La religión pura y sin mancha es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas y mantenerse libres frente a los bienes de este mundo”.

 

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1° Lectura | 2° Lectura | Evangelio

 

Primera Lectura: Deuteronomio 4,1-2.6-8

 

4,1: Moisés habló al pueblo diciendo: Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo les enseño a cumplir; así vivirán, entrarán y tomarán posesión de la tierra que el Señor, Dios de sus padres, les va a dar. 4,2: No añadan ni supriman nada a lo que les mando; cumplan los preceptos del Señor, su Dios, que yo les mando hoy. 4,6: Pónganlos por obra, que ellos serán su prudencia y sabiduría ante los demás pueblos, que al oír estos mandatos comentarán: ¡Qué pueblo tan sabio y prudente es esa gran nación! 4,7: Porque, ¿qué nación grande tiene un dios tan cercano como nuestro Dios, que cuando lo invocamos siempre está cerca? 4,8: Y, ¿qué nación grande tiene unos mandatos y decretos tan justos como esta ley que yo hoy promulgo en presencia de ustedes? – Palabra de Dios

 

 

Este pasaje pertenece al primero de los discursos que conforman el libro de Deuteronomio y que habrían sido pronunciados por Moisés en el día de su muerte, en tierra de Moab, al final de los cuarenta años de vagar por el desierto. (cf. Dt 1,1-5). Se presentan como sus últimas palabras, como el testamento espiritual en el que recuerda acontecimientos pasados ​​e insta a los israelitas a permanecer fieles a la ley del Señor, para vivir una vida feliz en la tierra donde van a entrar.

 

La atribución a Moisés, sin embargo, es un recurso literario utilizado por el autor sagrado para dar autoridad a sus palabras; el libro, de hecho, ha recibido su forma definitiva hacia el siglo V a.C.

 

El texto de nuestra lectura fue compuesto en Babilonia, probablemente por un sacerdote del templo de Jerusalén, y se dirige a los israelitas decepcionados y resignados a su triste suerte. El autor les invita a no dar todo por perdido, puesto que a pesar de que fueron derrotados y humillados y de que están lejos de su tierra y ya no tienen un templo donde ofrecer las primicias y holocaustos al Señor, todavía poseen su tesoro más grande, la Torá por la que son famosos entre todos los pueblos de la tierra.

 

En la primera parte del texto (vv. 1-2), se insiste en el valor absoluto e inviolable de esta ley que no se puede cambiar porque no es obra de hombres, sino de Dios. Dos tentaciones deben evitarse: la de reducirla mediante la supresión de las disposiciones más exigentes y difíciles y la tentación opuesta: añadir nuevas prescripciones dictadas por la “sabiduría” humana.

 

Esta segunda tentación es particularmente insidiosa, ya que induce a considerar “voluntad de Dios” lo que solamente son disposiciones humanas. A partir de este equívoco, surge la idolatría de la ley y la falta de respeto por el hombre y por su conciencia. Los que introducen estas normas, fácilmente se auto-convencen de estar interpretando el pensamiento de Dios, equiparando su mente a la de Dios (cf. Ez 28,1) e imponen sus propios preceptos en nombre del cielo, olvidándose de que éstos son sólo obra suya.

 

A la vista de las adiciones indebidas a la ley del Señor, Jesús invita a sus discípulos a asumir una actitud libre y serena. Desembarácense –les recomienda– de este yugo insoportable, sin remordimiento y sin preocuparse por la crítica de los demás y, a veces, incluso por las amenazas de aquellos que, abusivamente, lo han colocado sobre sus hombros en el nombre del Señor (Mt 11,28-30).

 

En la segunda parte del texto (vv. 6-8) aparece el justificado orgullo del israelita piadoso por la Torá que Dios le ha dado, ley amada por ser genuina, no adulterada por las interpretaciones rígidas y severas, formuladas después, y otras adiciones arbitrarias.

 

También hoy día el respeto por esta ley en Israel se manifiesta en las actitudes y ritos conmovedores. Un rollo de la Torá dañado o no apto para el uso, nunca se destruye, viene devotamente colocado en un recipiente de arcilla y enterrado, como se haría con un ser querido. Antes de la lectura del texto sagrado en la sinagoga, el oficiante levanta el rollo abierto y proclama: “Esta es la Torá que Moisés ha puesto ante de los hijos de Israel por orden del Señor. Es un árbol de vida para aquellos que la hacen propia y llena de alegría a los que la observan”.

 

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Segunda Lectura: Santiago 1,17-18.21-22.27

 

1,17: Mis queridos hermanos: Todo lo que es bueno y perfecto baja del cielo, del Padre de los astros, en quién no hay cambio, ni sombra de declinación. 1,18: Porque quiso, nos dio vida mediante el mensaje de la verdad, para que fuéramos los primeros frutos de la creación. 1,21: Por tanto, dejen de lado toda impureza y todo resto de maldad y reciban con mansedumbre el mensaje plantado en ustedes, que es capaz de salvarles la vida. 1,22: Pero no basta con oír el mensaje hay que ponerlo en práctica, de lo contrario ese estarán engañando a ustedes mismos. 1,27: Una religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre consiste en cuidar de huérfanos y viudas en su necesidad y en no dejarse contaminar por el mundo. – Palabra de Dios

 

 

Comienza hoy y estará con nosotros durante cinco domingos la Carta de Santiago, que se puede considerar como una meditación sobre la moral del Evangelio y que fue compuesta en el año 60 d.C. por un cristiano de la comunidad de Jerusalén. En ella, el nombre de Jesús aparece sólo una vez (cf. Sant 2,1), sin embargo, es en sus palabras, especialmente en las del Sermón del Monte (cf. Mt 5–7), en las que se ha inspirado el autor, quien se presenta bajo el seudónimo de: “Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo” (Sant 1,1). El pasaje de hoy aborda el tema de la Palabra de Dios.

 

En la primera parte (vv. 17-18), en respuesta a los que creen que de Dios proviene incluso el mal, Santiago afirma que del Señor sólo se origina bien, porque él es luz y en él no hay sombra. La “palabra de verdad”, es decir, la salvación que se realiza en Cristo es un don que viene de él, el Padre de las luces. Para obtener la salvación, no es suficiente escuchar esta palabra. Para que pueda producir frutos abundantes, hay que escucharla con docilidad (v. 21), es decir, con buena disposición. Si el corazón no se abre a la verdad, esta palabra, como la semilla que cae sobre roca, languidece y se seca.

 

Incluso la escucha dócil y atenta es insuficiente. Hay que dar un último paso, el decisivo: poner en práctica la Palabra.

 

La escucha que no cambia la vida es inútil, es comparable al comportamiento insensato de quien contempla el propio rostro reflejado en un espejo, se da cuenta de su suciedad, pero se aleja sin haberse lavado (vv. 23-24). La palabra de Dios es el espejo que revela los rasgos que nos hacen semejantes al Padre que está en los cielos, pero también destaca las fealdades que nos deforman y que deben ser corregidas a fin de ser cada vez más atractivas a los ojos de Dios y de los hombres.

 

Por último, para aquellos que confunden la religión del corazón con el formalismo y la ejecución meticulosa de los ritos, Santiago ofrece el criterio para saber si se está practicando la verdadera religión, la auténtica: “cuidar de huérfanos y de viudas en su necesidad y no dejarse contaminar por el mundo” (v. 27).

 

En la Biblia, las viudas y los huérfanos representan cualquier persona en necesidad. La escucha de la Palabra de Dios lleva a asimilar los sentimientos y la premura del Señor para con los más débiles. Para practicar esta religión es necesario –continúa Santiago– mantenerse puros, es decir, despegado de los bienes de este mundo. El egoísta, el que acumula bienes para sí mismo y no los comparte con los necesitados no es todavía un verdadero discípulo. Los sacrificios que agradan al Señor, de hecho, son “la caridad y el compartir los bienes” (cf. Heb 13,16).

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Evangelio: Marcos 7,1-8.14-15.21-23

 

7,1: En aquel tiempo se acercaron a Jesús un grupo de fariseos y algunos letrados venidos de Jerusalén. 7,2: Vieron que algunos de sus discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavárselas 7,3: porque los fariseos y los judíos, en general, no comen sin antes lavarse cuidadosamente las manos, observando la tradición de sus mayores; 7,4: y si vuelven del mercado, no comen si no se lavan totalmente; y observan otras muchas reglas tradicionales, como el lavado de copas, jarras y ollas y mesas. 7,5: De modo que los fariseos y los letrados le preguntaron: ¿Por qué no siguen tus discípulos la tradición de los mayores, sino que comen con manos impuras? 7,6: Les respondió: Qué bien profetizó Isaías de la hipocresía de ustedes cuando escribió: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; 7,7: el culto que me dan es inútil, ya que la doctrina que enseñan son preceptos humanos. 7,8: Ustedes descuidan el mandato de Dios y mantienen la tradición de los hombres. 7,14: Llamando de nuevo a la gente, les dijo: Escuchen todos y entiendan. 7,15: No hay nada afuera del hombre que, al entrar en él, pueda contaminarlo. Lo que lo hace impuro, es lo que sale de él. 7,21: De dentro, del corazón del hombre salen los malos pensamientos, fornicación, robos, asesinatos, 7,22: adulterios, codicia, malicia, fraude, desenfreno, envidia, blasfemia, arrogancia, desatino. 7,23: Todas estas maldades salen de dentro y contaminan al hombre. Palabra del Señor

 

 

Después de meditar durante cinco domingos consecutivos el discurso de Jesús sobre el pan de vida, retomamos la lectura del Evangelio de Marcos que nos acompañará hasta el final del año litúrgico.

En el pasaje de hoy se plantea un tema que toca un elemento central de la religión judía: las purificaciones. Para los antiguos, el mundo aparecía dividido en dos esferas contrapuestas, una pura en la que actuaban las fuerzas de la vida, y la otra impura donde estaban presentes los gérmenes de la muerte.

 

Los israelitas consideran impuro todo lo que de alguna manera hubiera estado en contacto con los ídolos inanimados, incapaces de favorecer la vida, monopolio del “Dios vivo y verdadero” (1 Tes 1,9). Su repugnancia instintiva hacia el mundo de la idolatría, se manifestaba en formas extremas de separación. Cuando, por ejemplo, entraban en la posesión de un campo que pertenecía a un extranjero, no comían los frutos durante cinco años, a la espera de que todo rastro de impurezas hubiera definitivamente desaparecido (cf. Lev 19,23).

 

Inmundos eran los paganos, llamados “perros”, epíteto que aparece incluso en los labios de Jesús (cf. Mc 7,27). Israel era el pueblo de los santos (cf. Dt 7,6) y santo era, sobre todo, el templo en que Señor había establecido su morada.

 

Todo contacto con paganos o con objetos tocados por ellos, era una fuente de impurezas y requería purificaciones rigurosas. En este sentido, las disposiciones de los rabinos eran muy minuciosas, no descuidaban ningún detalle, especificaban cuál era el nivel de impureza y qué ablución concreta era necesario realizar; distinguían los diferentes tipos de agua a utilizar, explicaban cómo debían practicarse las abluciones sobre los artículos adquiridos en el mercado antes de utilizarlos. El desconocimiento de estas normas era inexcusable y, por tanto, fuente de maldición (cf. Jn 7,49). Cada transgresión era considerada una infidelidad a Dios y a las tradiciones sagradas.

 

En la primera parte del texto (vv. 1-8) se presenta la acalorada disputa entre Jesús y algunos fariseos y escribas venidos de Jerusalén. El reproche que éstos le hacían era que sus discípulos no respetaban la distinción entre lo sagrado y lo profano: “algunos de sus discípulos comían con manos impuras” (v. 2) y este comportamiento desenvuelto y provocativo, pensaban, no lo podían haber aprendido sino de su maestro.

 

La acusación no se refería al descuido de las normas higiénicas, sino a la falta del gesto ritual que debía realizar, después de haber tomado un baño cualquier persona que quería mantener las distancias de los paganos, rechazados por Dios.

 

¿De dónde procedían estas rígidas disposiciones y obsesiva observancia? De la “tradición de los antiguos”, de aquellas enseñanzas de los rabinos a las que se atribuía el mismo valor que a la palabra de Dios contenida en las Sagradas Escrituras.

 

La Biblia prescribe que, antes de comer la carne de los sacrificios del templo, el sacerdote se debe lavar las manos y los pies (cf. Ex 30,17-21), pero algunos grupos de laicos, gente particularmente devota, habían adoptado también en sus propias casas las costumbres de los banquetes sagrados de los sacerdotes y, poco a poco, esta práctica se había generalizado, dando lugar a la creencia de que el precepto había sido dictado por el Señor. La fórmula que se solía recitar era la siguiente: “Bendito seas, Señor, Dios nuestro, Rey del mundo, que nos has santificado con tus mandamientos y nos has mandado lavarnos las manos”.

 

Los guías espirituales habían bendecido esta tradición, asimilándola a la ley de Dios, a aquella ley que –como señalamos en la primera lectura (cf. Dt 4,2)– no debía ser alterada de ninguna manera, que no admitía cortes ni añadiduras.

 

Si estas reglas se hubieran enmarcado en la perspectiva correcta, no habrían constituido un factor particularmente negativo: eran simplemente la expresión de una necesidad, estudiada a fondo por la ciencia psicológica moderna, de recurrir a ciertas prácticas para exorcizar fobias provocadas por lo diferente, por lo que se considera una amenaza para la propia identidad. Se volvieron peligrosas cuando fueron equiparadas a la palabra de Dios, provocando una distorsión del rostro del Señor y de la relación con él. Las consecuencias fueron las mismas que podemos verificar también hoy cuando esta equiparación, a menudo inconscientemente, se vuelve a introducir. Veamos.

 

La primera consecuencia, muy seria, es atribuir a Dios la distinción entre personas puras e impuras, entre justos y pecadores. Esta discriminación y las consiguientes normas para evitar contactos prohibidos, llevan al aislamiento, desencadenan intolerancias y ponen en movimiento dinámicas perversas de agresión. No son queridas por Dios, para quien todas las personas son puras (cf. Hch 10) y no hay diferencias de raza, género y condición social (cf. Gal 3,28). También la separación entre criaturas puras e inmundas, entre lugares sagrados y profanos, no es deseada por el Señor, sino por hombres. Él “ama a todos los seres y no aborrece nada de lo que ha hecho” (Sab 11,24).

 

“En el juicio de Dios –enseñaban los rabinos– el hombre tendrá que dar cuenta a Dios de todo aquello en que su ojo haya encontrado placer y no lo haya gozado”. En estas palabras se refleja la mentalidad serena del hombre bíblico que goza de la belleza de la creación y da gracias a Dios por la comida, el vino, la salud, la belleza, la sexualidad y por todos los dones que ha recibido del Señor (cf. Dt 8,10).

 

Equiparar la “tradición de los ancianos” a la voluntad de Dios, implica un segundo y grave problema: absolutizar las prácticas rituales. Quien cree que han sido establecidas por el Señor, las cumple escrupulosamente y termina por auto-convencerse de estar ya en buenas relaciones con Dios y con los hermanos.

 

Los rabinos más sabios habían percibido ya este peligro, habían denunciado la insuficiencia de estas prácticas y llamado a la conversión del corazón. Los monjes de Qumrán, a pesar de hacer uso abundante de rituales de purificación, enseñaban: “No se pueden santificar los lagos y los ríos ni purificarse con cualquier lavado de agua. Impuro se permanece mientras sean despreciados los mandamientos de Dios”.

 

Jesús se sitúa en esta línea espiritual de los profetas y maestros piadosos de su tiempo; apunta a la renovación de la vida y toma una posición estricta contra la religión reducida a la observancia de un código legal. Dice que a Dios no le interesa la pureza externa, los formalismos, las liturgias solemnes del templo, las apariencias. Al igual que los profetas (cf. Am 5,21-27; Is 1,11-20; 58,1-14), condena sin reservas esta “farsa religiosa” y, citando a Isaías, declara: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan es inútil, ya que la doctrina que enseñan son preceptos humanos” (vv. 6-7).

 

El evangelista Mateo refiere otra palabra profética a la que parece que Jesús solía recurrir en sus diatribas con los partidarios del culto a las tradiciones: “Vayan a aprender lo que significa: Misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 9,13; 12,7).

 

En el pasaje de hoy, los que divinizan estas tradiciones son calificados de hipócritas, es decir, actores, comediantes que se cubren el rostro con la máscara de la religiosidad, la devoción, la docilidad, que se comportan como personas piadosas, pero descuidando el único culto agradable a Dios, el amor por su hermano, honran al Señor sólo con palabras y con sus labios, pero no con el corazón (cf. Dt 6,5).

 

Los evangelistas no hubieran conservado estas duras palabras del Maestro si no hubieran adivinado la perenne actualidad del riesgo de introducir en la iglesia este culto hipócrita, con el consiguiente peligro de poner al mismo nivel la ley de Dios y las tradiciones de los hombres.

 

La observancia rigurosa de normas claras y bien definidas suele producir la sensación de haber cumplido con el propio deber y, por tanto, de estar ya en buenas relaciones con el Señor; el peligro está en que puede inducirnos a pensar que el crédito es nuestro.

 

Construir la propia vida en la libertad de los hijos de Dios, estar siempre disponible para el hermano es más difícil. Las necesidades de las personas cambian y quien ama tiene que estar preguntándose continuamente qué es lo que hay que hacer en este momento, qué se le pide y qué espera el hermano de él. El amor no viene dictado por normas, sino que se reinventa sobre la marcha, requiere fantasía, atención, disponibilidad incondicional.

 

La religión del corazón puede ser practicada sólo por quien ha llegado a tener una fe adulta y madura, por quien es libre, sincero, abierto a la luz de Dios y a los impulsos del Espíritu. “Los recién nacidos en Cristo” (cf. 1 Cor 3,1) temen el riesgo, prefieren recibir instrucciones precisas y minuciosas, aunque en lo íntimo de su corazón se den cuenta de que esta religión no es liberadora, no comunica alegría y serenidad interior, sino sólo tensiones y ansiedades.

 

En la segunda parte del pasaje (vv. 14-23) Jesús establece los criterios para distinguir entre las acciones puras e impuras. Aquellas que contaminan a la persona no vienen de fuera, sino de dentro, del corazón.

 

El elenco de los doce vicios (seis en plural y seis en singular) que hacen impuras a las personas, indica cuáles son los puntos de un buen examen de conciencia para quienes se consideran cristianos practicantes. Lo que hace que una acción sea buena o mala no es la conformidad o disconformidad con una norma, sino el hecho de estar a favor o en contra del hombre. Y lo que viene afirmado acerca de los alimentos, vale también para todos los preceptos derivados de las “tradiciones de los antiguos”.

 

En el centro de la escalinata que introducía al templo de Jerusalén por el lado sur, se colocaban numerosos recipientes para la purificación de los sacerdotes y peregrinos que subían a ofrecer sacrificios. Estos recipientes ya no sirven para el cristiano; Jesús pide a sus discípulos solamente la pureza de corazón. A la pregunta: “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sagrado?”, Jesús, no el salmista, respondería: “El de manos inocentes y corazón puro” (Sal 24,1-2) y añade: “Si mientras llevas tu ofrenda al altar te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja la ofrenda delante del altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y después vuelve a llevar tu ofrenda” (Mt 5,23-24). Sólo el que está en paz con el hermano, es puro y puede acercarse a Dios.

 

Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini

con el comentario para el evangelio de hoy:

https://youtu.be/TXRy2R9kj0o

 

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