Pentecostés – 9 de junio de 2016 – Año C

El Espíritu:

esperanza de un mundo nuevo

 

Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini

con el comentario para el evangelio de hoy:

 

Introducción

 

Los fenómenos naturales que más impresionan la fantasía del hombre –el fuego, el relámpago, el huracán, el terremoto, los truenos– son empleados en la Biblia para narrar las manifestaciones de Dios. También para representar la efusión del Espíritu del Señor los autores sagrados recurren a estas imágenes. Han dicho que el Espíritu es soplo de vida (cf. Gn 2,7, lluvia que riega la tierra y transforma el desierto en un jardín (cf. Is 32,15; 44,3), fuerza que da vida (cf. Ez 37,1-4), trueno del cielo, viento que sopla poderoso, fragor, lenguas de fuego (cf. Hch 2,1-3). Son todas imágenes vigorosas que sugieren la idea de una incontenible explosión de fuerza.

 

La llegada del Espíritu viene acompañada siempre de cambios extraordinarios, transformaciones radicales: caen barreras, se abren puertas de par en par, tiemblas todas las torres construidas por manos del hombre y proyectadas por la “sabiduría de este mundo”, surgen iniciativas y se toman decisiones valientes. Quien está insatisfecho y aspira a la renovación del mundo y del hombre, puede contar con el Espíritu: nada resiste a su fuerza.

 

Un día el profeta Jeremías, triste y descorazonado se ha preguntado a sí mismo: “¿Puede un etíope mudar de piel y una pantera de pelaje?”, igual ustedes: “¿podrían hacer el bien habituados como están a obrar el mal?” (Jr 13,23). Sí, se le puede responder, todo prodigio es posible allí donde irrumpe el Espíritu de Dios.

 

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

“El Espíritu del Señor llena el universo y renueva la faz de la tierra”.

 

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1° Lectura | 2° Lectura | Evangelio

 

Primera Lectura: Hechos de los Apóstoles 2,1-11

 

Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos. 2,2: De repente vino del cielo un ruido, como de viento huracanado, que llenó toda la casa donde se alojaban. 2,3: Aparecieron lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. 2,4: Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, según el Espíritu les permitía expresarse. 2,5: Residían entonces en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todos los países del mundo. 2,6: Al oírse el ruido, se reunió una multitud, y estaban asombrados porque cada uno oía a los apóstoles hablando en su propio idioma. 2,7: Fuera de sí por el asombro, comentaban: ¿Acaso los que hablan no son todos galileos? 2,8: ¿Cómo es que cada uno los oímos en nuestra lengua nativa? 2,9: Partos, medos y elamitas, habitantes de Mesopotamia, Judea y Capadocia, Ponto y Asia, 2,10: Frigia y Panfilia, Egipto y los distritos de Libia junto a Cirene, romanos residentes, 2,11: judíos y prosélitos, cretenses y árabes: todos los oímos contar, en nuestras lenguas, las maravillas de Dios. – Palabra de Dios

 

 

Jesús ha prometido a sus discípulos que no les dejaría solos y que enviaría al Espíritu Santo (cf. Jn 14,16.26). Hoy celebramos la fiesta del don del Resucitado. Los numerosos “prodigios” que nos narra el pasaje de los Hechos, acaecidos en el día de Pentecostés, nos dejan totalmente sorprendidos: truenos y viento impetuoso, llamas que descienden del cielo, los apóstoles hablando todas las lenguas.

 

¿Por qué ha esperado Jesús cincuenta días para enviar a sus discípulos el Espíritu Santo? Para comprender esta página de teología (no de crónica) debemos adentrarnos un poco en el lenguaje simbólico empleado por el autor.

 

Lucas coloca la venida del Espíritu en el día de Pentecostés. Juan, por otra parte, nos dice en el evangelio de hoy dice que Jesús comunicó su Espíritu en el mismo día de la resurrección (cf. Jn 20,22). ¿Como se explica la discordancia entre las dos fechas?

 

Digámoslo de inmediato claramente desde el principio: el misterio pascual es único. Muerte, Resurrección, Ascensión y don del Espíritu han tenido lugar en el mismo instante, en el momento de la muerte de Jesús. Narrando lo sucedido en el Calvario aquel viernes santo, Juan dice que, inclinando la cabeza, Jesús entregó el Espíritu (Jn 19,30).

 

¿Por qué, entonces, este único, inefable, sublime misterio pascual ha sido presentando por Lucas como si hubiera sucedido en tres momentos sucesivos? Lo ha hecho para ayudarnos a comprender sus múltiples dimensiones.

 

Juan ha puesto la efusión del Espíritu en el día de Pascua para hacer ver que el Espíritu es un don del Resucitado. Ahora veamos porque Lucas pone el episodio en la fiesta de Pentecostés.

 

Pentecostés era una fiesta hebraica muy antigua que se celebraba cincuenta días después de la Pascua: conmemoraba la llegada del pueblo de Israel al monte Sinaí. Todos sabemos lo acaecido en aquel lugar: Moisés ha subido al monte, se ha encontrado con Dios y ha recibido la Ley para trasmitirla a su pueblo.

 

Los israelitas se sentían orgullosos de este don. Decían que Dios había ofrecido la Ley a otros pueblos antes que a ellos, pero que éstos la habían rechazado, prefiriendo sus vicios y desenfrenos. Para agradecer a Dios por esta predilección, los israelitas habían instituido una fiesta: Pentecostés. 

 

Diciendo que el Espíritu había descendido sobre los discípulos justamente en el día de Pentecostés, Lucas quiere enseñarnos que el Espíritu ha substituido a la antigua ley, convirtiéndose en la nueva ley para el cristiano.

 

Para explicar lo que quiere decir el evangelista, recurramos a una comparación. Un día Jesús ha dicho: “¿Se cosechan higos de los espinos o uvas de los cardos?” (Mt 7,16). Sería insensato imaginar que cuidando con premura un cardo, podándolo, creando alrededor un clima más suave, podría llegar a producir uva. No obstante, si –con un prodigio de ingeniería genética– se llegase a trasformar un cardo en vid, entonces no sería necesaria ninguna intervención externa. El cardo produciría espontáneamente uvas.

 

Antes de recibir la efusión del Espíritu, el mundo era como un gran cardo. Dios había dado a los hombres óptimas indicaciones –un decálogo, preceptos, innumerables consejos– y esperaba frutos, obras de justicia y de amor (cf. Mt 21,18-19), pero éstos no llegaron porque el árbol seguía siendo malo y “no hay árbol podrido que dé fruto sano…el hombre malo saca lo malo de la maldad” (Lc 6,43.45).

 

¿Qué ha hecho entonces Dios? Ha decidido cambiar el corazón de los hombres. Con un corazón nuevo –ha pensado– los hombres no tendrían necesidad de una ley externa, harían el bien siguiendo los impulsos procedentes de su interior.

 

He aquí lo que es la ley del Espíritu: es el corazón nuevo, es la vida de Dios que, entrando en el hombre, lo trasforma y, de cardo, lo convierte en árbol fecundo capaz de producir espontáneamente las obras de Dios.

 

Cuando el hombre está lleno del Espíritu, algo inaudito tiene lugar en él: ama con el mismo amor de Dios. Desde ese momento “no tendrá mas la necesidad de que nadie le enseñe” (1 Jn 2,27), no necesitará otra ley. Juan llega hasta decir que el hombre animado por el Espíritu es ya incapaz de pecar: “Nadie que sea hijo de Dios comete pecado, porque permanece en él la semilla de Dios; y no puede pecar, porque ha sido engendrado por Dios” (1 Jn 3,9).

 

¿Y respecto al ruido huracanado, al viento, al fuego? está claro su significado: veamos el libro de Éxodo donde se nos refiere los fenómenos que han acompañado al don de la antigua ley: “Al tercer día por la mañana hubo truenos y relámpagos y una nube espesa se posó sobre el monte, mientras el toque de trompeta crecía en intensidad y todo el pueblo se puso a temblar” (Éx 19,16). “Todo el pueblo percibía los truenos y relámpagos, el sonar de la trompeta y la montaña humeante” (Éx 20,18).

 

Los rabinos decían que en monte Sinaí, el día de Pentecostés, cuando Dios había dado la Ley, sus palabras habían tomado la forma de setenta lenguas de fuego para indicar que la Torah estaba destinada a todos los pueblos de la tierra (que en aquel tiempo se pensaba que éstos eran justamente setenta).

 

Si la antigua ley había sido dada en medio a truenos, relámpagos y llamas de fuego… ¿cómo hubiera podido Lucas presentar de modo diverso el don del Espíritu Santo – la nueva ley? Para hacernos comprender debía emplear las mismas imágenes.

 

¿En cuanto a las muchas lenguas habladas por los apóstoles? Probablemente Lucas hace alusión a un fenómeno muy común en la iglesia primitiva: después de haber recibido el Espíritu, los creyentes comenzaban a alabar a Dios en un estado de exaltación y, como en éxtasis, balbuceaban palabras extrañas en otras lenguas.

 

Lucas ha utilizado este fenómeno en un sentido simbólico, para enseñar la universalidad de la iglesia. El Espíritu es un don destinado a todos los hombres y a todos los pueblos. Frente a este don de Dios, se desploma toda barrera de lengua, raza y tribu. En el día de Pentecostés, sucede todo lo contrario de lo acaecido en la torre de Babel (cf. Gn 11,1-9).

 

Allí donde los hombres comenzaron a no entenderse entre sí y a alejarse los unos de los otros. En Pentecostés el Espíritu pone en marcha un movimiento opuesto: reúne a todos aquellos que estaban dispersos.

 

Quien se deja guiar por la palabra del evangelio y por el Espíritu Santo, habla una lengua que todos comprenden y que a todos une: el lenguaje del amor. Es el Espíritu el que transforma la humanidad en una única familia donde todos se entienden y se aman.

 

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Segunda Lectura: Romanos 8,8-17

 

Hermanos, los que se dejan arrastrar por ellos no pueden agradar a Dios. 8,9: Pero ustedes no están animados por los bajos instintos, sino por el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece. 8,10: Pero si Cristo está en ustedes, aunque el cuerpo muera por el pecado, el espíritu vivirá por la justicia. 8,11: Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de la muerte habita en ustedes, el que resucitó a Cristo de la muerte dará vida a sus cuerpos mortales, por el Espíritu suyo que habita en ustedes. 8,12: Hermanos, no somos deudores de los bajos instintos para vivir a su manera. 8,13: Porque, si viven de ese modo, morirán; pero, si con el Espíritu dan muerte a las bajas acciones, entonces vivirán. 8,14: Todos los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. 8,15: Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos que nos permite llamar a Dios Abba, Padre. 8,16: El Espíritu atestigua a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. 8,17: Si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios, coherederos con Cristo; si compartimos su pasión, compartiremos su gloria. – Palabra de Dios

 

 

Los rabinos del tiempo de Pablo sostenían que dos inclinaciones se disputan al hombre, arrastrándolo en direcciones opuestas. La buena se manifiesta solamente a la edad de trece años; la mala está presente desde la concepción y ejerce su poder desde que el hombre es todavía un embrión.

 

Para hacerle frente sugerían un antídoto: ocuparse de la Torah, de la Ley de Dios. “Cuando una tentación despreciable les sale al encuentro, condúzcanla a la casa donde se estudia la Torah y se volverá inocua”. Pablo es más pesimista. En la Carta a los gálatas compone una dramática lista de obras que se derivan de la inclinación al mal, de esa fuerza malvada que él llama “carne”: “fornicación, indecencia, libertinaje, idolatría, superstición, enemistades, peleas, envidias, ambición, discordias, sectarismos, celos, borracheras, comilonas (Gál 5,19-21). Diverge de los rabinos porque sostiene que los impulsos de la carne no pueden ser derrotados o hechos inofensivos por el conocimiento de la Torah. 

 

El hombre se encuentra, por tanto, en una situación desesperada porque: “no hago lo que quiero, sino que hago lo que detesto…en mi interior me agrada la ley de Dios, en mis miembros descubro otra ley que lucha contra la ley de la razón y me hace esclavo de la ley del pecado que habita en mis miembros” (Rom 7,14-23). Frente a esta incapacidad de mantenerse fiel a Dios, Pablo exclama: “¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de esta condición mortal? (Rom 7,24). No ciertamente la Ley, responde, porque aun siendo santa no comunica al hombre la fuerza interior para resistir al mal. La Ley se puede comparar a las señales de la carretera para quien se encuentra con su coche averiado y sin gasolina; no pueden proporcionales ninguna ayuda, están ahí para recordarle al conductor lo triste de su situación y lo lejos que está de su destino.

 

Solo el don de una fuerza divina puede cambiar radicalmente la situación. Y es aquí donde Pablo introduce el discurso del Espíritu que, penetrando hasta lo más íntimo de la persona, trasforma el corazón, comunica energía de vida, infunde la capacidad de ser fiel a Dios. La consecuencia de esta transformación es la liberación de la esclavitud del pecado. 

 

En la primera parte de la lectura de hoy (vv. 8-10), el Apóstol desarrolla este pensamiento y saca las consecuencias morales. Ahora, recuerda a los cristianos de Roma, no están ya a la merced de la carne sino que están siendo movidos por el Espíritu de Cristo. Los que, por el contrario, cierran el corazón al Espíritu, no pueden agradar a Dios y no pertenecen a Cristo.

 

En la segunda parte de la lectura (v. 11) Pablo constata otro extraordinario efecto de la presencia en el hombre del Espíritu de Cristo: la derrota definitiva de la muerte. Es verdad que la vida bilógica está destinada un día a marchitarse, pero no será el fin de todo. El Espíritu que resucitó a Jesús y que habita en nosotros dará la vida eterna a nuestros cuerpos mortales. 

 

El Apóstol llama de nuevo la atención a las consecuencias morales que se derivan de la condición nueva de quien se ha revestido del Espíritu de Cristo (vv. 12-13). Del bautizado, dice, se esperan obras en sintonía con la vida divina que existe en él. Si continuara a vivir según la carne, tomaría decisiones de muerte. Después, con palabras conmovedoras, recuerda al cristiano que no es ya más una simple criatura, no es un esclavo sometido al amo, sino un hijo porque ha recibido del Señor su misma vida. 

 

Dios no solo ha puesto su tienda entre nosotros, sino que nos ha envuelto en su vida, como explica Pedro a los cristianos de sus comunidades: “El poder divino nos ha otorgado todo lo que necesitamos para la vida…las promesas más grandes y valiosas para que por ellas participen de la vida divina” (2 Pe 1,3-4). El impulso interior de Espíritu Santo hace estallar de incontenible gozo el corazón, haciéndole exclamar: “Abba, Padre” (v. 15). 

 

A este punto, Pablo siente la necesidad de aclarar la diferencia entre la filiación del Unigénito, Cristo, y la nuestra (vv. 16-17). Lo hace recurriendo a la imagen de la filiación adoptiva, una institución desconocida en Israel pero difundida en el mundo greco-romano donde quien venía adoptado gozaba de los mismos derechos que los hijos naturales, incluida la participación en la herencia familiar.

 

De manera semejante, pero mucho más verdaderamente –aclara Pablo– es introducido el hombre por Dios en su “familia”: le es ofrecida gratuitamente una filiación plena y la misma “herencia”, la misma bienaventuranza de la que goza el Unigénito del Padre.

 

La condición de hijos de Dios es maravillosa, no obstante, como recuerda Juan en su Carta, “ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando aparezca, seremos semejantes a él y lo veremos como él es” (1 Jn 2,2). 

 

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Evangelio: Juan 14,15-16.23b-26

 

Si me aman, cumplirán mis mandamientos; 14,16: y yo pediré al Padre que les envíe otro Defensor que esté siempre con ustedes: –Si alguien me ama cumplirá mi palabra, mi Padre lo amará, vendremos a él y habitaremos en él. 4,24: Quien no me ama no cumple mis palabras, y la palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió. 4,25: Les he dicho esto mientras estoy con ustedes. 4,26: El Defensor, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que [yo] les he dicho. – Palabra del Señor

 

 

Estamos en la última cena y los discípulos se han dado cuenta ya que Jesús está a punto de dejarles. Sus corazones están turbados y se preguntan tristemente qué sentido podrá tener vivir sin él. Jesús los tranquiliza asegurándoles, ante todo, a mantenerse fieles a su propuesta de vida (v. 15). El amor será la señal de que están en sintonía con él. Después, les promete que no los dejará solos, sin protección y sin guía. Rezará al Padre y éste les enviará “otro defensor que esté siempre con ustedes” (v. 16).

 

Es la promesa del don del Espíritu Santo que Jesús posee ya en plenitud (cf. Lc 4,1.14.18) y que será derramado sobre los discípulos. El Espíritu es llamado Consolador, pero esta palabra no es una muy buena traducción del griego parákletos. Paracleto es un término tomado del lenguaje forense e indica aquel que es llamado al lado del acusado, el defensor, el socorredor de quien se encuentra en dificultad. En este sentido, también Jesús es paráclito, como nos recuerda Juan en su primera carta: “Hijos míos, les escribo esto para que no pequen. Pero si alguien peca, tenemos un abogado (paráclito) ante el Padre, Jesucristo, el Justo” (1 Jn 2,1).

 

Jesús es paráclito en cuanto abogado nuestro ante el Padre, no porque nos defiende de la ira de Dios –el Padre nunca está en contra nuestra sino siempre a nuestro favor– sino porque nos protege de nuestro acusador, de nuestro adversario, el pecado. El enemigo es el pecado y Jesús sabe cómo reducirlo a la impotencia. 

 

Ahora promete otro paráclito que no tiene la tarea de substituirle a él, sino la de llevar a cumplimiento su misma misión. El Espíritu es paráclito porque viene en auxilio de los discípulo en su lucha contra el mundo, es decir, contra las fuerzas del mal (cf. Jn 16,7-11).

 

En este punto surge una pregunta: si el Paráclito es un defensor tan potente ¿por qué sigue prevaleciendo el mal sobre el bien, porqué nos domina el pecado tan frecuentemente? También los cristianos del Asia Menor a finales del siglo primero se preguntaban por qué el mundo nuevo no se imponía inmediatamente y de modo prodigioso. A estas dudas e incertidumbres Jesús contesta: “Si alguien me ama cumplirá mi palabra, mi Padre le amará, vendremos a él y habitaremos en él” (v. 23). 

 

Jesús quiere manifestarse, juntamente con el Padre, no a través de milagros, sino viniendo a morar entre sus discípulos. Los israelitas retenían que el lugar de la presencia de Dios era el templo de Jerusalén. Sin embargo, ya en tiempos del rey Salomón había surgido la duda de que una casa construida por manos de hombres pudiera contener al Señor del universo (cf. 2 Re 8,27). Dios había prometido por boca de los profetas que vendría a habitar en medio de su pueblo: “Festeja y aclama, joven Sion, que yo vengo a habitar en ti” (Zc 2,14). No se refería a un santuario material. Es en el hombre Jesús en quien Dios ha realizado la promesa y se ha hecho presente (Cf. Jn 1,1-14). Ahora, asegura Jesús, Dios establece su morada y se hace visible en aquel que ama como él ha amado. Por esto no es difícil reconocer si y cuándo está presente en un hombre el maligno y cuándo, por el contrario, están presenten y actúan Jesús y el Padre. 

 

En el último versículo Jesús promete el Espíritu Santo, el Paráclito “que les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho” (v. 26). Jesús ha dicho todo, no se ha olvidado de nada, sin embargo es necesario que el Espíritu continúe a enseñar porque el Señor no ha podido explicitar todas las consecuencias y las aplicaciones concretas de su mensaje. En la historia del mundo, él lo sabía, los discípulos se encontrarían con situaciones e interrogantes siempre nuevos a los que tendrían que responder de acuerdo con el evangelio. Jesús asegura: si se mantienen en sintonía con los impulsos del Espíritu presente en ustedes, encontrarán siempre la respuesta conforme a su enseñanza.

 

El Espíritu pedirá frecuentemente cambios de rumbo, tan inesperados como radicales, pero no conducirá por caminos diferentes a los indicados por Jesús. A la luz de la Escritura, el verbo enseñar tiene, sin embargo, un sentido más profundo. El Espíritu no enseña como el profesor cuando imparte sus lecciones en clase. Él enseña de manera dinámica, se convierte en impulso interior, conduce de modo irresistible hacia la dirección justa, estimula al bien, induce a tomar decisiones de acuerdo con el Evangelio.

 

“El Espíritu… los guiará hasta la verdad plena” (Jn 16,13), afirma Jesús una vez más durante la última cena, y en su primera Carta, Juan explica: “Conserven la unción que recibieron de Jesucristo y no tendrán necesidad de que nadie les enseñe; porque su unción que es verdadera e infalible los instruirá a cerca de todo. Ahora, hijitos, permanezcan con él” (1 Jn 2,27).

 

La segunda tarea del Espíritu es la de recordar. Hay muchas palabras de Jesús que, aun encontrándose en los evangelios, corren el riesgo de pasar desapercibidas u olvidadas. Eso ocurre, sobre todo, con aquellas propuestas que no son fáciles de asimilar porque contradicen el “sentido común” del mundo. Son éstas las que tienen necesidad de ser recordadas continuamente.

 

 

Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini

con el comentario para el evangelio de hoy:

https://youtu.be/yfWcnkLoNRU

 

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