19º domingo del tiempo ordinario – 11 de agosto de 2019 – Año C

Enriquecerse haciéndose pobre

 

Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini

con el comentario para el evangelio de hoy:

 

Introducción

 

¡Cuánta expectación para una fiesta! Meses de trabajo con el fin de preparar un fugaz día de gozo y esparcimiento que, la mayoría de las veces, delude las expectativas dejando caras melancólicas y tristes.

 

Así es la vida: después de tantos esfuerzos para construirnos un futuro éste acaba siendo, frecuentemente, un espejismo inalcanzable. El agricultor insensato del pasado domingo es un ejemplo de ello: ha trabajado duro, ha tenido mucha suerte pero, al final, cuando se dijo a sí mismo que había llegado el tiempo de gozar de lo acumulado, ha visto cómo se desvanecía como el humo todo el fruto de su trabajo. ¡Tanto fatigar para nada!

 

Los bienes ofrecen una sensación de seguridad, prometen satisfacer cada necesidad, cada deseo, cada capricho, lo cual hace saltar un mecanismo psicológico que nos lleva a acumular y a idolatrar lo acumulado. La riqueza se presenta sólida, indestructible, duradera, sobrevive a quien la posee. En realidad, nos engaña, nos quita todo y nos deja con las manos vacías.

 

El sabio Qohelet amonestaba: “El que ama el dinero, siempre quiere más y el avaro no lo aprovecha…Aumentan los bienes y aumentan los que se los comen, y lo único que saca el dueño es verlo con los ojos” (Ecl 5,9-10).

 

¿Cómo evitar encontrarnos en esta situación al término de la propia vida? Jesús afirma repetidas veces: Vende todo y distribuye lo recaudado entre los pobres. ¿Cómo interpretar estas palabras? ¿Se da cuenta el Señor de que nos está pidiendo renunciar a lo que constituye la alegría de nuestro corazón? ¿Viene a desmantelar todas nuestras seguridades? 

 

Sí, y lo desmantela todo para hacernos bienaventurados.

 

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

“¡Cuántas veces ha venido ya el Señor y no me he hecho el encontradizo! Pero vendrá otra vez”. 

 

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1° Lectura | 2° Lectura | Evangelio

 

Primera Lectura: Sabiduría 18,3.6-9

 

Aquella noche se les anunció de antemano a nuestros padres para que tuvieran ánimo, al conocer con certeza la promesa de que se fiaban. 18,7: Tu pueblo esperaba ya la salvación de los justos y la perdición de los enemigos, 18,8: pues con una misma acción castigabas a los adversarios y nos honrabas llamándonos a ti. 18,9: Los piadosos, hijos de los buenos, ofrecían sacrificios a escondidas y, de común acuerdo, se imponían esta ley sagrada: que todos los santos serían solidarios en los peligros y en los bienes, y empezaron a entonar las alabanzas de los padres. – Palabra de Dios

 

 

Solemos dedicar calles, plazas, monumentos, jornadas conmemorativas a los personajes y acontecimiento más significativos de la historia. Se recuerda a héroes, descubridores, científicos, fechas importantes. ¿Por qué esta mirada al pasado? ¿Por qué se cumplen estos “ritos”, se pronuncian discursos, se organizan desfiles, se participa en ceremonias oficiales? Se hace, evidentemente para no olvidar. Se recuerda al pasado para saber cómo conducirnos en el presente. También el pueblo de Israel en los momentos más difíciles de su historia, cuando se ha visto explotado y oprimido, ha recuperado la confianza mirando a su pasado. Tomando conciencia de que su Dios lo había siempre protegido y liberado de la esclavitud, se sentía confortado, afrontaba con renovado vigor las adversidades del presente y miraba al futuro con optimismo.

 

Israel es un pueblo que ama recordar. Recuerda, sobre todo, los prodigios del Éxodo. En la lectura de hoy encontramos una conmovedora presentación de algunos de ellos. Nos relata que, mientras los egipcios estaban envueltos en tinieblas, los israelitas eran acompañados por una columna de fuego; el Señor mismo les guiaba por caminos desconocidos (v. 3). En la noche en que han dejado atrás la tierras del faraón, los justos han sido salvados y los impíos exterminados. (vv. 6-7). He aquí la razón por la que los israelitas han decidido reunirse cada año para celebrar, en la noche de Pascua, estos acontecimientos gloriosos. Cuando reflexionan en lo que Dios ha hecho por ellos, sienten brotar de su corazón cantos de alabanzas y de acción de gracias y florecer la misma confianza que llenó el corazón de sus padres. (v. 9).

 

El comportamiento de Israel es una invitación a los cristianos a hacer lo mismo, a “recordar”, a “hacer memoria” del acontecimiento en que Dios ha manifestado todo su amor y toda su fidelidad: La Pascua. En la muerte y resurrección de Cristo, el Padre ha revelado todo su amor. Acogiendo Jesús en la gloria, ha asegurado que también la historia de todo hombre y mujer, aunque marcada por acontecimientos absurdos y dramáticos, se concluirá de manera gloriosa. 

 

Mirando al pasado, se puede intuir qué futuro de gozo tiene reservado Dios para la humanidad. 

 

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Segunda Lectura: Hebreos 11,1-2.8-19

 

La fe es la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve. 11,2: Por ella nuestros antepasados fueron considerados dignos de aprobación. 11,8: Por fe obedeció Abrahán a la llamada de salir hacia el país que habría de recibir en herencia; y salió sin saber adónde iba. 11,9: Por fe se trasladó como forastero al país que le habían prometido y habitó en tiendas de campaña con Isaac y Jacob, herederos de la misma promesa. 11,10: Porque esperaba la ciudad construida sobre cimientos cuyo arquitecto y constructor es Dios. 11,11: Por fe también Sara, aun pasada la edad, recibió vigor para concebir, porque pensó que era fiel el que lo prometía. 11,12: Así, de uno solo, y ya cercano a la muerte, nació una multitud como las estrellas del cielo y como la arena incontable de las playas. 11,13: Con esa fe murieron todos ésos sin haber recibido lo prometido, aunque viéndolo y saludándolo de lejos y confesándose peregrinos y forasteros en la tierra. 11,14: Quienes así razonan demuestran que están buscando una patria. 11,15: Pero si hubieran sentido nostalgia de la que abandonaron, podrían haber vuelto allá. 11,16: Por el contrario, aspiraban a una mejor, es decir, a la patria celestial. Por eso Dios no tiene reparo en llamarse su Dios, porque les había preparado una ciudad. 11,17: Por fe, Abrahán, cuando Dios lo puso a prueba, tomó a Isaac, para ofrecerlo en sacrificio. Ofreció a su hijo único, el que era la garantía de la promesa, 11,18: eso que le habían dicho: Isaac continuará tu descendencia; 11,19: pero pensó que Dios tiene poder para resucitar de la muerte. Y así lo recobró como un símbolo. – Palabra de Dios

 

 

Después de cuarenta años de la muerte de Jesús, Jerusalén y su templo maravilloso fueron destruidos. Muchos hebreros huyeron y se dispersaron por el mundo. Lejos de su tierra, algunos abrazaron la fe cristiana, pero están desanimados y descorazonados. ¿Por qué –se preguntan– han sido tan cruelmente golpeados por desgracias tan espantosas? ¿Por qué se han tenido que enfrentar a tantas catástrofes, a tantas injusticias? ¿Por qué nuestros propios hermanos, los hijos de nuestro pueblo nos condenan y nos persiguen?

 

Es a estos cristianos en dificultades a quienes viene dirigida la carta a los hebreos que nos viene propuesta hoy y en los tres próximos domingos.

 

El capítulo 11 está dedicado a la fe. Comienza diciendo que: “la fe es la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (v. 1). Continúa recordando el ejemplo de muchos personajes de la Biblia famosos por su fe, especialmente Abrahán y Sara (vv. 8-19).

 

Cuando fue llamado por Dios, Abrahán tenía 75 años (cf. Gn 12,4), una edad en que los hombres prefieren retirarse a gozar del merecido descanso. A esta edad, sin embargo, Abrahán sale hacia una tierra desconocida sin ni siquiera saber cuál. Se fía ciegamente del Señor (vv. 8-10).

 

También Sara cree y a causa de su fe, contra toda lógica humana, tendrá un hijo. Estos esposos han creído que el Señor sería fiel y les daría una posteridad numerosa como las estrellas del cielo y como la arena del mar (vv. 11-12).

 

El autor de la carta continúa: Abrahán y Sara murieron sin haber visto el cumplimiento de la promesa que se les había hecho. Tuvieron un hijo solamente, no una multitud y no habitaron en la tierra prometida. Se pasaron la vida peregrinando de un lugar a otro, habitando siempre en países extranjeros. Solo después de 700 años, sus hijos de establecieron en la tierra que Dios les había dado. Abrahán y Sara vieron solamente una pequeña señal, un mero comienzo de la realización de las promesas: un frágil hijo y una tierra contemplada desde lejos, pero creyeron lo mismo (vv. 13-19).

 

El mensaje de la carta a los Hebreos se dirige hoy a todos los cristianos que esperan con ansia la realización de las promesas de bienestar hechas por Jesús, y que viven desanimados porque no ven afirmarse rápidamente el reino de Dios en el mundo y, sí, que el mal continúa imparable. Ésta es quizás la prueba más dura para nuestra fe.

 

Considerando lo ocurrido a Abrahán y Sara somos invitados a recuperar la confianza y a saber leer, a través de signos no siempre evidentes, que está naciendo un mundo nuevo.

 

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Evangelio: Lucas 12,32-48

 

 

Dijo Jesús a sus discípulos: 12,32: No temas, pequeño rebaño, que el Padre de ustedes ha decidido darles el reino. 12,33: Vendan sus bienes y den limosna. Consigan bolsas que no se rompan, un tesoro inagotable en el cielo, donde los ladrones no llegan ni los roe la polilla. 12,34: Porque donde está el tesoro de ustedes, allí también estará su corazón. 12,35: Tengan la ropa puesta y las lámparas encendidas. 12,36: Sean como aquellos que esperan que el amo vuelva de una boda, para abrirle en cuanto llegue y llame. 12,37: Dichosos los sirvientes a quienes el amo, al llegar, los encuentre despiertos: les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentarse a la mesa y les irá sirviendo. 12,38: Y si llega a media noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos. 12,39: Entiendan bien esto, si el dueño de casa supiera a qué hora iba a llegar el ladrón, no le dejaría abrir un boquete en su casa. 12,40: Ustedes también estén preparados, porque cuando menos lo piensen llegará el Hijo del Hombre. 12,41: Pedro le preguntó: –Señor, ¿dices esta parábola por nosotros o por todos? 12,42: El Señor contestó: –¿Quién es el administrador fiel y prudente a quien el señor pondrá al frente de su personal, para que les reparta las raciones de comida a su tiempo? 12,43: Dichoso aquel sirviente a quien su señor, al llegar, lo encuentre actuando así. 12,44: Les aseguro que le encomendará administrar todos sus bienes. 12,45: Pero si aquel sirviente, pensando que su señor tarda en llegar, se pone a pegar a los muchachos y muchachas, a comer y beber y emborracharse, 12,46: llegará el señor de aquel sirviente el día y la hora menos esperados, lo castigará y lo tratará como a los traidores. 12,47: Aquel sirviente que, conociendo la voluntad de su señor, no prepara las cosas ni cumple lo mandado, recibirá un castigo severo; 12,48: pero aquel que sin saberlo, cometa acciones dignas de castigo, será castigado con menos severidad. A quien mucho se le dio mucho se le pedirá; a quien mucho se le confió mucho más se le exigirá. – Palabra de Dios

 

 

El relato comienza con la exhortación: “No temas, pequeño rebaño, que el Padre de ustedes ha decidido darles el reino” (v. 32). Los discípulos tienen miedo: saben que son pocos y débiles frente a un mundo hostil. Se espantan porque el mal es fuerte, triunfa por doquier, parece incontenible y se sienten frágiles e incapaces de oponerle resistencia. El reino de Dios –asegura Jesús– vendrá porque no es obra de hombres sino don del Padre. 

 

Después, el relato va al grano. En el evangelio del domingo pasado se podía deducir que el agricultor insensato había cometido dos errores: no se había enriquecido delante de Dios y se había dejado sorprender por la muerte.

 

¿Qué debería haber hecho? ¿Cómo se enrique uno delante de Dios? Simple –responde Jesús– “vendan sus vienen y den limosna”… (vv. 33-34).

 

El rico que ha acumulado tantos bienes ha tenido que dejarlos en este mundo, no ha encontrado la manera de llevárselos consigo. Asediado por las preocupaciones –campos, cosechas, graneros– no ha tenido tiempo para escuchar la Palabra que le hubiera revelado el secreto de no perder sus capitales, sino de “transferirlos” al cielo. Esto es lo que le habría sugerido un sabio del Antiguo Testamento: “Da limosnas de tus bienes…y no seas tacaño en tus limosnas, si ves un pobre, no vuelvas el rostro. Haz limosna en proporción a lo que tienes; si tienes poco, no temas dar de lo poco que tienes. Así guardarás un buen tesoro para el tiempo de necesidad. Porque la limosna libra de la muerte y no deja caer en las tinieblas… Los que hacen limosna presentan al Altísimo una buena ofrenda” (Tb 4,7-11; cf. Eclo 3,29–4,10; 29,8-13).

 

Las reflexiones de Jesús están en sintonía con la enseñanza tradicional de los sabios de su pueblo: quien acumula para sí, dice, ve sus bienes consumados por la polilla, salirse por el descosido de la bolsa y perderse estúpidamente por el camino. Recuerda el salmista: “el hombre es como una sombra que pasa; solo un soplo son las riquezas que acumula sin saber quién será su heredero” (Sal 39,7). Mejor, mucho mejor es entregarlos en manos de un “banquero” –Dios– el cual, en el momento de necesidad, se lo devolverá con “fantásticos intereses”. 

 

Esta imagen es bien conocida en tiempos de Jesús. El hijo de la reina de Adiabene, convertido con la madre a judaísmo hacia el año 50 d.C., respondía así a quien le echaba en cara derrochar sus bienes ayudando a los necesitados de Israel: “Mis abuelos acumularon tesoros para aquí abajo, yo, por el contrario, acumulo tesoros para allá arriba. Ellos acumularon tesoros para este mundo, yo para el mundo futuro”.

 

A la segunda pregunta ¿Cómo no dejarse sorprender?, Jesús responde con tres parábolas.

 

 

La primera (vv. 35-38): un hombre rico ha salido para acudir a una fiesta de bodas y ha dejado en casa a sus siervos. Éstos saben que su señor regresará, pero no saben la hora: podría regresar a media noche, o poca antes del amanecer, y ellos deben estar preparados para recibirlo. ¿Cómo y cuándo viene el Señor y qué significan estas imágenes enigmáticas?

 

La respuesta espontánea que nos viene en mente es que debemos estar preparados para recibir al Señor al final de la vida. No es exacto. La vigilancia equivale a una constante disponibilidad. El cristiano no tiene momentos libres en los que “está fuera de servicio”, dedicado a sus asuntos y, por tanto, sin tiempo para socorrer al que necesita ayuda.

 

Dos imágenes describen eficazmente al discípulo vigilante: lleva la cintura ceñida y mantiene la luz encendida. No apaga la luz, no pone en la puerta de su casa el cartel “no molestar, estoy durmiendo”. Quien tenga necesidad de él, debe saber que está a su completa disposición. Tiene siempre las “mangas arremangadas”. En Oriente, los hombres usaban largas vestiduras que, en casa, las llevaban sueltas, pero cuando se ponían a trabajar o salían de viaje, se ceñían la cintura, recogiendo y sujetando los pliegues para moverse más libremente. El discípulo, ceñida la cintura, está siempre al pie del cañón.

 

La parábola concluye con una de las imágenes más bellas de toda la Biblia: “Bienaventurados aquellos siervos a quienes el dueño, a su regreso, encuentre vigilando. Él mismo se ceñirá el vestido, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirles”. Hay una escena igualmente conmovedora en el libro del Apocalipsis: “Mira la morada de Dios entre los hombres; habitará con ellos; ellos serán su pueblo. Dios mismo…les secará las lágrimas de sus ojos” (Ap 21,3-4). Es la promesa de la bienaventuranza reservada a aquellos que formarán parte del reino de Dios.

 

 

La segunda parábola (vv. 39-40): el Señor es comparado con un ladrón que irrumpe de improviso. Se trata de una imagen singular, nunca usada antes en el judaísmo pero que se hizo popular entre los cristianos. Pablo la retoma: “Ustedes saben exactamente que el día del Señor llegará como ladrón nocturno” (1 Ts 5,2). La han usado también Pedro: “El día del señor llegará como un ladrón” (2 Pe 3,10) y el autor del Apocalipsis: “Si no estás en vela, vendré como un ladrón”. “¡Atención, que llego como ladrón!” (Ap 3,3; 16,15).

 

¡Extraña imagen! Resulta antipático un Dios que espera el momento menos oportuno, aquel en que el hombre está descuidado, para agarrarlo por sorpresa y llevarlo a la perdición. Lógicamente el significado de la parábola no es éste. No sería una “buena noticia”, un “Evangelio”, sería solamente una amenaza estéril.

 

Es verdad que el Señor sale al encuentro del hombre al final de la vida. Ésta es ciertamente la más importante de sus venidas y es necesario estar preparados; sin embargo, si somos observadores, no siempre la muerte se comporta como un ladrón. Normalmente se hace anunciar, viene precedida de señales bien definidas: la vejez, la enfermedad, los dolores, la decrepitud.

 

Son otras las venidas imprevistas del Señor, venidas sorprendentes como las de un ladrón. Son aquellas en las que él se presenta no para robar, sino para salvar, para invitar a recibir el reino de Dios. La imagen de un ladrón tiene un innegable tono intimidatorio. Su finalidad no es sino la de poner en guardia ante el peligro de perder la oportunidad de salvación, oportunidad que quizás no se presente más.

 

 

La tercera parábola (vv. 41-48) viene introducida como respuesta a Pedro quien pregunta al Señor quiénes son los que deben permanecer vigilantes. Todos, responde Jesús, especialmente aquellos a quienes se les ha confiado en la comunidad tareas de responsabilidad. 

 

Éstos son llamados “administradores” no dueños. Tienen entre sus manos bienes que no les pertenecen y de los que deberán rendir cuentas. Su ministerio puede ser desarrollado de dos maneras. Pueden comportarse como el siervo fiel y sabio que “que reparte las raciones de comida a su tiempo” a toda la servidumbre (v. 42). Es decir, se empeñan en un servicio generoso en favor de sus hermanos de comunidad. Pero también pueden obrar por intereses viles y presentarse como dueños de las personas que les han sido encomendadas. (cf. 1 Pe 5,2-3).

 

Lucas describe el comportamiento de los siervos infieles con crudo realismo: habla de gente holgazana, que pierde su tiempo en jolgorios y francachelas, son arrogantes y despóticos. El evangelista tiene ciertamente presentes situaciones lamentables, casos concretos poco ejemplares de algunos responsables de sus comunidades, y quiere amonestarles con las palabras severas del Maestro, para que tengan un mayor sentido de la responsabilidad.

 

El peligro que estos tales están corriendo es el de encontrase, al final de sus vidas, excluidos, “tratados como traidores” y colocados entre los infieles (v. 46). Son miembros eminentes de la Iglesia y, sin embargo, sobre ellos pende una dramática e inesperada sentencia: Dios los considerará unos fracasados. No serán condenados al infierno, no, pero será trágico para ellos tener que admitir que han usado los bienes de Dios de manera nefasta cuando ya no hay remedio. 

 

La imagen del castigo severo con que concluye el pasaje, refleja el contexto social en que era corriente castigar severamente y a veces con crueldad al siervo que no cumplía con su deber. Está claro que el Señor no castiga a nadie, por eso la imagen quiere solamente subrayar cuán despreciable es el comportamiento de estos guías de comunidades, de estos líderes que, encontrándose en la privilegiada posición de quienes han conocido mejor que los otros la voluntad del Señor, se comportan de manera miserable. Su responsabilidad es mayor. 

 

Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini

con el comentario para el evangelio de hoy:

https://www.youtube.com/watch?v=IUWOYtmuszs

 

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