BAUTISMO DEL SEÑOR – 10 de enero de 2021 – Año B

Quiso Remontar Un Abismo Con Nosotros

 

Un video del P. Fernando Armellini

con subtítulos en español y

doblado por el P. Alberto Rossa, cmf:

 

(Primera Lectura, Subtítulos [elige ‘Español’])

(Primera Lectura, Subtítulos grabados)

(Primera Lectura, Doblado)

(Evangelio, Subtítulos)

(Evangeliio, Doblado)

Introducción

 

Los lugares bíblicos tienen con frecuencia un significado teológico. El mar, el monte, el desierto, la Galilea de las naciones, Samaria, las tierras del otro lado del lago de Genesaret… son mucho más que simples indicaciones geográficas (a menudo ni siquiera exactas).

 

Lucas no especifica el lugar del bautismo de Jesús; Juan, sin embargo, lo especifica: “tuvo lugar en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan estaba bautizando» (Jn 1,28). La tradición ha localizado justamente el episodio en Betabara, el vado por el que también el pueblo de Israel, guiado por Josué, atravesó el río, entrando en la Tierra Prometida. En el gesto de Jesús se hacen presentes el recuerdo explícito del paso de la esclavitud a la libertad y el comienzo de un nuevo éxodo hacia la Tierra Prometida.

 

Betabara tiene otra particularidad menos evidente pero igualmente significativa: los geólogos aseguran que este es el punto más bajo de la tierra (400 m bajo el nivel del mar).

 

La elección de comenzar precisamente aquí la vida pública no puede ser simple casualidad. Jesús, venido de las alturas del cielo para liberar a los hombres, ha descendido hasta el abismo más profundo con el fin de demostrar que quiere la Salvación de todos, aun de los más depravados, aun de aquellos a quienes la culpa y el pecado han arrastrado a una vorágine de la que nadie imagina que se pueda salir. Dios no olvida ni abandona a ninguno de sus hijos.

 

 

* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

“Ha aparecido la gracia de Dios, portadora de Salvación para todos los hombres.”

 

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1° Lectura | 2° Lectura | Evangelio

 

Primera Lectura: Isaías 42,1-4.6-7

 

Así habla el Señor: 42,1: ”Este es mi Servidor, a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace mi alma. Yo he puesto mi espíritu sobre Él para que lleve el derecho a las naciones. 42,2: Él no gritará, no levantará la voz ni la hará resonar por las calles. 42,3: No romperá la caña quebrada ni apagará la mecha que arde débilmente. Expondrá el derecho con fidelidad; 42,4: no desfallecerá ni se desalentará hasta implantar el derecho en la tierra, y las costas lejanas esperarán su Ley…. 42,6: Yo, el Señor, te llamé en la justicia, te sostuve de la mano, te formé y te destiné a ser la Alianza del pueblo, la luz de las naciones, 42,7: para abrir los ojos de los ciegos, para hacer salir de la prisión a los cautivos y de la cárcel a los que habitan en las tinieblas.” – Palabra de Dios

 

 

En la segunda parte del libro de Isaías entra en escena un personaje misterioso a quien el autor llama: el “Siervo del Señor”. Su historia se narra en cuatro relatos (Is 42,1-7; 49,1-6; 50,4-9; 52,13–53,12).

 

¿Quién es este siervo? ¿Se trata de un individuo concreto o de una figura simbólica que representa a todo el pueblo de Israel?  Los estudiosos de la Biblia no han logrado todavía encontrar una respuesta segura, lo cual, por otra parte, no es tan importante. Lo que nos interesa es que en este Siervo del Señor los primeros cristianos han reconocido inmediatamente a Jesús (cf. Hch 8,30-35). ¿Cómo se llegó a esta identificación?

 

Todo comenzó en aquel dramático viernes 7 de abril del año 30 d.C., día en que Jesús fue ejecutado. Los discípulos, desorientados, se preguntan cómo es posible que la vida de un hombre bueno y justo haya podido terminar en semejante fracaso. Buscan en las Escrituras una solución al enigma y, en el libro de Isaías, encuentran el relato de este Siervo  que, después de un proceso inicuo, es quitado de en medio por aquellas mismas personas a quienes Él quería liberar. Y comprenden: Dios no salva concediendo la victoria, el éxito, el dominio, sino mediante la derrota, la humillación por parte de los enemigos, mediante el don de la vida. Aquello que el profeta había dicho del Siervo del Señor se ha cumplido plenamente en Jesús de Nazaret. La lectura de hoy nos lleva al comienzo del relato de este Siervo.

 

Se narra, en primer lugar, su elección (v. 1).  

 

Esta parábola no siempre produce en nosotros resonancias positivas. Habla de preferencia en favor de unos y de rechazo de otros. No nos gusta oír hablar de pueblo «elegido» ni de estirpe «elegida» porque estas expresiones nos traen a la memoria recuerdos dramáticos de la locura provocada por la ilusión de pertenecer precisamente a una «raza elegida». 

 

La elección de Dios no tiene nada que ver con exclusivismos, particularismos o separatismos. Cuando Dios elige a una persona o a un pueblo, lo hace solamente para confiarle una misión (siempre difícil, onerosa y poco gratificante) y pedirle un servicio en favor de los otros. 

 

Es fácil, por desgracia, para quien ha sido escogido por el Señor, interpretar su elección de acuerdo con criterios y categorías humanas, y de arrogarse por consiguiente derechos, honores y privilegios. El personaje, por el contrario, de quien nos habla hoy la primera lectura está identificado desde el principio como el «Siervo», el encargado de llevar a término una empresa comprometida. ¿Quién le dará la fuerza? 

 

El hombre «es carne», es decir, está revestido de debilidad. Cuando el Señor encomienda a alguien una tarea, le da la capacidad para llevarla a cabo.  A su «Siervo», el Señor le da como apoyo su Espíritu, su fuerza irresistible. 

 

Inmediatamente se indica la primera misión confiada a este «siervo elegido»: está destinado a llevar el derecho a las naciones (v. 1), a hacer triunfar en el mundo «la justicia», la «justicia de Dios» que consiste en su benevolencia, en su Salvación. 

 

En los versículos siguientes (vv. 2-5) se narra cómo el Siervo llevará a cabo su misión. Se comportará de modo inesperado: no se impondrá por la fuerza, con la presión jurídica, con amenaza de sanciones contra quienes se opongan a sus disposiciones. No gritará, no alzará la voz como hacen los reyes cuando proclaman sus programas o exaltan en las plazas sus gestas. No será intolerante o intransigente con los débiles. No condenará a nadie. Recuperará a quien se ha equivocado en vez de aniquilarlo y destruirlo; reconstruirá con paciencia y respeto todo lo que se estaba arruinando. No existirán para él casos perdidos, situaciones irrecuperables. 

 

Será también tentado por el desaliento ante tarea tan ardua, pero se mantendrá firme y decidido en llevarla a cabo sin arredrarse o amedrentarse ante ningún obstáculo. 

 

Sirviéndose de imágenes, la última parte de la lectura (vv. 6-7) desarrolla la misión del Siervo, de quien dice que será luz para las naciones, abrirá los ojos de los ciegos, liberará a los prisioneros y a los esclavos que caminan en tinieblas. 

 

El relato del Siervo del Señor fue compuesto por un autor anónimo y después insertado en el libro de Isaías alrededor de 500 años antes del nacimiento de Jesús. No sabemos a quién concretamente se refiere el profeta; lo que sí es cierto es que Jesús ha realizado todo cuanto está escrito en el libro de Isaías: Jesús ha sido el Siervo fiel a Dios. En realidad, casi todos los versículos de esta lectura están narrados en los evangelios y aplicados a Jesús (cf. Mt 3,17; 12,18-21; 17,5).

 

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Segunda Lectura: Hechos 10,34-38

 

10,34: Pedro, tomando la palabra, dijo: “Verdaderamente, comprendo que Dios no hace acepción de personas, 10,35: y que en cualquier nación, todo el que lo teme y practica la justicia es agradable a Él. 10,36: Él envió su Palabra al pueblo de Israel, anunciándoles la Buena Noticia de la paz por medio de Jesucristo, que es el Señor de todos. 10,37: Ustedes ya saben qué ha ocurrido en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicaba Juan: 10,38: cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder. Él pasó haciendo el bien y curando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con Él.” – Palabra de Dios

 

 

La lectura narra una parte del discurso pronunciado por Pedro en la casa de Cornelio de Cesárea. Existía en la Iglesia primitiva un problema muy debatido que dividía a la comunidad: ¿Se podía o no admitir al bautismo a los paganos? Pedro, al principio, era más bien reacio, condicionado como estaba por el prejuicio profundamente arraigado en Israel de que los demás pueblos eran inmundos.

 

Un día, mientras se encontraba rezando en Jaffa, el Señor le reveló que ninguna criatura de Dios es impura y profana. Delante de Él, todas son igualmente puras y privilegiadas. Todos los hombres son llamados a la Salvación, porque Él es el Señor de todos (cf. Rom 10,12). 

 

La expresión «Dios no tiene preferencia de personas» –usada en este pasaje– aparece varias veces en el Nuevo Testamento (Rom 2,11; Gal 2,6; 1 P 1,17) para denunciar la peligrosa tentación de proyectar en Dios nuestras discriminaciones y para poner en guardia contra la presunción de que el Señor trata a las personas según la confesión religiosa a la que pertenecen.

 

El discurso de Pedro continúa presentando una breve síntesis de la vida de Jesús (vv. 37-38). Con la expresión “pasó haciendo el bien y sanando a todos los que estaban bajo el poder del diablo”, se resume su misión. Jesús se empeña contra toda forma del mal, contra todo lo que impide la vida del hombre. La tarea a realizar fue difícil y comprometida, pero Jesús logró llevarla a término porque estaba lleno del Espíritu del Señor y porque Dios estaba con Él.

 

En el texto se indica también el lugar de la manifestación de la Salvación: todo comenzó en Galilea, cuando Juan se puso a bautizar a lo largo del Jordán. Con estas palabras define Pedro, de nuevo, el periodo de la vida de Jesús a que debe referirse la fe del creyente, es decir, su vida pública “desde el bautismo de Juan hasta el día en que Jesús, de entre nosotros, ha sido elevado al cielo” (Hch 1,22).

 

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Evangelio: Marcos 1,7-11

 

1,7: Juan Bautista predicaba así: “Detrás de mí viene uno con más autoridad que yo, y yo no soy digno de agacharme para soltarle la correa de sus sandalias. 1,8: Yo los he bautizado con agua, pero Él los bautizará con Espíritu Santo.” 1,9: En aquel tiempo vino Jesús de Nazaret de Galilea y se hizo bautizar por Juan en el Jordán. 1,10: En cuanto salió del agua, vio el cielo abierto y al Espíritu bajando sobre Él como una paloma. 1,11: Se oyó una voz del cielo que dijo: “Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto.” – Palabra del Señor

 

 

Los primeros versículos de este pasaje bíblico (vv. 7-8) los hemos ya meditado en el segundo domingo de Adviento. Presentan, en síntesis, la diferencia entre el bautismo de Juan y el de Jesús. Aparentemente iguales, los dos ritos tienen un significado completamente diverso. 

 

El primero es una ablución externa. Indica la purificación del pecado, la ruptura con una conducta de vida contraria a la ley de Dios. Y presupone la decisión de no volver a mancharse más con otras transgresiones. 

 

El segundo, el bautismo con el Espíritu Santo, no es una purificación exterior: es la infusión de un agua que brota, portadora de fecundidad y de vida; es la sustitución del corazón antiguo por uno nuevo, capaz de responder sí a la propuesta de Amor hecha por Dios. El bautismo de Juan marcaba el final de un largo y fatigoso noviazgo entre Dios y su pueblo; el de Jesús era el comienzo de las fiestas de boda con toda la humanidad.

 

Después de haber resaltado el diferente valor de los dos bautizos, Marcos –quien, a diferencia de Mateo y Lucas, no hace ninguna referencia a la infancia de Jesús– por primera vez pone en escena al protagonista de su evangelio y lo hace con una formula solemne, empleada frecuentemente por los profetas en sus oráculos: “en aquellos días…” (Jl 3,2); después, indica el nombre del pueblo de donde proviene: Nazaret, en Galilea (v. 9).

 

No menciona ni su edad ni la familia a la que pertenece. Le interesa solamente indicar cómo, cuándo y dónde ha comenzado la manifestación del Evangelio de Dios al mundo: todo se inició junto al Jordán, el río que corre tranquilo a través de la estepa de Jericó, siguiendo el confín entre el desierto oriental y la Tierra Prometida, donde Josué introdujo al pueblo salido de Egipto. 

 

Allí, donde acudían todos los habitantes de Judea para hacerse bautizar (cf. Mc 1,5-6), un día aparece, entre los pecadores, también Jesús, proveniente de Galilea, la región habitada por israelitas que la aristocracia religiosa de Jerusalén consideraba semi-pagana. Descendiendo al agua junto a los pecadores, Jesús mostró querer compartir su condición, ponerse a su lado para acompañarlos en el éxodo de la esclavitud hacia la libertad.

 

En esta escena se puede ya percibir la novedad del Dios cristiano. Él no es un Dios que permanece alejado en el cielo, impartiendo disposiciones y controlando a quienes las observan y a quienes las violan, sino que se hace uno de nosotros, solidario con la humanidad no en el pecado sino en sufrir las consecuencias que afectan siempre, como sabemos muy bien, también a los que no han pecado. 

 

Nosotros estamos inclinados hacia mal y, en las oraciones, más que pedir al Señor evitarlo, imploramos que nos libere, por medio de alguna intervención prodigiosa, de sus trágicas consecuencias: enfermedades, hambre, miseria, angustias, divisiones familiares…

 

Dios, que no se resigna a soluciones paliativas, ha enviado a su Hijo para destruir el mal en su raíz y crear un mundo nuevo sin pecado, un mundo en el cual se cumplirán todas sus promesas de bien: “nuestros graneros estén rebosantes de productos de toda especie. Nuestros rebaños a millares se multipliquen en nuestros prados” (Sal 144,13); “haya en el campo trigo abundante” (Sal 72,16); “comerán los pobres hasta saciarse” (Sal 22,27); “los humildes poseerán la tierra y disfrutarán de abundante prosperidad” (Sal 37,11). No se trata de imágenes sino de realidades concretas que es posible ver realizarse si confiamos en Cristo y en su Palabra.

 

Todos los evangelistas dan importancia al bautismo de Jesús porque ha señalado el inicio de su vida pública. Pero no es tanto sobre el episodio en sí que ellos quieren llamar nuestra atención, sino sobre la revelación del cielo que tiene lugar en este acontecimiento. Los evangelios sinópticos nos la presentan con tres imágenes bien comprensibles para los lectores: la apertura del cielo, la paloma, la voz del cielo (vv. 10-11).

 

En Mateo y Lucas parece que todos los presentes contemplaron los cielos que se abrían, vieron al Espíritu que descendía como paloma y oyeron la voz del cielo. En Marcos, sin embargo, Jesús es el único destinatario de la visión y de la revelación: “En cuanto salió del agua vio…” (v. 10). Ha sido este el momento de su vocación, aquel en el que el Padre le manifestó la misión a la que lo llamaba. 

 

Vio, ante todo, los cielos que se abrían. 

 

La imagen es clara para quien conoce la Escritura: el evangelista se refiere al celebre texto del profeta Isaías.

 

En los últimos siglos antes de Cristo, el pueblo de Israel sentía que el cielo se había cerrado. Enojado por los pecados y la infidelidad de su pueblo, Dios se habría retirado del mundo; había dejado de enviar a sus profetas; parecía decidido a romper todo diálogo con la humanidad. Los israelitas piadosos se preguntaban: ¿Cuándo tendrá fin este silencio que tanto nos angustia? ¿No volverá el Señor a hablarnos? ¿No nos mostrará más su rostro sereno, como en los tiempos antiguos? Y lo invocaban así: “Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro Padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano. No te irrites tanto, Señor; no recuerdes siempre nuestra culpa… ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!” (Is 64,7-8; 63,19).

 

En el bautismo de Jesús los cielos se han rasgado: han sido restablecidas para siempre las relaciones entre Dios y el hombre, han caído las fronteras y han terminado todos los miedos de los castigos de Dios. Ahora aparece evidente cuán absurdos fueron los temores de quienes todavía lo imaginan airado, vengativo y violento. No debemos estar ya angustiados por cómo aplacarlo porque Él no rechaza a nadie, no se comporta como juez, sino que está siempre de  parte del hombre.

 

El segundo objeto de la “visión” es el Espíritu que desciende sobre Jesús como una paloma.

 

Cuando el Señor destina a alguien para una gran misión, le da siempre también la fuerza para llevarla a cumplimiento. A los reyes, a los profetas, a los jueces, les infundía su Espíritu. En el momento de enviar a su Siervo fiel, declara: “Miren a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre Él he puesto mi espíritu, para que promueva el derecho en las naciones… No romperá la caña quebrada, no apagará la mecha vacilante” (Is 42,1-4). Y el Siervo enviado, habida conciencia de la fuerza divina que había entrado en Él, exclama: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar una buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la liberación a los cautivos y a los prisioneros la libertad” (Is 61,1).

 

Al comienzo de su vida pública también Jesús fue colmado de la fuerza del Espíritu.

 

Para ayudar a captar el mensaje teológico presente en este acontecimiento, el evangelista recurre a la imagen de la paloma. 

 

Son numerosas las referencias bíblicas ligadas a esta figura. La primera podría ser en el momento en el que “el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas” (Gén 1,2), como una paloma sobre el nido, según explicaban algunos rabinos.

 

El océano primordial, símbolo del caos y de los elementos hostiles, había sido dominado por el “viento divino” y en la tierra surgía la vida. Posándose sobre Jesús, el Espíritu de Dios ha entrado en el mundo y, con su presencia, ha dado inicio a la nueva Creación.

 

La segunda referencia, la más inmediata, es la paloma del diluvio acogida por Noé en el arca: “hacia el atardecer regresó con un ramo de olivo” (cf. Gén 8,8-12). Fue aquella la señal de la paz restablecida entre el cielo y la tierra después de la destrucción de toda forma de pecado.

 

Por varios siglos, desde que el cielo se había cerrado, el Espíritu parecía no encontrar a ninguno sobre quien posarse y, como la paloma del diluvio, atravesaba el cielo para después regresar a Dios. Ahora desciende sobre Jesús, se posa en Él y le comunica la fuerza que le permitirá llevar a cumplimiento la obra de Salvación. La paloma hace referencia también a la ternura y al amor. Movido por el Espíritu, Jesús siempre se acercará a los pecadores con la dulzura y la amabilidad de la paloma. 

 

Finalmente se oyó una voz del cielo. La expresión es bien conocida: la empleaban los rabinos para atribuir a Dios una afirmación. En nuestro pasaje tiene la finalidad de definir, en el nombre del Señor, la identidad de Jesús.

 

Marcos escribe después de la Pascua y debe responder a los interrogantes que los discípulos le plantean. Su Maestro ha sido condenado por blasfemo por las autoridades religiosas garantes de la pureza de la fe de Israel; aparentemente es un derrotado, un rechazado y abandonado por el Señor. La pregunta inquietante es: ¿Estará Dios de acuerdo con esta sentencia? 

 

A los cristianos de sus comunidades, Marcos refiere el juicio del Señor con una frase que alude a tres textos del Antiguo Testamento.

 

«Tú eres mi hijo»: es la citación del Salmo 2,7. El día de la coronación real constituía para el soberano davídico que se entronizaba en Jerusalén un nuevo nacimiento; era el momento en que Dios lo declaraba su hijo, le confería sus poderes y su fuerza, lo presentaba como su lugarteniente al mundo.

 

Jesús recibe en el Jordán la investidura del Padre. Es presentado a todos como el Salvador, como el rostro humano del Dios que existe desde toda la eternidad. “¿Acaso dijo Dios alguna vez a un ángel: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy?» Y en otro lugar: «Yo seré para Él un padre; Él será para mí un hijo» (Heb 1,5)”. En el día de su bautismo, el Hijo que desde toda la eternidad existe “en el seno del Padre” (cf. Jn 1,18) “nace” como Mesías.

 

En la cultura semítica, el término ´hijo´ no significa solo la generación biológica; implica también la afirmación de una semejanza. Dirigiéndose a Jesús como a su Hijo, Dios garantiza reconocerse en Él, en sus palabras, en sus obras y, sobre todo, en su gesto supremo de Amor: el don de la vida. Quien quiere conocer al Padre no debe hacer otra cosa que contemplar a este Hijo.

 

Es significativo el hecho de que Dios lo reconozca como Hijo justamente en el momento en que Jesús se pone del lado de los pecadores. El suyo es el único rostro auténtico del Padre; los otros rostros, sobre todo el del juez que condena, no son más que máscaras que le hemos aplicado.

 

«El predilecto». Se refiere al relato de la prueba a la que fue sometido Abrahán: se le pidió ofrecer a su hijo, Isaac, el único, el predilecto (cf. Gén 22,2.12.16). Aplicando a Jesús este título, Dios invita a no considerar a Jesús un rey o un profeta como los otros: Él es, como Isaac, el único, el Amado.

 

«En el que me complazco Conocemos ya esta expresión porque se encuentra en el primer versículo de la primera lectura de hoy (Is 42,1). Dios declara que Jesús es el Siervo de quien ha hablado el profeta. Es Él el enviado para “instaurar el derecho y la justicia” en el mundo. Para llevar a cumplimiento esta misión, ofrecerá la propia vida.

 

«La voz del cielo.» Vuelca el juicio pronunciado por los hombres y desmiente las esperanzas mesiánicas del pueblo de Israel, que no concebía que el Mesías pudiera ser humillado, derrotado, ajusticiado. El modo como Dios ha cumplido sus promesas ha sido para todos, también para el Bautista, una sorpresa.

 

Un video del P. Fernando Armellini con subtítulos en español y doblado for el P. Alberto Rossa, cmf (Primera Lectura):

 

Subtítulos (elige ‘Español’):

https://youtu.be/egunC1Lnlqg

 

Subtítulos grabados:

https://youtu.be/wHGFG0b6Xec

 

Doblado:

https://youtu.be/v6WmphSNiK0

 

 

Un video del P. Fernando Armellini con subtítulos en español (Evangelio):

 

Subtítulos (elige ‘Español’):

https://youtu.be/5S5Xhv1LAlc

 

Doblado:

https://youtu.be/pk2_Amgnsss

 

Categorías: Ciclo B

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