Segundo Domingo de Pascua – 11 de abril de 2021 – Año B

Los signos de las realidades invisibles

Un video del P. Fernando Armellini

con subtítulos en español y

doblado por el P. Alberto Rossa, cmf:

Subtítulos (elige ‘Español’):

Subtítulos grabados:

Doblado:

Introducción

Según la Biblia, el hombre está hecho de tierra, está ligado a la tierra, a las plantas, a los animales, y esto es una buena cosa. No está encarcelado en un cuerpo, como retenía la filosofía griega, sino que se alegra de ser un cuerpo capaz de auto-conciencia, de libertad y de amor. Compuesto de materia, siente una profunda necesidad de estar en contacto, de forma concreta y tangible, incluso con las realidades espirituales y, a esta necesidad, la liturgia responde con los sacramentos constituidos por signos y símbolos que pueden, éstos sí, ser vistos y tocados.

Pedir al hombre una fe desencarnada es exigir lo imposible; pero también es un error pretender, como Tomás, verificar lo que no puede ser percibido por los sentidos.

La condición en la que Jesús entró con su resurrección, aunque más real que la realidad misma en la que se posan nuestros ojos y tocan nuestras manos, escapa a cualquier verificación. Como el niño solamente puede contemplar el rostro de su madre después de haber nacido, así el hombre podrá ver al Resucitado solamente cuando deje este mundo. Ya, sin embargo, se le ofrecen signos concretos de las realidades invisibles en las que cree y espera.

Si en la tierra ha surgido una sociedad completamente nueva, una comunidad en la que los grandes se convierten en pequeños, el rico se hace pobre, el enemigo es amado como a un hermano, y el que manda se considera siervo, entonces estamos frente a signos inequívocos: Jesús está vivo y su Espíritu actúa en el mundo.

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

«El mundo espera de tu Iglesia, Señor, las señales de que has resucitado».

 

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1° Lectura | 2° Lectura | Evangelio

 

Primera Lectura: Hechos 4,32-35

4,32: La multitud de los creyentes tenía una sola alma y un solo corazón. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían en común. 4,33: Con gran energía daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús y eran muy estimados. 4,34: No había entre ellos ningún necesitado, porque los que poseían campos o casas los vendían, 4,35: y entregaban el dinero a los apóstoles, quienes repartían a cada uno según su necesidad. – Palabra de Dios

Hay palabras que producen un fuerte impacto entre los que las oyen y otras, sin embargo, que los dejan indiferentes. En el centro del pasaje de hoy se afirma que los apóstoles daban testimonio con poder y, por el contexto, resulta clara también la razón por la que su predicación era eficaz: proclamaban su fe sin dejarse intimidar por amenazas, insultos y violencia. A los sumos sacerdotes Anás y Caifás que les habían mandado no hablar ni enseñar en el nombre de Jesús, Pedro y Juan habían replicado: “¿Juzguen ustedes si es correcto a los ojos de Dios que les obedezcamos a ustedes antes que a él? Júzguenlo. Nosotros, no podemos callar lo que hemos visto y oído” (Hch 4,19-20).

Pero no eran solamente el coraje y la franqueza con que anunciaban al Resucitado lo que daba grande poder a sus palabras. Hechos irrefutables hablaban en favor de la verdad de su mensaje: no eran milagros, sino la vida completamente nueva de la comunidad que presentaba una característica, extraordinaria e inaudita: “los discípulos tenían un solo corazón y una sola alma” y “nadie consideraba sus bienes como propio, sino todo lo tenían en común” (v. 32). Casi complacido con esta novedad de vida, Lucas baja a los detalles y explica: “No había entre ellos ningún necesitado porque los que poseían campos o casas las vendían y entregaban el dinero a los apóstoles, quienes repartían a cada uno según su necesidad” (v. 34-35).

No se trata de una crónica de lo que ocurría en Jerusalén entre los años 30–40 d. C. sino una página de catequesis. Tomando como punto de partida hechos realmente sucedidos –algunos habían dado prueba de una generosidad excepcional (cf. Hch 4,36-37)– el autor muestra cuáles son los sentimientos y las relaciones fraternales que el Espíritu quiere establecer en una auténtica comunidad cristiana.

La competencia, el prevalecer de los fuertes, de los más capaces sobre los más débiles y menos dotados, eran considerados, entonces como ahora, legítimos e incluso un estímulo necesario para desarrollo económico y social. Una comunidad basada en el servicio mutuo, en el don gratuito y desinteresado, en compartir los bienes, necesariamente alteraba el orden de los valores aceptados por todos como lógicos y normales. Los cristianos en Jerusalén parecían ciudadanos de otro mundo y, de hecho, eran objeto de gran admiración (v. 33). Judíos y paganos se preguntaban sobre el origen de una vida tan extraordinaria y la respuesta unánime de los discípulos era: “¡Vivimos así porque Cristo ha resucitado!».

Ahora resulta claro que el poderoso testimonio ofrecido por los apóstoles era la vida de la nueva comunidad, inspirada por sentimientos de comunión. Cristo resucitado no puede ser visto, pero la comunidad fraterna nacida del poder de su Espíritu, era visible para todos.

Los primeros cristianos habían comprendido que la fe en la resurrección es incompatible con el apego a lo efímero. Importante en este sentido es el testimonio indirecto de Luciano De Samosata (125-192 d. C.), el famoso escritor de sátiras contra las supersticiones y supercherías entre las que enumera también al cristianismo. Con su lenguaje desenfadado, he aquí cómo describe el impacto que la fe ejercía sobre la vida de los cristianos de su tiempo: «Su primer legislador les convenció de que son todos hermanos entre sí y, a medida que se convierten, reniegan de los dioses griegos, adorando al sabio crucificado y viviendo de acuerdo con sus leyes. Por tanto, desprecian todos los bienes por igual, poseyéndolos en común y no apegándose a ellos si los tienen. De aquí que, si entre ellos surgiera un impostor astuto que supiera manejarlos bien, éste se haría pronto rico, burlándose de esta gente crédula y necia» (Luciano, La muerte de Peregrino, 13).

Hoy, casi se tiene miedo de recordarles a los creyentes la primera e irrenunciable consecuencia de la fe en el Resucitado: una forma completamente nueva de gestionar los bienes. En un mundo en que el principio del derecho a la propiedad privada sirve a menudo para encubrir abusos y actos arbitrarios, es mirado casi con sospecha quien recuerda el dicho del salmista: «Del Señor es la tierra y cuanto contiene, el universo y todos sus habitantes» (Sal 24,1), o cita las palabras del Señor: «La tierra es mía y ustedes son para mí como forasteros e inquilinos» (Lev 25,23).

La luz de la Pascua denuncia la locura de los que acumulan riquezas, olvidando que «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la que ha de venir» (Heb 13,14), y que «nada hemos traído a este mundo y nada podemos llevarnos» (1 Tim 6,7-9).

Sólo la comunidad que predica y vive la fraternidad, que practica el compartir los bienes, da testimonio con poder de la presencia en el mundo del Espíritu del Resucitado.

 

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Segunda Lectura: 1 Juan 5,1-6

5,1: Todo el que cree que Jesús es el Cristo es hijo de Dios y todo el que ama al Padre ama también al Hijo. 5,2: Si amamos a Dios y cumplimos sus mandatos, es señal de que amamos a los hijos de Dios. 5,3: Porque el amor de Dios consiste en cumplir sus mandatos, que no son una carga. 5,4: Todo el que es hijo de Dios vence al mundo; y ésta es la victoria que venció al mundo: nuestra fe. 5,5: ¿Quién vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? 5,6: Es el que vino con agua y sangre, Jesucristo: no sólo con agua, sino con agua y sangre. Y el Espíritu, que es la verdad, da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. – Palabra de Dios

Cuenta San Jerónimo que Juan, ya anciano, cuando era invitado a tomar la palabra en la asamblea eucarística, no hacía sino que repetir siempre la misma exhortación: «Hijitos míos, ámense los unos a los otros», y a los que le pedían enseñar algo nuevo, respondía «Es el mandamiento del Señor; no hay otro, y éste es suficiente».

El amor al hermano es el tema de esta carta que nos acompañará durante las semanas de Pascua. Fue escrita a finales del siglo I d. C. en un momento de crisis. En las comunidades cristianas se habían difundido ideas teológicas incompatibles con la fe: había quienes negaban que Jesús era el Cristo y los que sostenían que el Hijo de Dios no se había realmente encarnado, sino que sólo había asumido semejanza humana; algunos cultivaban el desprecio por la materia en favor de una malentendida exaltación del espíritu; pero, sobre todo, había quienes descuidaban la práctica de la caridad, sosteniendo que para salvarse, era suficiente el conocimiento de la verdad.

Desde el comienzo de su carta, Juan recuerda la realidad concreta de la encarnación del Hijo de Dios: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto, lo que hemos contemplado, lo que palparon nuestras manos, o sea el Verbo de la vida…. Lo que hemos visto y oído, se lo anunciamos también a ustedes para que nuestro gozo sea completo” (1 Jn 1,1-4). El evangelista se expresa con el mismo realismo en el campo moral: «Hijitos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad” (1 Jn 3,18).

El mensaje de toda la carta se podría resumir en la frase que encontraremos dentro de cuatro domingos: «Hermanos, amémonos unos a otros; porque el que ama es nacido de Dios» (1 Jn 4,7).

El pasaje de hoy parece estar dirigido a los cristianos bautizados en la noche de Pascua y que, a través de la fe, se han convertido en hijos de Dios. Después de afirmar que el que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios, Juan deduce inmediatamente la consecuencia de esta nueva vida: quien ama a Aquel de quien ha sido generado, debe amar también a aquellos que han sido generados por Él, es decir, los hermanos (v. 1).

No existe base más sólida sobre la que construir una nueva humanidad. Si somos hijos de un mismo Padre, sea cual sea la raza a la que pertenezcamos, la religión que practiquemos o la cultura en la que hayamos nacido y crecido, todos somos amados por Dios y todos hemos sido llamados a derramar sobre los hermanos el amor recibido del Padre. No ama a Dios quien se desinteresa del hombre; y la religión no puede separarse de la práctica del amor.

En la última parte de la lectura (vv. 5-8) aparecen dos imágenes bastante enigmáticas. Se afirma con insistencia que Jesús «ha venido con el agua y con la sangre”.

Los posibles significados de esta expresión son múltiples, pero el más claro es la referencia al costado traspasado. En el Evangelio, Juan señala que, después de la muerte cruenta de Jesús, «uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua» (Jn 19,34).

Agua y sangre, en la Biblia, indican la vida. Se trata de la vida que Jesús ha venido a traer a la tierra y que ha dado a la humanidad en la cruz. Su «aliento de vida» (Ap 11,11) es el Espíritu, aquel Espíritu que hoy sigue ofreciendo a través de los dos sacramentos evocados por agua y la sangre: el bautismo y la Eucaristía.

 

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Evangelio: Juan 20,19-31

20,19: Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se colocó en medio y les dice: La paz esté con ustedes. 20,20: Después de decir esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron al ver al Señor. 20,21: Jesús repitió: La paz esté con ustedes. Como el Padre me envió, así yo los envío a ustedes. 20,22: Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: Reciban el Espíritu Santo. 20,23: A quienes les perdonen los pecados les quedarán perdonados; a quienes se los retengan les quedarán retenidos. 20,24: Tomás, llamado Mellizo, uno de los Doce, no estaba con ellos cuando vino Jesús. 20,25: Los otros discípulos le decían: Hemos visto al Señor. Él replicó: Si no veo en sus manos la marca de los clavos, si no meto el dedo en el lugar de los clavos, y la mano por su costado, no creeré. 20,26: A los ocho días estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa y Tomás con ellos. Se presentó Jesús a pesar de estar las puertas cerradas, se colocó en medio y les dijo: La paz esté con ustedes. 20,27: Después dice a Tomás: Mira mis manos y toca mis heridas; extiende tu mano y palpa mi costado, en adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe. 20,28: Le contestó Tomás: Señor mío y Dios mío. 20,29: Le dice Jesús: Porque me has visto, has creído; felices los que crean sin haber visto. 20,30: Otras muchas señales hizo Jesús en presencia de sus discípulos, que no están relatadas en este libro. 20,31: Éstas quedan escritas para que crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida por medio de él. – Palabra del Señor

El pasaje de hoy está dividido en dos partes que corresponden a las apariciones del Resucitado. En la primera (vv. 19-23) Jesús dona su Espíritu a sus discípulos y, con él, el poder de vencer las fuerzas del mal. Es el mismo pasaje que encontraremos y comentaremos en la fiesta de Pentecostés. En la segunda (vv. 24-31) se narra el famoso episodio de Tomás. 

La duda de este apóstol ha entrado a formar parte del lenguaje popular: “Eres incrédulo como Tomás”. Sin embargo, mirándolo bien, parece que no haya exigido nada de extraordinario: pedía solamente ver lo que los otros habían visto. ¿Por qué esperar solamente de él una fe basada sobre la palabra? 

¿Ha sido Tomás, en realidad, el único en dudar mientras que los otros habrían creído en el Resucitado de un modo fácil e inmediato? Parece que no ha sido así.

En el evangelio de Marcos se dice que Jesús “les reprendió por su incredulidad y obstinación al no haber creído a los que lo habían visto resucitado” (Mc 16,14). En el evangelio de Lucas, el Resucitado se dirige a los discípulos, espantados y temblando de miedo, y les pregunta: “¿Por qué se asustan tanto? ¿Por qué tantas dudas?” En la última página del evangelio de Mateo, se llega a decir que cuando Jesús se apareció a sus discípulos sobre un monte de la Galilea (por tanto mucho tiempo después de las apariciones de Jerusalén) algunos dudaban todavía (Mt 28,17).

¡Por lo tanto todos, han dudado, no solamente el pobre Tomás! ¿Por qué, entonces, el evangelista Juan parece como si quisiera concentrar las dudas que han atormentado a todos por igual, en el pobre Tomás? Tratemos de averiguarlo. 

Cuando Juan escribe (hacia el año 95 d. C.) hacía ya tiempo que Tomás estaba muerto; el episodio, por tanto, viene referido no para desacreditar a Tomás, evidentemente. Si se ponen de relieve los problemas de fe que el apóstol ha tenido, la razón es otra: el evangelista quiere responder a los interrogantes y objeciones que los cristianos de su comunidad se ponían con creciente insistencia. Se trataba de creyentes de la tercera generación que no habían visto al Señor. Muchos de ellos, ni siquiera habían conocido a ninguno de los apóstoles. Les cuesta creer, se debaten en medio de dudas, quieren ver, tocar, verificar si verdaderamente el Señor ha resucitado. Se preguntan: ¿cuáles son las razones para creer? ¿Hay pruebas de que esté vivo? ¿Por qué no se aparece a nosotros? Son preguntan que nos hacemos también los cristianos de hoy. 

A estas preguntas Marcos, Lucas y Mateo responden diciendo que todos los apóstoles han tenido dudas. La fe en el Resucitado no ha resultado fácil ni rápida para ninguno; ha sido, por el contrario, un camino largo y fatigoso, a pesar de las muchas pruebas que Jesús les ha dado de estar vivo y de haber entrado en la gloria del Padre.

La respuesta que da el evangelista Juan es distinta; propone a Tomás como símbolo de las dificultades por las que atraviesa todo cristiano para llegar a la fe. Es difícil saber por qué se ha fijado Juan en este apóstol en concreto: ¿por haber tenido, quizás, más dificultades o haber necesitado más tiempo que los otros en creer en Jesús Resucitado? 

Sea lo que sea, lo que Juan quiere enseñar a los cristianos de su comunidad (y a nosotros) es que el Resucitado posee una vida que no puede ser captada por nuestros sentidos, ni tocada con las manos, ni vista con los ojos; solo puede ser alcanzada por la fe. Y esto, vale también para los apóstoles, a pesar de su experiencia única que han tenido con el Resucitado. 

No se puede tener fe en aquello que se ha visto. La resurrección no se puede demostrar científicamente, pues pertenece a una realidad diversa, la realidad de Dios. Si alguien exige ver, verificar, tocar…debe renunciar a la fe. 

Si nosotros decimos: “dichosos los que han visto”, Jesús, por el contrario, llama bienaventurados a los que no han visto, no porque hayan experimentado más dificultades en llegar a la fe y, por consiguiente, tengan más méritos, sino que son bienaventurados porque su fe es más genuina, más pura; porque, valga la expresión, es más fe . Quien ve, posee la certeza de la evidencia, posee la prueba irrefutable de un hecho. 

Tomás aparece otras dos veces en el evangelio de Juan y, nunca, bajo una luz positiva. Tiene siempre dificultad en creer; se equivoca; no entiende las palabras y decisiones del Maestro. 

Interviene por primera vez cuando, recibida la noticia de la muerte de Lázaro y Jesús decide marchar a Galilea, Tomás piensa que seguir al Maestro significa perder la vida. No comprende que Jesús es el Señor de la vida, por eso exclama desconsolado: “Vayamos también nosotros a morir con él” (Jn 11,16). 

Durante la última cena, Jesús habla del camino que está recorriendo, un camino que pasa a través de la muerte para llegar a la vida. Tomás interviene de nuevo: “Señor no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos conocer el camino? Está lleno de perplejidad y dudas, no acierta a aceptar lo que no comprende. Lo demuestra una tercera vez en el episodio narrado en el evangelio de hoy. 

Parece como si Juan se divirtiera en menospreciar la figura de Tomás. Al final, sin embargo, le hace justicia: pone en su boca la más alta, la más sublime de las profesiones de fe. En sus palabras nos viene dada la conclusión del itinerario de fe de los discípulos. 

Al principio del evangelio, los primeros dos apóstoles se dirigen a Jesús llamándolo Rabbí (cf. Jn 1,38). Es el primer paso hacia la compresión de la identidad del Maestro. No pasa mucho tiempo y Andrés, que ya ha comprendido mucho más, dice a su hermano Simón: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1,14). Natanael intuye inmediatamente con quien está tratando y dice a Jesús: “Tú eres el Hijo de Dios” (Jn 1,49). Los samaritanos lo reconocen como el Salvador del mundo (Jn 4,43); la gente como: el profeta (Jn 6,14) y el ciego lo proclama Señor (Jn 9,38). Para Pilato es el rey de los judíos (Jn 19,19). Es Tomás, sin embargo, el que dice la última palabra sobre la identidad de Jesús, lo llama: Mi Señor y mi Dios. Una expresión que la Biblia emplea para referirse a JHWH (cf. Sal 35,25). Tomás es, por tanto, el primero en reconocer la divinidad de Cristo, el primero que llega a captar lo que Jesús quería decir cuando afirmaba: “El Padre y yo somos uno” (Jn 10,30). 

La conclusión del episodio (vv. 30-31) presenta la razón por la que Juan ha escrito su libro: ha narrado una serie de “signos” (no todos, pero sí los suficientes) por dos razones: para suscitar o confirmar la fe en Cristo y para que, a través de la fe, sus lectores lleguen a la vida. El cuarto evangelio llama signos a los milagros. Jesús no los ha realizado para impresionar a su audiencia; es más, ha condenado a quien no creía si no veía prodigios (cf. Jn 4,48). Juan los cuenta no para impresionar a sus lectores, sino para “demostrar” el poder divino de Jesús.

 Los signos no son pruebas sino revelaciones de la persona de Jesús y de su misión. Solamente quien se eleva del hecho material a la realidad que el hecho significa, llega a creer de un modo sólido y duradero. Por ejemplo, no entiende el signo quien, en la distribución de los panes, no llega a comprender que Jesús es el pan de vida; o no reconoce en la curación del ciego de nacimiento que Jesús es la luz del mundo; o no ve en la reanimación de Lázaro que Jesús es el Señor de la vida. 

En el epílogo del evangelio, Juan usa la palabra signos en un sentido amplio, como pretendiendo abarcar toda la revelación de la persona de Jesús, sus gestos de misericordia, las curaciones, la multiplicación de los panes, sus palabras, su muerte y resurrección… (cf. Jn 12,37). Quien lee su libro y comprende estos signos, se encontrará frente a frente con la persona de Jesús y será invitado a hacer una elección. Escogerá la vida quien reconozca en él al Señor y le dé su adhesión.

He aquí una prueba para quienes buscan razones para creer: el mismo evangelio. Allí resuena la palabra de Cristo, allí aparece nítida su persona. No existen otras pruebas fuera de esta misma Palabra. Lo dice Jesús en la parábola del Buen Pastor: “Mis ovejas reconocen mi voz” (Jn 10,4-5.27). No son necesarias apariciones; en el evangelio resuena la voz del Pastor y, para las ovejas que le pertenecen, el sonido inconfundible de su voz basta para reconocerlo y sentirse atraídos por él. 

Pero ¿dónde se puede escuchar esta voz? ¿Dónde resuena esta palabra? ¿Es posible repetir hoy la experiencia que los apóstoles han tenido el día de Pascua y “ocho días después”? ¿Cómo? 

Nos habremos dado cuenta, seguramente, de ciertos detalles, primero: ambas apariciones tienen lugar en domingo; segundo: los que hacen la experiencia del Resucitado son más o menos las mismas personas; tercero: el Señor se presenta con las mismas palabras: “La paz esté con ustedes” y cuarto: en ambos encuentros, Jesús muestra los signos de su pasión. Existen otros detalles, pero bastan estos para que nos ayuden a responder a la pregunta que nos hemos planteado. 

Los discípulos se encuentran reunidos en casa. El encuentro al que claramente se refiere Juan, es el encuentro que acaece en el día del Señor, el que tiene lugar cada “ocho días”, cuando la comunidad viene convocada para la celebración de la Eucaristía. Es allí, encontrándose reunidos todos los creyentes, donde se aparece el Resucitado quien, por boca del celebrante, saluda a todos los presentes y, como en la tarde de Pascua y también ocho días después, se dirige a ellos con las palabras: “La paz esté con ustedes”. 

Es en el momento de la eucaristía en que Jesús se manifiesta vivo a sus discípulos. Quien no asiste a estos encuentros dominicales, como Tomás, no puede tener la experiencia del Resucitado (vv. 24-25); ni oír su saludo; ni escuchar su Palabra; no puede recibir su paz y su perdón (vv. 19.26.23); ni experimentar su alegría (v. 20); ni recibir su Espíritu (v. 22). Quien se queda en casa el día del Señor, quizás para rezar solo y con más tranquilidad, podrá, sí, establecer cierto contacto con Dios, pero no experimentará la presencia del Resucitado, porque éste se hace presente allí donde la comunidad está reunida. 

¿Qué le sucederá a quien no encuentra al Resucitado? Tendrá necesidad como Tomás, de pruebas para creer, pero nunca las encontrará. 

 Contrariamente a cuanto nos presentan las pinturas de los artistas, Tomás no introdujo la mano en las heridas del Señor. Según el texto evangélico, no resulta que haya tocado al Señor. Tomás, por consiguiente, pudo pronunciar su profesión de fe solamente después de haber escuchado la voz del Resucitado, estando reunido con los hermanos y hermanas de Comunidad. Y la posibilidad de hacer esta experiencia del Resucitado se ofrece a todos los cristianos…¡cada ocho días! 

Un video del P. Fernando Armellini con subtítulos en español

y doblado por el P. Alberto Rossa, cmf:

Subtítulos (elige Español):

https://youtu.be/oa2EIrKpQMg

Subtítulos grabados:

https://youtu.be/1qnPQKCZT2s

Doblado:

https://youtu.be/xwDGjdEojv0

 

Categorías: Ciclo B

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