Quinto Domingo de Pascua – 2 de mayo de 2021 – Año B

¿Quién pertenece a Cristo?

Un video del P. Fernando Armellini

con subtítulos en español y

doblado por el P. Alberto Rossa, cmf:

 

Subtítulos (elige ‘Español’):

Subtítulos grabados:

Doblado:

Introducción

 

“Fuera de la Iglesia no hay salvación”. Es célebre esta declaración pronunciada en el siglo III por Cipriano, obispo de Cartago, y no siempre interpretada correctamente.

 

 Muchos cristianos en el pasado han cometido el error de identificar el reino de Dios con la institución de la Iglesia a la que pertenecían, haciendo gala de certezas arrogantes, cultivando prejuicios contra las otras religiones y teniendo a sus seguidores como impuros y alejados. En los casos más aberrantes también han recurrido a la fuerza para forzarlos a la conversión y al bautismo.

 

Iglesia y Reino de Dios no son intercambiables. Hay zonas de sombra en la iglesia que se autoexcluyen del reino de Dios, porque en ellas se esconde el pecado, y hay enormes márgenes más allá de los confines de la iglesia en los que está presente el reino de Dios, porque allí actúa el Espíritu.

 

“Practicante” no equivale a estar “inserto en el Cuerpo de Cristo”. “Creyente” no es alguien que se limita a las prácticas religiosas: la misa, los sacramentos, oraciones, devociones, sino aquel que, a imitación de Cristo, práctica la justicia, la fraternidad, la comunión de bienes, la hospitalidad, la lealtad, la sinceridad, el rechazo de la violencia, el perdón de los enemigos, el compromiso con la paz.

 

La línea de demarcación entre los que pertenecen y los que no pertenecen a Cristo no pasa por el campo de lo sagrado, sino por el del amor al hombre y Dios acepta a “quien lo respeta y practica la justicia de cualquier nación (y religión) que sea” (Hch 10,35).

 

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

«Dondequiera que brote el amor, la alegría, la paz, el perdón, allí está el Espíritu del Resucitado».

 

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1° Lectura | 2° Lectura | Evangelio

 

 

Primera Lectura: Hechos 9,26-31

 

En aquellos días 9,26: llegado Pablo a Jerusalén, intentaba unirse a los discípulos; pero ellos le tenían miedo, porque no creían que fuera discípulo. 9,27: Bernabé, haciéndose cargo de él, se lo presentó a los apóstoles y él les contó cómo había visto al Señor en el camino, cómo le había hablado y con qué franqueza había anunciado en Damasco el nombre de Jesús. 9,28: Saulo se quedó en Jerusalén, moviéndose libremente; anunciaba valientemente el nombre de Jesús, 9,29: conversaba y discutía con los judíos de lengua griega, pero estos tramaban su muerte. 9,30: Sus hermanos, al enterarse lo acompañaron hasta Cesarea y lo enviaron a Tarso. 9,31: La Iglesia entera de Judea, Galilea y Samaría gozaba de paz, se iba construyendo, vivía en el temor del Señor y crecía animada por el Espíritu Santo. – Palabra de Dios

 

 

Algunos años después de su conversión, Pablo decide hacer un viaje a Jerusalén. Quería encontrase con Pedro y conocer a aquella comunidad a la que había antes perseguido tan ferozmente. Todos estaban al corriente de su cambio radical de vida, sin embargo, todavía muchos desconfiaban de él y, antes de acogerlo, querían asegurarse de la solidez de su decisión (v. 26). Interviene Bernabé, un discípulo eminente y respetado por todos por su generosidad (cf. Hch 4,36-37) y dedicación a la causa del Evangelio. Él conocía bien a Pablo, estaba al corriente de su preparación bíblica y había intuido que podía llegar a ser un gran apóstol. Lo tomó consigo y lo presentó a la comunidad.

 

Después de este primer, difícil encuentro con los nuevos hermanos de fe en Jerusalén, Pablo se enfrentó en un amargo conflicto con los exponentes más fanáticos de la institución religiosa judía que incluso intentaron matarlo. Lo consideraban un hereje, un traidor a la fe y las tradiciones de los padres (vv. 28-30). Era sólo el comienzo de una larga serie de persecuciones que el Apóstol tendría que padecer por Cristo.

 

El mensaje contenido en este episodio va mucho más allá de la información biográfica. 

 

Cuando, por primera vez después de su conversión, Pablo fue a Jerusalén, ya había desarrollado –como él mismo refiere en su carta a los Gálatas– un ministerio apostólico en el reino de los nabateos (hoy Jordania) y en Damasco, donde el Etnarca del rey Aretas había intentado capturarlo. No había anunciado Cristo a los paganos por propia iniciativa: la misión le había sido confiada, a lo largo del camino de Damasco, por el mismo Jesús (cf. Gál 1,11-16). Sin embargo, a pesar de haber recibido una revelación verdaderamente especial, no se sentía autorizado a actuar con independencia de los hermanos en la fe, y quiso establecer de inmediato estrechas relaciones con la comunidad madre de Jerusalén, presidida por Pedro.

 

Habría tenido mil motivos para seguir su propio camino. Había intuido antes que los otros las opciones pastorales adecuadas, se dio cuenta de que la comunidad cristiana corría el peligro de quedarse encerrada en un gueto, que tendría que cortar las amarras que la mantenían ligada a la institución judía, y lanzarse hacia el mundo. Pero los que pensaban como él, eran una minoría en la iglesia, y el mismo Pedro vacilaba. ¿Qué hacer? ¿Irse por su cuenta sin preocuparse de los otros?

 

A través del comportamiento de Pablo, el autor de Hechos quiere enviar un mensaje a aquellos que, aún hoy día, están apasionadamente comprometidos con la causa del evangelio, pero se sienten poco comprendidos por sus comunidades; deben afrontar incomprensiones y divergencias y quizás sientan la tentación de aislarse o abandonar todo. Pablo intentó, desde el principio la unidad con los hermanos de la fe y, más adelante en su ministerio y ningún conflicto fue capaz de alejarlo de la comunidad eclesial.

 

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Segunda Lectura: 1 Juan 3,18-24

 

3,18: Hijos míos, no amemos de palabra y con la boca, sino con obras y de verdad. 3,19: Así conoceremos que procedemos de la verdad y tendremos ante él la conciencia tranquila, 3,20: y aunque la conciencia nos acuse, Dios es más grande que nuestra conciencia y lo sabe todo. 3,21: Queridos, si la conciencia no nos acusa, podemos confiar en Dios, 3,22: y recibiremos de él lo que pidamos, porque cumplimos sus mandatos y hacemos lo que le agrada. 3,23: Y éste es su mandato: que creamos en la persona de su Hijo Jesucristo y nos amemos unos a otros como él nos mandó. 3,24: Quien cumple sus mandatos permanece con Dios y Dios con él. Y sabemos que permanece con nosotros por el Espíritu que nos ha dado. – Palabra de Dios

 

 

Aunque nos esforcemos por vivir de modo coherente con nuestra fe, nos damos cuenta de que seguimos siendo pecadores; Juan nos lo recuerda al comienzo de su carta: «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros» (1 Jn 1,8). ¿Cómo saber, entonces, si estamos unidos a Cristo o no, si somos ramas por las que corre su savia, es decir, su Espíritu, o ramas muertas e improductivas?

 

El maravillarse de Jesús frente a la fe de la mujer cananea (cf. Mt 15,28) y del centurión de Cafarnaúm, su exclamación: “Les aseguro que no he encontrado una fe semejante en ningún israelita” (Mt 8,10), la constatación de que existen tantos paganos buenos y generosos como Cornelio que «hacía muchas limosnas al pueblo y oraba constantemente a Dios» (Hch 10,2), nos obligan a preguntarnos si están ya unidos a Cristo, de una manera o de otra, los que, aun no estando bautizados, llevan una vida recta.

 

En el pasaje de hoy, Juan responde a estos interrogantes y sugiere el criterio que permite establecer quién pertenece realmente a Cristo. Lo que importa no es el hecho de tener el propio nombre escrito en los registros de la parroquia, sino de acoger al Espíritu que es libre como el viento, que no se deja monopolizar por ninguna institución, ni siquiera por la eclesiástica y actúa en quien lo acoge.

 

Existe una señal incuestionable de su presencia: las obras de amor. En el versículo inmediatamente anterior a nuestro texto, Juan introduce así su pensamiento: «Si alguno vive en la abundancia y viendo a su hermano necesitado le cierra el corazón y no se compadece de él, ¿cómo puede conservar el amor de Dios?» (v. 17), y concluye: «Hijitos, no amemos de palabra ni con la boca, sino con obras y de verdad» (v. 18). El signo de la presencia del Espíritu de Cristo no son las profesiones de fe proclamadas en palabras, sino las obras concretas en favor del hombre.

 

Quien no tiene el Espíritu de Dios no puede producir obras de amor, si las hace es señal de que está unido a Cristo y a Dios.

 

Incluso aquellos que no han conocido a Cristo, si practican el amor, pueden estar seguros de poseer la vida divina, porque «el amor viene de Dios; todo el que ama es hijo de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, ya que Dios es amor» (1 Jn 4,7-8).

 

La lectura continúa con una de las afirmaciones más bellas de toda la Biblia. Si hacemos un balance de nuestra vida, nos vemos obligados a admitir de haber cometido errores, de haber estado condicionados por defectos y hábitos que no hemos sido capaces de corregir; por eso, no podemos liberarnos del pensamiento de que también Dios nos rechaza y nos condena como nos condena nuestro corazón.

 

La respuesta de Juan es reconfortante: si nos comprometemos con un amor práctico al hermano, ya no tenemos que tener miedo de nuestras miserias, de nuestra fragilidad y ni siquiera del juicio severo de nuestro corazón; de lo que éste pueda imputarnos, podemos tranquilizarlo, porque “Dios es más grande que nuestro corazón” (v. 20).

 

La más diabólica de las tentaciones es que la que nos hace imaginar a Dios más pequeño que nuestro corazón. Una madre está dispuesta a perdonar a su hijo de cualquier error, incluso si éste no se ha arrepentido del mal cometido. Sin embargo, esta misma madre puede estar convencida de que Dios, siendo justo, un día enviará su hijo al infierno. Quién no rechaza este pensamiento, cree que Dios es más pequeño que su corazón.

 

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Evangelio: Juan 15,1-8

 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 15,1: Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. 15,2: Él corta los sarmientos que en mí no dan fruto; los que dan fruto los poda, para que den aún más. 15,3: Ustedes ya están limpios por la palabra que les he anunciado. 15,4: Permanezcan en mí como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto por sí solo, si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí. 15,5: Yo soy la vid, ustedes los sarmientos: quien permanece en mí y yo en él dará mucho fruto; porque separados de mí no pueden hacer nada. 15,6: Si uno no permanece en mí, lo tirarán afuera como el sarmiento y se secará: los toman, los echan al fuego y se queman. 15,7: Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pedirán lo que quieran y lo obtendrán. 15,8: Mi Padre será glorificado si dan fruto abundante y son mis discípulos. – Palabra del Señor

 

 

La Tierra Prometida es recordada en la Biblia, no sólo como aquella en la que “mana leche y miel”, sino también donde se cultivan viñas y olivos (cf. Jos 24,13). Toda familia hebrea plantaba, junto a su casa, la parra que le daba sombra durante el largo verano (cf. 1 Re 5,5) además de preciosos racimos de uvas que, en parte, se hacían secar para producir uvas pasas y las restantes eran pisadas para conseguir un vino bueno y fuerte. Asociada espontáneamente a la alegría y a celebración, la vid y la viña se utilizan a menudo en la Biblia, de manera simbólica, como expresión de las bendiciones de Dios. También Jesús, crecido en una comunidad agrícola de Palestina, ha utilizado estas imágenes en sus parábolas y alegorías.

 

«Yo soy la vid verdadera» (v. 1) es la afirmación solemne con la que Jesús comienza el evangelio de hoy. Para comprender el significado y también el componente provocativo de esta frase, es necesario tener presente que la viña del Señor, cantada por los profetas, era Israel, viña que había producido abundantes frutos de lealtad cuando era «como uvas en el desierto» (Os 9,10) y cuando respondía a los cuidados de Dios. «Aquel día cantarán a la viña hermosa; Yo, el Señor, soy su guardián, la riego con frecuencia, para que no le falte su hoja, noche y día la guardo. Si me diera zarzas y cardos, me lanzaría contra ella para quemarlos todos” (Is 27,2-5).

 

Símbolo del “Israel-Viña del Señor” en el templo de Jerusalén, era la vid de oro que cubría las paredes del vestíbulo y que se extendía progresivamente, gracias a los sarmientos, pámpanos y uvas de oro ofrecidas por los peregrinos.

 

La “Viña-Israel” había sido plantada en el suelo fértil de una colina, pero decepcionó a su Dios y comenzó a producir uva agria (cf. Is 5,1-4). El Señor se quejó: «Yo te planté vid selecta de cepas legítimas y tú te volviste espino, niña bastarda” (Jer 2,21) y tomó una decisión dolorosa, pero necesaria: «Le quitaré su valla para que sirva de pasto, destruiré su cerca para que la pisoteen. La dejaré arrasada: no la podarán ni la limpiarán, crecerán zarzas y cardos; prohibiré a las nubes que lluevan sobre ella” (Is 5,5-7).

 

 Sin embargo, las obras que Dios comienza nunca terminan en fracaso. Israel se había comportado como vid infiel, pero ¿qué hizo el viticultor que «esperó de ellos derecho, y ahí tienes: asesinatos, esperó justicia y ahí tienes: lamentos?” (Is 5,7).

 

No la repudió a pesar de la infidelidad, porque «los dones y la llamada de Dios son irrevocables» (Rom 11,29). A partir de esta cepa vieja y estéril hizo germinar, en el día de Pascua, un retoño nuevo, genuino: Cristo, la vid verdadera.  

 

Jesús es la vid y los discípulos, que forman los sarmientos, son parte de él y es de ellos que el Señor espera frutos deliciosos: la justicia, la rectitud, el amor; por eso actúa de jardinero, de viñador: los poda y los corta (vv. 2-3). 

 

Estos dos trabajos agrícolas eran realizados por los viñadores en diferentes estaciones del año. El primero tenía lugar durante el invierno y consistía en arrancar las ramas inútiles; en el segundo, en agosto, se cortaban los brotes débiles para favorecer los mejores.

 

La interpretación más inmediata de estas imágenes puede conducir a la tristeza; parece, de hecho, una grave amenaza para los sarmientos muertos o improductivos, que podrían indicar a los cristianos tibios o incoherentes con su propia fe. Su destino sería el fuego: «Si uno no permanece en mí, lo tirarán afuera como el sarmiento y se secará: los toman, los echan al fuego y se queman” (v. 6).

 

Es una interpretación engañosa y contradictoria con la predilección de Dios por los más débiles.

 

Podar y cortar no son imágenes de represalias, sino de la premura de Dios en favor de todo hombre y de todo discípulo. El hecho de estar incorporados a Cristo –ya sea por acción directa del Espíritu, como sucede con quienes no han sido bautizados, ya sea por el renacer por “el agua y el Espíritu” como en el caso de los cristianos– no nos dispone a producir automáticamente fruto. Las ramas secas no representan a individuos que se comportan de manera poco edificante, sino a las miserias, las infidelidades al evangelio, las debilidades, los pequeños y grandes pecados presentes incluso en el mejor de los discípulos. Nadie es inmune, todo el mundo tiene una necesidad constante de purificación.

 

La separación maniquea entre buenos y malos, entre los que se sienten bien porque pertenecen a la “institución-iglesia” y los que están fuera, es una forma de arrogancia espiritual y de hipocresía. Quién ve ramas secas solamente en los otros, quien piensa que sólo los demás tienen urgente necesidad de poda, quien pretende incluso excluirlos de la comunidad o cree que son rechazados por Dios, es un insensato, descubre solamente la pelusa en el ojo de su hermano y no se da cuenta de la viga que está en el suyo (cf. Mt 7,4).

 

Incluso el desaliento ante las miserias humanas presentes en la Iglesia, es signo de falta de confianza en el trabajo purificador de Dios. Las decepciones causadas por los pecados de los que profesan ser cristianos, pueden llevar a alguno a la penosa decisión de abandonar la comunidad. Elección comprensible y digna de respeto, pero será siempre una decisión equivocada. Quién no comprende a los hermanos que cometen errores, quien los rechaza, se aleja también de la vid, Jesús, que acariciaba a los leprosos (cf. Mc 1,41) y era “amigo de publicanos y pecadores” (Mt 11,19).

 

“Ustedes ya están limpios por la palabra que les he anunciado» (v. 3) no es una declaración de inocencia de los discípulos, sino la indicación del instrumento del que el Padre se sirve para podar.

 

 En la última Cena, Jesús dijo a sus discípulos: «Ustedes están limpios, aunque no todos» (Jn 13,11). Se refería a Judas, el discípulo que representa a quienes, a pesar de haber dado su adhesión a Cristo, cultivan proyectos opuestos a los de Él: el poder en lugar del servicio, la búsqueda del primer puesto en lugar del último. Judas es la imagen de quien no permite al Padre intervenir en su vida, de quien no se deja «limpiar» la mente y el corazón por la Palabra de Dios y, por tanto, corre el peligro de perecer.

 

Confrontarse con la persona de Jesús y su Palabra constituye una continua y necesaria poda, porque “la Palabra de Dios es viva y eficaz y más cortante que espada de dos filos; penetra hasta la separación de alma y espíritu, articulaciones y médula, y discierne sentimientos y pensamientos del corazón” (Heb 4,12). No hay rincón oscuro o secreto del corazón que escape a su luz, no hay sombra de muerte que ella no disipe. Señala a las ramas deben ser eliminadas y las hojas inútiles que quitan espacio y rayos del sol a los brotes productivos, muestra lo efímeras que son las manifestaciones externas de religiosidad que no corresponden a una auténtica adhesión a Cristo.

 

A pesar de su inevitable aspecto doloroso, esta obra de purificación es siempre motivo de alegría porque es el Padre el que la lleva a cabo; las manos de Dios hieren solo para sanar (cf. Job 5,17). «Aguanten, es por su educación, que Dios los trata como a hijos –explica el autor de la carta a los hebreos–. ¿Hay algún hijo a quien su padre no castigue?(Heb 12,7).

 

Las críticas, a veces duras y punzantes que, de muchas partes, le llueven hoy a la iglesia, no pueden ser rechazadas demasiado fácilmente como expresiones de gente rencorosa que no aman a Cristo y pensar, por tanto, que críticas semejantes no merecen ninguna consideración. Podrían, por el contrario, ser una llamada de atención a una vida más coherente con la fe que profesamos o tal vez, una poda saludable, aunque dolorosa. 

 

¿Para quién se producen estos frutos? Para la gloria del Padre, responde el último versículo del pasaje evangélico de hoy (v. 8). 

 

Dios no espera aplausos y elogios. Su gloria consiste en la manifestación y efusión de su amor a toda la humanidad. Es en vista a esta obra de amor que los discípulos se asocian con Cristo, en perfecta unidad, porque juntamente con Él, forman la verdadera vid.

 

La vid no produce uva para sí misma, sino para los demás. El sarmiento encuentra su propia realización cuando se siente vivo, cuando ve despuntar los brotes, las flores, las hojas y los dulces racimos.

 

El cristiano no produce obras de amor para sí mismo, para auto-complacerse en su propia perfección moral, ni siquiera para obtener una recompensa de Dios; él es como el Padre que está en los cielos: ama sin esperar nada a cambio. Su recompensa es la alegría de ver feliz a un hermano, de constatar que el amor de Dios se manifiesta a través de él. Nada más y nada menos: ésta es, en realidad, la alegría misma de Dios y, cuando habrá llegado a su plenitud en todos, será el reino de Dios.

 

 

Un video del P. Fernando Armellini con subtítulos en español

y doblado por el P. Alberto Rossa, cmf:

 

Subtítulos (elige ‘Español’):

https://youtu.be/YLrXJ6KLg4o

 

Subtítulos grabados:

https://youtu.be/MnN3-aB4j7U

 

Doblado:

https://youtu.be/_jsthEu-Mis

 

 

Categorías: Ciclo B

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