San Pedro y San Pablo – 29 de Junio

Por caminos distintos,

llegaron a la misma meta

Un video del P. Fernando Armellini

con subtítulos en español y

doblado por el P. Alberto Rossa, cmf:

 

Subtítulos (elige ‘Español’): 

Subtítulos grabados: 

Doblado Español: 

Introducción

“Tenían un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32). Con esta bien conocida afirmación resume Lucas el acuerdo existente en la primitiva comunidad. Sin embargo, raramente se han registrado en la historia de la Iglesia tensiones y contrastes tan fuertes como los que tuvieron lugar en la Iglesia durante los primeros decenios de existencia. Los cristianos de origen judío, celosos guardianes de las usanzas religiosas de su pueblo, exigían que se continuaran observando las prescripciones de la Ley como signo de fidelidad a Dios. Los espíritus más abiertos, por el contrario, habían tomado conciencia de que las tradiciones de los antiguos habían ya cumplido su cometido (llevar a Cristo). Seguir observándolas constituía un serio obstáculo a los paganos que deseaban adherirse al Evangelio.

 Pedro –un conservador por la educación recibida, aunque no fanático– trató de mediar entre estas ‘dos alas’ de la comunidad, pero terminó descontentando a todos. 

Pablo –él sí un tradicionalista fanático– había partido desde las posiciones más rígidas de la religión judía, llegando después a una ruptura radical con el pasado, hasta el punto de mostrarse intolerante con los que, como Pedro, no tenían el coraje de tomar decisiones radicales. Un día, en Antioquía de Siria, lo insultó públicamente tachándolo de hipócrita (cf. Gál 2,11-14). 

 Pronto, sin embargo, las relaciones entre los dos apóstoles se restablecieron y Pedro, en una Carta, llama a Pablo: “nuestro hermano carísimo” (2 Pe 3,15). Juntos dieron la vida por Cristo y hoy, también juntos, celebramos su fiesta. Por caminos diferentes –y muy lentamente– llegaron a reconocer en Jesús al Mesías de Dios. 

 Pedro había encontrado a quien sería su Maestro junto al lago de Galilea. Al principio lo identificó como el carpintero que venía de Nazaret. Después se dio cuenta de que era un gran profeta; seguidamente, en Cesarea de Filipo, descubrió, al fin, su verdadera identidad y declaró: “Tú eres en Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mc 8,27). Profesó una fórmula de fe perfecta. No obstante, creer en Cristo no significa aceptar un contenido de verdades, sino compartir las decisiones de vida que Él propone. Los sueños que cultivaba Pedro no eran los del Señor: “Tus pensamientos –le dijo Jesús– son los de los hombres, no los de Dios” (Mc 8,33). Solo a la luz de la Pascua comenzó a comprender y, tímidamente, se atrevió a confesar su débil fe: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero” (Jn 21,17).

 Pablo ha recorrido un camino distinto. Ha considerado a Jesús, en primer lugar, como un adversario a combatir, un demoledor de las esperanzas mesiánicas de Israel, un blasfemo que predicaba un Dios diferente del de los guías espirituales de su pueblo. Lo había conocido “según la carne” (2 Cor 5,16), según los criterios religiosos, políticos y sociales de este mundo. A partir de estos parámetros, no podía menos de considerarlo un malhechor, un subversivo del orden establecido, un herético. 

 En el camino de Damasco, recibió la luz de lo alto y comprendió: Jesús, el crucificado, es el Mesías de Dios. Y desde aquel momento, lo que él consideraba un tesoro precioso se convirtió en basura (cf. Fil 3,7-8). Si nuestra fe es menos sufrida que la de estos dos apóstoles que hoy festejamos, quizás tampoco sea tan auténtica.

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

“Los caminos son diferentes, pero todos conducen al Señor”.

 

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1° Lectura | 2° Lectura | Evangelio

 

Primera Lectura: Hechos 12,1-11

12,1: Por aquel tiempo el rey Herodes emprendió una persecución contra algunos miembros de la Iglesia. 12,2: Hizo degollar a Santiago, el hermano de Juan. 12,3: Y, viendo que esto agradaba a los judíos, hizo arrestar a Pedro durante las fiestas de los Ázimos. 12,4: Lo detuvo y lo metió en la cárcel, encomendando su custodia a cuatro piquetes de cuatro soldados cada uno. Su intención era exponerlo al pueblo pasada la Pascua. 12,5: Mientras Pedro estaba custodiado en la cárcel, la Iglesia rezaba fervientemente a Dios por él. 12,6: La noche anterior al día en que Herodes pensaba presentarlo al pueblo, Pedro dormía entre dos soldados, sujeto con dos cadenas, mientras los centinelas hacían guardia ante la puerta de la cárcel. 12,7: De repente se presentó un ángel del Señor y una luz resplandeció en el calabozo. El ángel tocó a Pedro en el costado, lo despertó y le dijo: “Levántate rápido”. Se le cayeron las cadenas de las manos 12,8: y el ángel le dijo: “Ponte el cinturón y cálzate las sandalias.” Así lo hizo. Luego añadió: “Cúbrete con el manto y sígueme.” 12,9: Salió Pedro detrás de él, sin saber si lo del ángel era real, porque le parecía que aquello era una visión. 12,10: Pasaron la primera guardia y la segunda, llegaron a la puerta de hierro que daba a la calle, que se abrió por sí sola. Salieron y, cuando llegaron al extremo de una calle, el ángel se alejó de él. 12,11: Entonces Pedro, volviendo en sí, comentó: “Ahora entiendo de veras que el Señor envió a su ángel para librarme del poder de Herodes y de todo lo que esperaba el pueblo judío”. – Palabra de Dios

Compañero de los desenfrenos de Calígula, Herodes Agripa había conseguido del amigo, convertido en emperador, el reino de su abuelo Herodes el Grande. Era un usurpador pero, hábil demagogo, supo cautivarse las simpatías del pueblo judío, ostentando una observancia escrupulosa de la Ley y de las tradiciones. Para complacer al ala religiosa más conservadora, comenzó a perseguir a los cristianos y se enfrentó con el pueblo porque éste se separaba de la práctica religiosa de los antiguos y no tenía escrúpulo, entre otras cosas, en sentarse a la mesa con los paganos. Hizo matar a Santiago de Zebedeo y arrestó a Pedro con el propósito de ejecutarlo en presencia del pueblo en la semana después de Pascua cuando Jerusalén hervía de peregrinos.

Encerrado en prisión, Pedro dormía. Su sueño puede ser interpretado como señal de serenidad interior, pero también como rendición frente a la prepotencia del mal. En solidaridad con el apóstol, la comunidad reunida elevaba a Dios su plegaria ‘incesante e intensa’. Era de noche y, cuando todas las humanas esperanzas parecía que se habían desvanecido, he aquí que se rompen las cadenas, se abre de par en par la puerta de hierro, un ángel desciende del cielo y libera al apóstol. ¿Crónica de un hecho o cuento de fábula? ¡Demasiado bello para ser verdad!, podríamos decir. No sería difícil creer en un Dios que socorre de esta manera a sus fieles y que, viéndolos en dificultad, envía a sus ángeles para liberarlos. 

El libro de los Hechos de los Apóstoles ha sido escrito en tiempos de Domiciano, el déspota loco que pretendía que se le rindiese culto como a un dios y perseguía a los cristianos que no se sometían a sus delirantes deseos. Para infundir ánimo y esperanza a estos cristianos perseguidos, Lucas les recuerda las pruebas a que estuvieron sometidos desde el principio los apóstoles y cómo éstos se habían mantenido fieles hasta dar la propia vida.

Hay un segundo mensaje que quiere comunicarnos: Dios no abandona nunca a quien se juega la vida por el Evangelio. No lo dice con palabras sino que lo ilustra con un episodio acaecido en Jerusalén cuarenta años antes: Pedro había sido hecho prisionero y, cuando todos estaban ya resignados a lo peor, el apóstol, de improviso, quedó libre. 

Las circunstancias en que se produjo esta liberación son difíciles de establecer, pero esto no le interesa a Lucas. Lo que verdaderamente le interesaba era mostrar que el Señor había intervenido a favor de su apóstol y, para dar un tono de frescura a su relato, mantener viva la atención del lector y disponerlo a acoger el mensaje, ha introducido en el acontecimiento detalles maravillosos tomados del Antiguo Testamento. 

La imagen central es “el misterioso ángel del Señor” que, resplandeciente de luz, se presenta a Pedro. Cuando la Biblia habla de ángeles no debemos pensar inmediatamente en criaturas etéreas con alas, cabellos al viento y mirada dulce. La expresión “ángel del Señor” es empleada en la Escritura para designar la acción de Dios en el mundo y describir su intervención eficaz en la historia (cf. Gén 16,7-13; 21,17-19; 22,11.16ss; Éx 3,1-5; Jue 2,1-5; 2 Re 1,3.15; Hch 8,26.29).

Algunas veces, el “ángel del Señor” indica directamente a Dios, pero más frecuentemente se refiere a su intermediario humano. Por ejemplo, cuando Dios dice a su pueblo: “Voy a enviarte un ángel por delante para que te cuide en el camino y te lleve al lugar que he preparado…Mi ángel irá por delante” (Éx 23,20-24), no se refiere a un espíritu sino a un hombre concreto, Moisés, el ‘ángel’ encargado de llevar a cumplimiento la liberación de Israel. 

Debemos ser muy cautos a la hora de interpretar estas ‘apariciones’. Las visiones, las voces del cielo, la intervención de personajes sobrenaturales, a menudo no son otra cosa que un lenguaje humano para poner de relieve un hecho real y concreto pero inefable: la providencia, la asistencia del Señor, la luz interior que Dios concede a sus fieles. Los autores bíblicos suelen dejar en silencio las causas segundas, a los mediadores y las circunstancias, e inmediatamente apuntan al autor principal, Dios, que ha guiado el acontecimiento. 

La clave de lectura de todo el pasaje es la frase que Pedro pronuncia cuando se da cuenta de lo que ha sucedido: “Ahora, dice, entiendo de veras que el Señor ha enviado su ángel para librarme del poder de Herodes” (v. 11). Ha comprendido que su liberación no era una iniciativa suya sino obra del Señor. 

En Roma, durante la persecución de Nerón, Pedro y Pablo no escaparon de la muerte; ninguno los defendió, es más –como escribe Clemente romano en su Carta a los cristianos de Corinto– “los buenos apóstoles Pedro y Pablo, las mayores y más virtuosas columnas de la Iglesia” cayeron víctimas “del celo y la envidia”, probablemente de sus mismos compañeros de fe (1 Clem 5,2-7). No obstante, el “ángel del Señor” cumplió un prodigio más extraordinario en el martirio de Pedro y Pablo: ha liberado a los dos apóstoles no de las cadenas sino del temor de ofrecer la vida por Cristo. 

Es éste el prodigio que Dios quiere realizar en cada auténtico discípulo: liberarlo de las cadenas que lo tienen prisionero y le impiden correr libremente a lo largo del camino trazado por Jesús.

 

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Segunda Lectura: 2 Timoteo 4,6-8.17-18

4,6: En cuanto a mí, ha llegado la hora del sacrificio y el momento de mi partida es inminente. 4,7: He peleado el buen combate, he terminado la carrera, he mantenido la fe. 4,8: Sólo me espera la corona de la justicia, que el Señor como justo juez me entregará aquel día. Y no solo a mí, sino a cuantos desean su manifestación. 4,17: El Señor, sí, me asistió y me dio fuerzas para que por mi medio se llevase a cabo la proclamación, de modo que la oyera todo el mundo; así, el Señor me arrancó de la boca del león. 4,18: Él me librará de toda mala partida y me salvará en su reino celeste. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén. – Palabra de Dios

La Carta de la que ha sido sacado este pasaje no fue escrita por Pablo sino por un fiel discípulo suyo quien, para infundir ánimos a los cristianos de sus comunidades perseguidas, les hace contemplar, en la figura del apóstol de los gentiles, al prototipo de discípulo, al ideal del mártir animoso y valiente. 

En la última parte de la Carta, pone en labios de Pablo un emocionado discurso de adiós. Pablo está en una cárcel de Roma a la espera de la ya inminente ejecución capital: “En cuanto a mí, ha llegado la hora del sacrificio y el momento de mi partida es inminente” (v. 6). No habla de muerte sino de una meta por largo tiempo suspirada. Con una imagen náutica, dice que está desplegando las velas para separarse de las orillas de esta vida y alcanzar el puerto seguro, la patria celeste donde ha anclado Cristo. Escribiendo a los filipenses, había ya expresado el mismo anhelo: “Para mí, la vida es Cristo y morir, una ganancia… Mi deseo es morir para estar con Cristo” (Fil 1,21.23). 

Como había hecho en Mileto saludando a los ancianos de Éfeso (cf. Hch 20,27-28), también aquí, recurriendo a imágenes, hace un balance de toda su vida. Se ha comportado como soldado fiel, seguro de que su Señor reconocerá su empeño y coraje a lo largo de una vida a su servicio. Ha competido como un atleta serio, sin reservas y se ha sometido a todo tipo de renuncias para ganar la competición. Nunca ha abandonado la carrera; se ha atenido a las reglas y ahora llega a la meta (v. 7).

Se siente viejo y cansado por el trabajo y las luchas que ha sostenido. Confía en que el Señor, justo juez, no le concederá una efímera corona de laurel sino una gloriosa “corona de justicia”, la que Dios ofrecerá no solo a él, sino a todos aquellos que “desean su manifestación” (v. 8), a aquellos que, en la espera del encuentro con el Señor, han llevado una vida coherente con el Evangelio.

En la segunda parte del pasaje (vv. 16-18) el autor de la Carta da los últimos retoques a la figura idealizada del Maestro. Inspirándose en los Salmos –que frecuentemente presentan a la persona inocente como perseguida e indefensa– muestra que, en Pablo, se realiza la figura bíblica del justo abandonado por amigos y vecinos, pero que perdona a sus enemigos poniendo su destino en las manos de Dios. 

Estos versículos sintetizan de modo admirable la vida del Apóstol. Su adhesión ejemplar al Evangelio se nos propone hoy para estimularnos a llevar una vida más coherente con la fe que profesamos.

 

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Evangelio: Mateo 16,13-19

16,13: Cuando llegó Jesús a la región de Cesárea de Felipe, preguntó a los discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?”. 16,14: Ellos contestaron: “Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, que es Elías; otros, Jeremías o algún otro profeta”. 16,15: Él les dijo: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?” 16,16: Simón Pedro respondió: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. 16,17: Jesús le dijo: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre del cielo!”. 16,18: Pues yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra construiré mi Iglesia, y el imperio de la muerte no la vencerá. 16,19: A ti te daré las llaves del reino de los cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo; lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”. – Palabra del Señor

A Felipe, uno de sus hijos predilectos, Herodes el grande, pocos días antes de morir, le asignó la parte norte de su reino, aquella tierra de Bashán –actual Golán– que en la Biblia es celebrada por la fertilidad de su suelo, los pastos jugosos, la fecundidad de rebaños y ganado. En el lugar más encantador de esta región, allí donde, frescas y abundantes, nacen las aguas del río Jordán y surge la llanura, regada por innumerables riachuelos e impregnada del perfume de una vegetación lujuriante, Felipe había edificado su capital, a la que había llamado Cesárea en honor al poderoso de turno, el emperador Tiberio. 

Dicho lugar se llamaba antes ‘Banias’ (Panias) porque se decía que en aquel rincón del paraíso habían establecido su hogar el dios griego Pan y las Ninfas. Es en esta deliciosa localidad donde el evangelista ubica las dos preguntas que Jesús dirige a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre? … Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. El contexto geográfico en el que el episodio es ambientado le da un significado particular. Los discípulos están fascinados por el paisaje, por la vida acomodada de los habitantes de la región y por la magnificencia de los dos palacios del tetrarca. Frente a este espectáculo, Jesús quiere que tomen conciencia de la elección que se impone a quien quiera seguirlo. 

¿Qué esperan las gentes de Él y, sobre todo, qué esperan de Él sus discípulos? “Pan y las Ninfas” demuestran saber colmar de bienes de la tierra a sus devotos; ¿qué puede ofrecer Jesús? Filipo colma de riqueza, posiciones de prestigio y poder a sus amigos, los hace participar a las alegrías de la glamorosa vida de la corte. ¿Qué ofrece Jesús de mejor? ¿Qué dice la gente de Él? La respuesta a esta primera pregunta es fácil: la gente lo compara con personajes eminentes. El Bautista, Elías, Jeremías, los antiguos profetas… (vv. 13-14). Es innegable la admiración de los hombres de todos los tiempos por Jesús; sin embargo, la estima y la admiración no son suficientes para considerarse discípulos suyos. 

A Jesús no le basta ser considerado como la personificación de valores excelentes a los que aspiran en general todas las personas de buena voluntad; no quiere ser estimado como uno de tantos que se han distinguido por la honestidad y la lealtad, por el amor a los pobres, por el empeño tenaz en favor de la justicia, de la paz, de la no violencia. Quiere saber qué piensan sus discípulos: “¿Quién soy yo para ustedes?”. En nombre de los demás Pedro responde: “Tú eres el Cristo”, el Mesías, el Salvador anunciado por los profetas y esperado por nuestro pueblo (v. 16). 

La profesión de fe que ha pronunciado es perfecta. Pero ¿se da cuenta de lo que ella implica? La continuación del relato (que no entra a formar parte del pasaje de hoy) muestra claramente que, en realidad, Pedro no ha comprendido nada de Jesús. Piensa todavía en el Mesías como alguien que –más aún que el dios ‘Pan’– será capaz de asegurar a sus seguidores el bienestar terreno y gloria y poder, como hace el divino Augusto, en cuyo honor Herodes el grande ha edificado un espléndido templo junto a las fuentes del Jordán. 

En la segunda parte del pasaje (vv. 17-20), el evangelista refiere la respuesta de Jesús a Simón: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”… La interpretación de esta respuesta del Maestro no es simple. ¿Por qué razón y en qué sentido Simón es declarado ‘piedra’ sobre la que se edifica la Iglesia? ¿Una simple afirmación del primado del papa? No, mucho más. 

Comencemos por hacer dos observaciones que nos ayuden a comprender mejor este importante texto. Notemos, ante todo, que el Nuevo Testamento habla otras veces de la ‘roca’ puesta como fundamento de la iglesia y esta ‘roca’ sólida, inamovible es siempre y solo Cristo. “Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, que es Jesucristo” (1 Cor 3,11). 

A los cristianos de Asia Menor les recuerda así su condición gloriosa: “Ustedes no son extranjeros ni huéspedes sino conciudadanos de los consagrados y de la familia de Dios; edificados sobre el cimiento de los apóstoles, con Cristo como piedra. Por Él todo el edificio bien trabado crece hasta ser santuario consagrado al Señor (Ef 2,19-21). 

Más explícito aun es Pedro que, en su primera Carta, invita a los neo-bautizados a no separarse ya más de Cristo porque: “Él es la piedra viva, rechazada por los hombres, elegida y estimada por Dios”. A continuación, desarrolla la imagen y, dirigiéndose a los cristianos, dice: “también ustedes, como piedras vivas participan en la construcción de un templo espiritual”, unidos como están a una “piedra, angular, elegida, preciosa” colocada por Dios en el día de Pascua como base de toda la construcción (1 Pe 2,4-6).

La segunda observación es que el nombre dado a Simón, Cefas-Pedro, en arameo (la lengua hablada por Jesús) no significa ‘roca’ sino simplemente ‘piedra de construcción’. La piedra de la que habla Jesús es la fe profesada por Pedro. Es esta fe la que constituye el fundamento de la Iglesia, la que la mantiene unida a Cristo-roca, la que la hace firme e imbatible frente a las fuerzas del mal. Todos aquellos que, como Pedro y con Pedro, profesan esta fe, están insertos como piedras vivas en el edificio espiritual proyectado por Dios. 

La expresión “las puertas del infierno” no hay que entenderla en sentido material. Estas puertas representan al poder del mal e indican todo lo que se opone a la vida y al bien del hombre. Nada en absoluto –asegura Jesús– podrá impedir a la Iglesia llevar a cabo su obra de Salvación, a condición de que permanezca estrechamente unida a Él, el Hijo del Dios vivo.

 

Pedro recibe también las llaves y el poder de atar y desatar. Son dos imágenes usadas frecuentemente por los rabinos. “Entregar las llaves” equivale a confiar a alguien la responsabilidad de la vida que se desarrolla dentro de un edificio o casa; significa conceder el poder de dejar entrar o negar el acceso a la casa. Los rabinos estaban convencidos de poseer “las llaves de la Torah” porque creían conocer las Sagradas Escrituras; sostenían que todos tenían que depender de sus decisiones doctrinales, de sus juicios; se arrogaban el derecho a separar a los justos de los injustos, a los santos de los pecadores. 

Jesús retoma esta imagen en su dura requisitoria contra los escribas: “¡Ay de ustedes, doctores de la ley, que se han quedado con las llaves del saber: ustedes no han entrado y se lo impiden a los otros que quien entrar!” (Lc 11,52). En vez de abrir la puerta de la Salvación, ellos la cerraban, ocultando al pueblo el verdadero rostro de Dios y su voluntad. A estos, Jesús les ha quitado la llave de la que se habían apropiado abusivamente; ahora es solo suya. Retomando la profecía sobre Eliacín (cf. Is 22,22), el vidente del Apocalipsis declara que es Cristo, y ningún otro, “el que abre y nadie puede cerrar; el que cierra y nadie puede abrir” (Ap 3,7). 

El edificio espiritual al que Jesús se está refiriendo es “el reino de los cielos”. La condición nueva en la que entra quien se convierte en discípulo suyo, y la llave que permite entrar, es la fe que Pedro profesó. 

Entregando las llaves a Pedro, Jesús no le encarga ser portero del paraíso, ni mucho menos adueñarse de las personas a él encomendadas, sino que lo insta a ser “modelo del rebaño” (1 Pe 5,3), le confía la tarea de abrir a todos el ingreso al conocimiento de Cristo y de su Evangelio. Quien pasa a través de la puerta abierta por Pedro por su confesión de fe (es esta la puerta santa) alcanzará la Salvación; quien la rechaza, permanece excluido. 

La imagen de “atar y desatar” se refiere a las decisiones de carácter moral. ‘Atar’ significaba prohibir; ‘desatar’ era declarar algo lícito. Indicaba también el poder de pronunciar juicios aprobatorios o condenatorios sobre el comportamiento de las personas y, por tanto, admitirlas o excluirlas de la comunidad. 

Del pasaje evangélico de hoy, como de numerosos otros textos del Nuevo Testamento (cf. Mt 10,2; Lc 22,32; Jn 21,15-17), resulta claro que a Pedro le ha sido encomendado un encargo particular en la Iglesia: es él quien aparece siempre en primer lugar, el que es llamado a apacentar los corderos y las ovejas y quien debe sostener la fe de sus hermanos. Los malentendidos y disensos no han surgido de esta verdad sino del modo en que este servicio se ha llevado a cabo. A lo largo de los siglos ha degenerado tantas veces en expresión de poder más bien que en signo de amor y de unidad. 

En todo tiempo, el ejercicio de este ministerio tiene que ser confrontado con el Evangelio, de tal manera que el obispo de Roma sea realmente y para todos –según la magnífica definición de San Ireneo de Lyon (siglo II)– “aquel que preside en la caridad”. 

Un video del P. Fernando Armellini con subtítulos en español

y doblado por el P. Alberto Rossa, cmf:

Subtítulos (elige ‘Español’):

https://youtu.be/7swvLEUR49Q

Subtítulos grabados:

https://youtu.be/AlBsYr2NzNY

Doblado español:

https://youtu.be/IPCeb8jPuSk

 

 

Categorías: Ciclo B

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