Solemnidad de la Santísima Trinidad – 30 de mayo de 2021 – Año B

La alegría de descubrir

el misterio arcano

Un video del P. Fernando Armellini

con subtítulos en español y

doblado por el P. Alberto Rossa, cmf:

 

Subtítulos (elige ‘Español’): 

Subtítulos grabados: 

Doblado Español: 

Introducción

No tenemos la exclusiva de la fe en Dios, pero la afirmación de que en el único Dios hay una paternidad, una filiación y un regalo de amor, es específico del cristianismo. Con una palabra abstracta, no bíblica y ciertamente inadecuada, nosotros llamamos a este misterio: Trinidad.

La rechazan los hebreos, quienes en la oración de la mañana y de la tarde, repiten: «El Señor es uno» (cf. Dt 6,4-5); no la aceptan los musulmanes para quienes sólo «Alá es grande y Mahoma es su profeta».

Nosotros hablamos de misterio, no en el sentido de una realidad oscura, incomprensible y, si se entiende mal, incluso contraria a la razón, sino de riqueza de vida infinita del único Dios; trasciende toda comprensión y se revela progresivamente al hombre introducirlo en la plenitud de su gozo.

¿Será posible al hombre sondear este misterio inescrutable? Un sabio, que vivió en tiempos de Jesús, afirmó: “A duras penas adivinamos lo que hay en la tierra y con trabajo encontramos lo que está a nuestro alcance: ¿Quién podrá rastrear las cosas del cielo?«(Sab 9,16).

Para penetrar en el misterio de Dios, los musulmanes tienen el Corán del que derivan los noventa y nueve nombres de Alá; el nombre número cien, permanece innombrable porque el hombre no puede comprender todo de Dios. Los hebreos descubren al Señor a través de los acontecimientos de su historia de la salvación, meditada, reescrita y releída durante siglos, antes de ser finalmente consignada definitivamente al pueblo y, mucho más tarde, escrita en los libros sagrados. Para los cristianos, el libro que abre el camino hacia el descubrimiento de Dios es Jesucristo. Él es “el libro abierto a golpes de lanza» es el Hijo que, desde la cruz, revela que Dios es Padre y don del Amor, Vida, Espíritu.

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

«Introdúceme, Señor, con la mente y el corazón, en tu vida que es amor.»

 

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1° Lectura | 2° Lectura | Evangelio

 

Primera Lectura: Deuteronomio 4,32-34.39-40

Moisés habló al pueblo diciendo: 4,32: Pregunta a la antigüedad, a los tiempos pasados, remontándote al día en que Dios creó al hombre sobre la tierra si de un extremo al otro del cielo ha sucedido algo tan grande o se ha oído algo semejante. 4,33: ¿Qué pueblo ha oído a Dios hablando desde el fuego, como tú lo has oído, y ha quedado vivo? 4,34: ¿Qué dios intentó acudir a sacarse para sí un pueblo de en medio de otro con pruebas, signos y prodigios, en son de guerra, con mano fuerte y brazo extendido, con terribles portentos, como hizo el Señor, su Dios, con ustedes los egipcios, delante de tus mismos ojos? 4,39: Reconoce hoy, y aprende en tu corazón, que el Señor es Dios arriba en el cielo y abajo en la tierra, y no hay otro. 4,40: Guarda los mandatos y preceptos que te daré hoy; así les irá bien a ti y a los hijos que te sucedan y prolongarás la vida en la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar para siempre. – Palabra de Dios

Aunque son atribuidas a Moisés, las exhortaciones contenidas en este pasaje pertenecen en realidad a un autor anónimo que vivió en Babilonia en el siglo VI a. C. entre los israelitas conscientes de ser responsables de la condición de la esclavitud en la que se encontraban, y convencidos de haber comprometido definitivamente su historia con los pecados que habían cometido. Están tristes, desalentados y necesitan escuchar palabras de consuelo y esperanza.

El profeta se dirige a estos deportados y les invita a repensar el pasado. Les pide recordar las obras de salvación realizadas por el Señor en Egipto y compararlas con las gestas que los otros pueblos atribuyen a sus dioses. La conclusión es obvia: en todo mundo nadie ha oído hablar nunca de un Dios que haya intervenido con tanto poder para liberar a su pueblo, como el Señor ha hecho con Israel. Ningún Dios ha hablado jamás como Él hizo con Abraham, con los patriarcas y con Moisés en la zarza ardiente; nunca se ha escuchado que ningún Dios haya obrado maravillas extraordinarias, como ha hecho el Señor para salvar a su pueblo (vv. 32-34).

Los dioses de otros pueblos viven en el cielo y no están interesados ​​en lo que sucede en la tierra, moran en templos donde esperan a ser atendidos y recibir los sacrificios de sus devotos; el Dios de Israel, por el contrario, está implicado en la historia de su pueblo. El salmista está también convencido de ello: “¿Quién como el Señor nuestro Dios que está entronizado en lo alto y se inclina para mirar desde el cielo a la tierra?” (Sal 113,6-6).

Si los deportados a Babilonia confían en este Dios atento a las vicisitudes del hombre, no pueden permanecer de brazos caídos: Él ciertamente acudirá a liberarlos, como hizo en tiempos pasados.

Esta revelación de Dios amigo y protector, dirigida por el profeta a los israelitas que están en Mesopotamia, se dirige también hoy a todos los hombres para que, en todas las circunstancias de la vida, se sientan acompañados por el Señor y sepan que Él se alegra de sus éxitos y participa en sus desilusiones. Quienes creen en este Dios, no pierden nunca el ánimo, incluso si existen errores en sus vidas, pues el Señor les comprende y les muestra siempre cómo remediarlos.

Lejos de inducir a cometer pecados, la fe en el Dios de Israel, que es sólo amor y ternura y está siempre dispuesto a rescatar a su pueblo, es un incentivo para cultivar la confianza y acoger sus preceptos como palabras de vida. Por eso la lectura termina con la exhortación: «Guarda los mandamientos y preceptos; así les irá bien a ti y a los hijos que te sucedan” (v. 40).

Este pasaje define un primer aspecto de la naturaleza del Dios de Israel, en la que creemos también nosotros los cristianos. Él es un Dios que no conoce la soledad, que busca el diálogo, habla, se interesa y quiere estar con el hombre; hace salir a su pueblo de Egipto para «habitar entre ellos» (Éx 29,46). La Tienda del Encuentro, que acompañó a los israelitas durante el Éxodo, era el signo sacramental de esta presencia y, aun cuando ellos le fueron infieles y fueron deportados a Babilonia, continuó a prometer por boca del profeta Ezequiel: “Voy a residir para siempre en medio de los hijos de Israel” (Ez 43,7). El Señor se asemeja a quien, perdidamente enamorado, no puede alejar del corazón ni la mente de la persona amada, aun cuando ésta le sea infiel.

La manifestación suprema de esta necesidad de Dios de estar con el hombre, tuvo lugar cuando «La Palabra se hizo carne y habito entre nosotros… y nosotros hemos contemplado su gloria» (Jn 1,14). También hoy, «donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy allí, en medio de ellos» (Mt 18,19-20).

El Profeta, que instaba a los exiliados en Babilonia a creer que el Señor estaba cerca de ellos, había tenido solamente una vaga intuición; no podía ni imaginar que Dios estuviera tan deseoso de estar con el hombre como para venir un día entre su gente y «hacerse carne» con el fin de ser visto con los ojos, tocado con las manos, escuchado con los oídos y convertirse en huésped y comensal de los hombres. En un Dios tan cercano, en el Emmanuel, sólo creemos nosotros los cristianos.

 

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Segunda Lectura: Romanos 8,14-17

Hermanos: 8,14: Todos los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. 8,15: Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos que nos permite llamar a Dios Abba, Padre. 8,16: El Espíritu atestigua a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. 8,17: Si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios, coherederos con Cristo; si compartimos su pasión, compartiremos su gloria. – Palabra de Dios

Con palabras conmovedoras, Pablo describe la condición del cristiano después del bautismo: ya no es una simple criatura, no es un esclavo sometido a un dueño, sino un hijo, porque ha recibido del Señor su propia vida.

Dios no sólo ha plantado su tienda entre nosotros, sino que ha venido para involucrarse en nuestras vidas, como explica Pedro a los cristianos de sus comunidades: «Su divino poder…nos ha otorgado las promesas más grandes y valiosas para que por ellas participen de la vida divina” (2 Pe 1:4).

Esta participación es la obra del Espíritu. Es su impulso interior el que, desde lo más íntimo del corazón, irrumpe en un grito incontenible de gozo dirigido a Dios, haciendo exclamar: «Abba, Padre» (v. 15).

En este punto, el apóstol siente la necesidad aclarar la diferencia entre la filiación del Unigénito, Cristo, y la nuestra. Lo hace mediante el uso de la imagen de la filiación adoptiva, una institución desconocida en Israel, pero muy extendida en el mundo greco-romano, donde los que eran adoptados gozaban de los mismos derechos que los hijos biológicos, incluida la participación en la herencia familiar. Del mismo modo, incluso mucho más verdadero—afirma Pablo—el hombre es introduce por Dios en su «familia»: le viene ofrecida gratuitamente una plena filiación y la misma «heredad”, la misma felicidad que goza su Hijo Unigénito.

Ante a este regalo de amor, es completamente absurdo e inconcebible que alguien todavía tenga miedo de Dios». “En el amor no cabe el temor, antes bien el amor desaloja al temor. Porque el temor se refiere al castigo y quien teme no ha alcanzado un amor perfecto. Nosotros amamos porque Él nos amó antes” (1 Jn 4,18-19). Este es el misterio de la Trinidad, no un discurso cerebral, sino la participación en la vida y la alegría del Señor. La religión de quien reza a un Dios lejano y no lo siente dentro de sí mismo, es incompatible con la profesión de fe en Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu.

 

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Evangelio: Mateo 28,16-20

En aquel tiempo 28,16: los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que les había indicado Jesús. 28,17: Al verlo, se postraron, pero algunos dudaron. 28,18: Jesús se acercó y les habló: Me han concedido plena autoridad en cielo y tierra. 28,19: Vayan y hagan discípulos entre todos los pueblos, bautícenlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, 28,20: y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Yo estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo. – Palabra del Señor

En las comunidades primitivas el bautismo era administrado en nombre de Jesús. Pedro, el día de Pentecostés, se dirige al pueblo y le exhorta a arrepentirse y ser bautizados «invocando el nombre de Jesucristo para que se les perdonen los pecados» (Hch 2,38). Sólo después se introdujo el uso de bautizar en el nombre de la Trinidad; la fórmula que Mateo pone en labios del Resucitado, refleja la práctica litúrgica en uso, a partir de la segunda mitad del siglo I d. C.

La escena narrada en el pasaje de hoy, está ambientada en un monte de Galilea (v. 16). La montaña, en el lenguaje bíblico, significa el lugar de las revelaciones de Dios. Colocando sobre el monte las manifestaciones del Resucitado, Mateo intenta decir que sólo quien ha hecho una auténtica experiencia de Cristo y ha asimilado su mensaje, está capacitado para desarrollar la misión que él encomendó a sus discípulos.

En la segunda parte del pasaje (vv. 18-20) viene presentada esta misión: los discípulos reciben la tarea de hacer discípulos entre todos los pueblos, bautizarlos y enseñarles a guardar todo lo que Jesús les había mandado.

Ya habían sido enviados por el Maestro para proclamar el reino de los cielos, pero con una limitación: «No se dirijan a países de paganos, no entren en ciudades de samaritanos; vayas más bien a las ovejas descarriadas de la casa de Israel” (Mt 10,5-6). Después de Pascua, su misión se expande, se hace universal.

La luz del evangelio comenzó a brillar en Galilea cuando Jesús, habiendo salido de Nazaret, se había establecido en Cafarnaúm. El pueblo que habitaba en tinieblas había visto una gran luz; sobre los que vivían en tierra y sombras de muerte, una luz había surgido (cf. Mt 4:16). Ahora esta luz está destinada a brillar en el mundo: como anunciaron los profetas, Israel se convierte en «luz de las naciones» (cf. Is 42,6).

 El momento es decisivo y Jesús se remite, de manera solemne, a su autoridad. El Padre lo ha enviado para llevar el mensaje de salvación y le ha conferido todo poder en el cielo y en la tierra. Cielo y tierra indican, en el lenguaje bíblico, toda la creación (cf. Gn 1,1). Nada, por tanto, está fuera del «dominio» que el Padre ha dado a Cristo.

Este «poder» universal sobre toda la creación, no tiene nada en común con los reinos de este mundo, sino que consiste en la capacidad de servir al hombre, conduciéndolo a la salvación e introduciéndolo en la intimidad de amor con el Padre.

Es en este punto que viene colocada la referencia al misterio de la vida divina que celebramos en esta fiesta y que, con el balbuceo de nuestro pobre lenguaje, llamamos Trinidad.

No estamos llamados a dar nuestra adhesión a un concepto abstracto, ni a profesar una fórmula fría, sino a cantar un himno de agradecimiento a Dios por el don de su vida, que ha querido darnos. Nuestro destino era la muerte, pero “el don de Dios, por Cristo Jesús Señor nuestro, es la vida eterna” (Rom 6,23). Aflora en nuestros labios el grito de alegría: “Miren qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamamos hijos de Dios y realmente lo somos…Ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando aparezca, seremos semejantes a él y lo veremos como él es” (1 Jn 3,1-3) y también: “Ningún ojo vio, ningún oído oyó, ni mente humana concibió, lo que Dios preparó para los que le aman. A nosotros nos lo ha revelado Dios por medio del Espíritu” (1 Cor 2,9-10).

¿Cómo se realizará este plan de salvación?

Dios lo llevará a cabo por medio de la comunidad cristiana. El Resucitado no se ha reservado para sí el «poder» que le confirió el Padre, sino que lo ha comunicado a los discípulos que son su prolongamiento en el mundo. A ellos les ha encomendado la tarea de llevar la salvación «a todas las naciones».

De esta tarea y de la universalidad de la salvación era consciente Pablo cuando dijo: “Dios nuestro salvador…quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). Nadie, por más pecador que sea, quedará excluido de la vida divina, que se ofrece gratuitamente a todos los hombres, «Porque Dios ha encerrado a todos en desobediencia, para apiadarse de todos” (Rom 11,32).

La vida divina llegará al hombre a través de la proclamación del mensaje Evangélico y del bautismo (v. 19), dos realidades que transforman a los hombres en discípulos y dan comienzo a una vida completamente nueva, inspirada en los valores propuestos por Cristo (v. 20).

La «familia” de Dios, la Trinidad, es imagen de la armonía perfecta, de la plena integración, la realización total que se produce en el encuentro y en el diálogo de amor. Esta unidad de todos en la paz de la «casa» del Padre, se realizará plenamente cuando el «poder de salvación» del Resucitado habrá llegado, a través de los discípulos, a cada persona, pero tiene que comenzar hoy, en este mundo, porque Dios ya nos ha hecho partícipes de su mismo Amor.

La vocación a la que la sido llamada la comunidad cristiana, es un compromiso ciertamente superior a las capacidades humanas.

En la Biblia, toda vocación venida de Dios está siempre acompañada por el temor del hombre y por una promesa del Señor que asegura: «No temas, yo estoy contigo”. A Jacob, en viaje hacia una tierra desconocida, Dios le garantiza: «Yo estoy contigo, te acompañaré a donde vayas y no te abandonaré” (Gén 28,15); a Israel deportado a Babilonia declara: “ Porque te aprecio y eres valioso y yo te quiero, no temas que contigo estoy yo” (Is 43,4-5); y a Moisés que objeta: «¿Quién soy yo para acudir al Faraón o para sacar a los israelitas de Egipto? para liberar a los israelitas de Egipto?«, responde: «Yo estoy contigo» (Éx 3,11-12); A Pablo, quien en Corinto estaba a punto de desanimarse, el Señor de dice: «No temas, que yo estoy contigo y nadie podrá hacerte daño” (Hch 18,9-10).

La promesa del Resucitado a sus discípulos que están a punto de dar sus primeros, tímidos pasos, no podía ser diferente: “Yo estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (v 20). Termina así, como había empezado, el Evangelio de Mateo: con la referencia al Emmanuel, el Dios con nosotros, nombre con el que el Mesías había sido anunciado por los profetas (cf. Mt 1,22-23).

El Dios en el que creemos los cristianos, no está muy lejos, no está en el cielo, no vive como si nuestros problemas, nuestras alegrías y nuestras angustias no le afectaran. Él es el «Dios con nosotros», el Dios que está a nuestro lado todos los días, hasta que nos haya acogido a todos en su casa, para siempre. 

Un video del P. Fernando Armellini con subtítulos en español

y doblado por el P. Alberto Rossa, cmf:

Subtítulos (elige ‘Español’):

https://youtu.be/18IEHEwpKRI

Subtítulos grabados:

https://youtu.be/kKNX8lbuwC8

Doblado:

https://youtu.be/zusUENV-ugY

 

 

Categorías: Ciclo B

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