Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo – 6 de junio de 2021 – Año B

La Alianza: Es el anillo de la esposa

Un video del P. Fernando Armellini

con subtítulos en español y

doblado por el P. Alberto Rossa, cmf:

 

Subtítulos (elige ‘Español’): 

Subtítulos grabados: 

Doblado Español: 

Introducción

En el Antiguo Testamento el término alianza aparece hasta 286 veces y esto da una idea de la importancia que Israel ha atribuido a esta institución. La utilizó como imagen para exprimir su relación con el Señor. Pero ¿qué significa hacer una alianza con Dios?

Hablar de ‘contrato bilateral’ es aproximativo y también engañoso. La primera alianza, estipulada con Noé y, por medio de él, con la humanidad entera y «con todos los animales que los acompañaron: aves, ganado y fieras; con todos los que salieron del arca» (Gén 9,8-11), fue unilateral, sólo el Señor asumió los compromisos sin pretender nada a cambio; prometió que no habría más diluvios, aunque sabía que el hombre seguiría siendo infiel, «porque el corazón del hombre se pervierte desde la juventud» (Gén 8,21).

Llamó a Abrahán de Mesopotamia para darle una tierra, aunque Abrahán no había hecho nada para merecer este regalo: sólo se le pidió creer en el amor gratuito. Para convencerlo, Dios hizo una alianza con él y la sancionó con un ritual (cf. Gén 15). El patriarca no debía tener miedo, entraría en posesión de la tierra, porque la alianza del Señor era inviolable: se basaba en su palabra, solemne, confirmada por un juramento.

La gratuidad y el compromiso unilateral caracterizan las alianzas de Dios. A lo largo de su turbulenta historia, Israel mantuvo la memoria de ellas y, aun en los momentos más dramáticos, nunca perdió la esperanza, consciente de que la predilección del Señor por ellos nunca vendría a menos. Podría también pecar lo que quisiera, pero el Señor nunca revocaría su alianza, ya que, sin pedir nada a cambio, había prometido bendecir a su pueblo. Las alianzas de Dios no tienen nada de contractual, son pura gracia.

Sin embargo, el Señor espera una respuesta por parte del hombre: no le pide que firme un acuerdo, sino que acepte su propuesta de mutua pertenencia, como sucede entre el esposo y la esposa.  La Eucaristía… es el intercambio de anillos.

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

«La celebración eucaristía es el banquete de bodas con el Señor».

 

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1° Lectura | 2° Lectura | Evangelio

 

Primera Lectura: Éxodo 24,3-8

24,3: En aquellos días Moisés bajó y refirió al pueblo todo lo que le había dicho el Señor, todos sus mandatos, y el pueblo contestó a una: Haremos todo lo que dice el Señor. 24,4: Entonces Moisés puso por escrito todas las palabras del Señor; madrugó y levantó un altar en la falda del monte y doce piedras conmemorativas por las doce tribus de Israel. 24,5: Mandó a algunos jóvenes israelitas ofrecer los holocaustos y ofrecer novillos como sacrificios de comunión para el Señor. 24,6: Después tomó la mitad de la sangre y la echó en recipientes, y con la otra mitad roció el altar. 24,7: Tomó el documento del pacto y se lo leyó en voz alta al pueblo, el cual respondió: Haremos todo lo que manda el Señor y obedeceremos. 24,8: Moisés tomó el resto de la sangre y roció con ella al pueblo, diciendo: Ésta es la sangre del pacto que el Señor hace con ustedes según lo establecido en estas cláusulas. – Palabra de Dios

El hombre tiene necesidad de convalidar con algún gesto los compromisos que asume. En la tribu africana en la que he vivido algunos años, el pacto se ratifica de un modo muy simple: los dos contrayentes toman un filo largo de hierba, lo rompen y cada uno arroja hacia atrás el pedazo que tiene en la mano. Así declaran el reciproco compromiso de arrojar lejos de sí toda división, divergencia, conflicto.

Eran solemnes y muy sofisticados los ritos con que en la antigüedad los grandes soberanos estipulaban una alianza con sus vasallos. La Biblia refiere algunos, usados también por los israelitas. El más cruento consistía en descuartizar en dos partes un becerro y hacer pasar por medio de ellas a los contrayentes, declarando estar dispuestos a sufrir el mismo destino del animal si rompieran el pacto (cf. Jr 34,18). Es a este rito que hace referencia la alianza estipulada por Dios con Abrahán (cf. Gén 15), pero hay que señalar que, en aquella ocasión, fue sólo el Señor el que pasó, bajo la figura de una llama ardiente, entre los animales descuartizados. 

La inviolabilidad de un pacto también se podía establecer a través del gesto de comer juntos pan y sal o solamente sal. Este acuerdo era llamado «alianza de sal» (2 Cr 13,5), porque, como la sal, tenía que mantenerse incorruptible.

El pasaje de hoy hace referencia a otro rito: aquel con el que Israel selló su alianza con el Señor. El hecho ocurrió en el tercer mes después de la salida de Egipto (cf. Éx 19,1).

El pueblo se había reunido al pie del Sinaí y Moisés, después de haber subido repetidamente al monte para dialogar con el Señor, refirió a los israelitas las palabras que había oído de Dios.

El pueblo no dudó y, convencido y resuelto, repitió dos veces su compromiso: «Haremos todo lo que manda el Señor y obedeceremos» (v. 3.7).

Moisés puso por escrito las palabras de Dios. Luego preparó lo necesario para la celebración: construyó un altar y colocó alrededor doce bloques de piedra. Cuando todo estuvo listo, encargó a algunos jóvenes que ofrecieran sacrificios de animales al Señor (vv. 4-5), tomó la sangre de las víctimas y vertió la mitad sobre el altar y la otra mitad sobre las doce piedras (vv. 6-8).

Para entender este ritual hay que recordar que para los semitas la sangre era la sede de la vida (cf. Lv 17,11-14). Derramar la sangre del hombre, o sea matar, estaba absolutamente prohibido (cf. Gén 9,5-6); la sangre del animal era para Dios, Señor de toda vida, por eso, en los sacrificios sangrientos del templo, la sangre se rociada sobre el altar, que representaba a Dios.

Ahora queda claro el significado de la celebración de la alianza al pie del Sinaí. Derramando la sangre, mitad sobre altar y la otra mitad sobre el pueblo simbolizado por los doce pilares, Moisés estableció un vínculo íntimo de comunión entre Israel y el Señor. Desde ese momento, Dios y el pueblo se convirtieron en partícipes de una misma vida, al igual que los miembros de un solo cuerpo, unidos por un destino común. Las vicisitudes, los sufrimientos, las alegrías de uno repercutían en el otro; tocar al pueblo equivalía a tocar a Dios: «Como se adhiere el cinturón a la cintura del hombre, así me ceñí a judíos e israelitas para que fueran mi pueblo, mi fama, mi gloria y mi honor” (Jer 13,11).

Para ser feliz, para permanecer libre, Israel debería haber mantenido la promesa hecha en el Sinaí, debería haber creído que las Diez palabras que había oído no eran preceptos injustificados, sino un don del Señor que le mostraba el camino de la vida.

Pecando, Israel hizo la experiencia de que «el hombre no es dueño de sus caminos, que nadie puede establecer su propio curso” (Jer 10,23). Rota la alianza, no fueron fieles a sus compromisos, pero Dios no se rindió y decidió establecer una nueva alianza, no una repetición de la del Sinaí, sino una cualitativamente nueva: «Miren que llegan días –oráculo del Señor– en que haré una alianza nueva con Israel y con Judá: no será como la alianza que hice con sus padres cuando los agarré de la mano para sacarlos de Egipto; la alianza que ellos quebrantaron y yo mantuve. Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón, yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31,31-33). “Les daré un corazón nuevo, y les infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ez 36,26-27).

También para sellar esta alianza será necesaria la sangre, pero no la de los animales que se demostró ineficaz, sino la de aquel que se ofrecerá a sí mismo en sacrificio “para la nueva y eterna alianza”.

 

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Segunda Lectura: Hebreos 9,11-15

Hermanos: 9,11: Cristo, ha venido como sumo sacerdote de los bienes futuros. Él a través de una morada mejor y más perfecta, no hecha a mano, es decir, no de este mundo creado, 9,12: llevando no sangre de cabras y becerros, sino su propia sangre, entró de una vez para siempre en el santuario y logró el rescate definitivo. 9,13: Porque si la sangre de cabras y toros y la ceniza de becerra rociada sobre los profanos los santifica con una pureza corporal, 9,14: cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios, purificará nuestras conciencias de las obras que conducen a la muerte, para que demos culto al Dios vivo. 9,15: Por eso es mediador de una nueva alianza, a fin de que, habiendo muerto para redención de los pecados cometidos durante la primera alianza, puedan los llamados recibir la herencia eterna prometida. – Palabra de Dios

Expiar el propio pecado significa, literalmente, descontar una culpa sufriendo el castigo correspondiente. En las religiones paganas la expiación se hacía a través de sacrificios y ofrendas que estaban destinados a apaciguar a la deidad ofendida.

En la Biblia, la expiación tiene otro significado. No pretende calmar a Dios airado y, menos aún castigar al hombre por el mal cometido, sino actuar sobre lo que ha interrumpido la relación mutua.

De esta forma diferente de entender la expiación, se deriva de un modo distinto de concebir a Dios y al pecado. El Dios de Israel no arremete jamás contra su pueblo, a pesar de que éste le haya sido infiel; lo que quiere es que se convierta, que regrese a la vida, por eso pide un cambio de pensamiento y de obras.

El hombre, sin embargo, tiene necesidad de demostrar, a través de acciones rituales, su rechazo del pecado. Es por esto que, al comienzo de cada nuevo año, Israel celebra el gran día del perdón, Yom Kippur, dedicado enteramente al ayuno, a la oración, a la lectura de la palabra de Dios y a ritos expiatorios. Las ceremonias y los sacrificios se desarrollaban en el templo y culminaban en el ritual de la aspersión con la sangre de los animales -como había ocurrido al pie del Sinaí- sobre la cubierta del arca de la alianza que se encontraba en el Santo de los Santos y que indicaba la presencia de Señor. Con este gesto, el sumo sacerdote intentaba restablecer la comunión de vida entre Dios y el pueblo, que había sido sancionada por una alianza y que el pecado había destruido. 

El autor de la Carta a los Hebreos se refiere a este rito del Yom Kippur para establecer una comparación entre la antigua ofrenda por el pecado y la obra redentora de Cristo.

En la antigua alianza se usaba la sangre de cabritos y becerros. ¿Cómo podía la sangre de los animales conseguir el efecto deseado? El sumo sacerdote tenía que repetir el mismo ritual cada año, precisamente debido a su ineficacia.

Cristo, por el contrario, no ha entrado en un santuario de piedra, sino en el cielo y ha ofrecido, una vez por todas, su propia sangre; una sangre que expía de verdad, es decir restablece para siempre y de modo definitivo las relaciones entre Dios y el hombre.

Es por esto que los evangelistas notan que, en el momento de la muerte de Jesús en la cruz, “el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mc 15,38). No hubo una rotura material de la cortina que separaba el Santo de los Santos, en el templo de Jerusalén, sino de la barrera que separaba a los hombres de Dios, erigida por el pecado: ésta ha sido abatida para siempre.

No hay ya más necesidad de la sangre de los animales, que ha sido siempre ineficaz. Es la sangre de Cristo la que se ofrece hoy a los que participan en la celebración de la Eucaristía. Quien se acerca a recibirla, obtiene el perdón de los pecados y el vínculo de vida con Dios queda restablecido.

 

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Evangelio: Marcos 14,12-16.22-26

14,12: El primer día de los Ázimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, le dijeron los discípulos: ¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua? 14,13: Él envió a dos discípulos encargándoles: Vayan a la ciudad y les saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua. Síganlo 14,14: y donde entre, digan al dueño de casa: Dice el Maestro que dónde está la sala en la que va a comer la cena de Pascua con sus discípulos. 14,15: Él les mostrará un salón en el piso superior, preparado con divanes. Preparen allí la cena. 14,16: Salieron los discípulos, se dirigieron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua. 14,22: Mientras cenaban, tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: Tomen, esto es mi cuerpo. 14,23: Y tomando la copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y bebieron todos de ella. 14,24: Les dijo: Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, que se derrama por todos. 14,25: Les aseguro que no volveré a beber el fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el reino de Dios. 14,26: Después cantaron los salmos y salieron hacia el monte de los Olivos. – Palabra del Señor

Leyendo la primera parte del texto (vv. 12-16) se percibe el drama que se acerca, la sensación de que Jesús y el grupo de discípulos se mueven con cuidado, pues están en peligro a causa del odio y las amenazas de los sumos sacerdotes. Se encuentran en Betania y para celebrar la cena pascual deben ir a Jerusalén, el único lugar donde se puede comer el cordero.  Hay una contraseña de reconocimiento acordada, parece, entre Jesús y el dueño de una casa, situada en la parte alta de la ciudad, donde vivían los ricos; esta contraseña acentúa el aura de misterio que envuelve toda la escena. Dos discípulos se adelantan al grupo para preparar, en el piso superior de la casa, una amplia sala para la cena.

Para captar el mensaje que el evangelista quiere transmitirnos, es necesario ir más allá de lo que, a primera vista, parece una simple crónica particularizada del acontecimiento; el primer detalle que cabe señalar, es que la iniciativa de celebrar la Pascua no viene de Jesús, sino de los discípulos (v. 12). Son ellos los que quieren celebrar la memoria de la liberación de Egipto, la liberación que dio inicio a la historia del pueblo de Israel. Lo que no se imaginan es lo que ocurrirá aquella misma tarde durante la cena: como representantes de las doce tribus de Israel se verán implicados en la nueva Pascua.

Un segundo detalle: el encargado de acompañar los discípulos a la sala del banquete es un siervo que realiza un servicio reservado a las mujeres. No es un detalle banal, sino el signo del cambio radical de las relaciones sociales: un siervo guía a los discípulos al lugar de la fiesta que Jesús está a punto de comenzar. En la sala del banquete solo entra quien sabe ver a las personas de manera diferente, quien se deja guiar por los signos sorprendentes dados por Cristo: los ricos que se hacen pobres, los grandes que deciden convertirse en pequeños, los hombres que asumen los servicios humildes impuestos, hasta entonces, a las mujeres.

Incluso la descripción particularizada de la habitación es importante: es espaciosa, pues está destinada a dar cabida a muchas personas; está situada en la planta alta de la casa, como el monte en cuya cima resonaba la palabra del Señor (cf. Éx 24,1-4) y está amueblada con divanes, porque quien entra, aunque sea pobre, mísero o esclavo, adquiere la libertad. Estos detalles hacen alusión, de manera evidente, a la Cena Santa celebrada en las comunidades cristianas.

Al caer la tarde, los Doce se encuentran con Jesús para comer el cordero pascual. Piensan que va a celebrar la liberación de Egipto y la alianza del Sinaí, sin embargo, se van convertir en testigos de la Nueva Alianza anunciada por los profetas, recibiendo como alimento el verdadero Cordero.

A la segunda parte (vv. 22-26) nos acercamos con trepidación porque se trata del texto litúrgico usado en las primeras comunidades cristianas para la celebración de la Eucaristía, texto compuesto en los primeros años de la vida de la iglesia y conservado por Marcos, autor del primer evangelio.

No existe en el relato ninguna alusión a la Pascua judía. Los Doce que han preparado el cordero ven la cena pascual judía convertida en la cena de Jesús, en el banquete eucarístico.

“Mientras cenaban, tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: Tomen, esto es mi cuerpo” (v. 22). Hasta aquí nada nuevo respecto al rito tradicional. Como anfitrión, Jesús ha hecho anteponer a la distribución del pan la oración: “Alabado seas, Señor, Dios nuestro, Rey del mundo, que haces surgir el pan de la tierra”.

Inusitados, en cambio, son la invitación dirigida a sus discípulos: “Tomen y coman” y, sobre todo, el valor atribuido al pan: “Esto es mi cuerpo”, es decir, “Esto soy yo”.

Los discípulos están en grado de comprender el significado del gesto y de las palabras. El Maestro ha hecho de toda su vida un don, pan partido para el hombre; ahora quiere que sus discípulos compartan su elección, entren en comunión, sean una sola persona con él, así participarán de su misma vida.

Ahora queda claro, también para nosotros, lo que significa acercarse a la Eucaristía: no se trata de un encuentro devocional con Jesús, sino de la decisión de ser, como él, en todo momento, pan partido a disposición de los hermanos.

Al final de la cena, Jesús bebe la copa de vino.

Su gesto está cargado de simbolismo, ya que es la última copa, la que ponía fin a la antigua alianza, de hecho, declara: “no volveré a beber el fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el reino de Dios” (v. 25).

A diferencia del Bautista, Jesús comía, bebía (cf. Mt 11,18-19) y aceptaba invitaciones a cenar. A un grupo de fariseos y a los seguidores de Juan el Bautista, que le habían preguntado por qué no ayunaba, él respondió: “¿Pueden los invitados a la boda ayunar mientras el novio está con ellos? Mientras tienen al novio con ellos, no pueden ayunar. Llegará un día en que el novio les será quitado, y aquel día ayunarán” (Mc 2,19-20). Preveía, para la comunidad de sus discípulos, un tiempo de luto, de tristeza, de abstención de bebidas embriagantes. El mensaje es claro: donde él, el esposo, está ausente, falta el vino, no hay alegría de fiesta. Los signos del triunfo del mal y la muerte están presentes en el mundo y esto entristece a los discípulos, pero un día “un festín de manjares suculentos, un festín de vinos añejados, manjares deliciosos, vinos generosos” (Is 25,6) será preparado y Jesús estará presente en la fiesta y ofrecerá a todos su vino: “lo beberé (con ustedes), nuevo, en el reino de Dios”.  El cáliz es el de su sangre, “la sangre de la alianza, derramada por todos”.

La alianza estipulada en el Sinaí no había alcanzado el objetivo de mantener al pueblo en comunión con el Señor: había sido sancionada con sangre, que siendo de animales, no tenía ningún poder vivificante. La alianza de Jesús se celebra con sangre, la suya, en la que esta presente la vida divina, que será ofrecida a cualquiera que esté dispuesto a aceptarla.

La sangre de la nueva alianza es derramada para muchos, lo que significa para todos.
La Eucaristía no ha sido instituida para las personas en singular, ya sea con el fin de ofrecer un encuentro individual con Cristo, o favorecer el fervor personal o cualquier forma de aislamiento espiritual. La Eucaristía es el alimento de la comunidad, es pan partido y compartido entre hermanos (¡al menos dos!), porque la comunidad es el signo de la nueva humanidad, nacida de la resurrección de Cristo.

La puerta de la gran sala, situada en la parte alta, está siempre abierta de par en par, para que todos puedan entrar. El banquete del reino de Dios, anunciado por los profetas, ha sido preparado “para todos los pueblos” (cf. Is 25,6), todos deben ser acogidos, ninguno excluido. Para Dios no hay puros e impuros, personas dignas y personas indignas; ante la Eucaristía estamos todos al mismo nivel, todos somos pecadores, indignos, pero invitados a entrar en comunión con Cristo.

El pan que es Cristo y el cáliz de su sangre crean una comunidad de “consanguíneos” con Cristo y entre unos y otros, y así constituir el pueblo nuevo que tiene como única ley el servicio a los hermanos hasta donar en “alimento” la propia vida, para saciar toda forma de hambre humana.

Un video del P. Fernando Armellini con subtítulos en español

y doblado por el P. Alberto Rossa, cmf:

Subtítulos (elige ‘Español’):

https://youtu.be/6KxfCmts85g

Subtítulos grabados:

https://youtu.be/6eCgwb1zE5I 

Doblado:

https://youtu.be/B0f_x7btVj0

 

 

Categorías: Ciclo B

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