3er domingo de Cuaresma – 4 de marzo de 2018 – Año B

De la Religión del templo

al culto del corazón

 

Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini
con el comentario para el evangelio de hoy:
https://youtu.be/tI_oc5nJ_wI

 

Introducción

 

Cuando se hace una referencia a la necesidad de renuncia, al autocontrol y al sacrificio, se nota con frecuencia en las caras de los que escuchan: estupor, sonrisas irónicas a veces, o gestos divertidos. Es una experiencia bastante embarazosa para el que habla, como también le ocurrió a Pablo en Cesárea. El procurador Romano había escuchado atentamente al Apóstol, pero cuando comenzó a hablarle de “justicia, de continencia y del juicio futuro”, lo interrumpió: “De momento, puedes retirarte; te llamaré en otra ocasión” (Hch 24,25).

 

En un mundo donde el éxito sonríe a los oportunistas, donde son admirados los que gozan de la vida, permitiéndose cualquier desenfreno y convirtiendo su poder en norma de justicia (cf. Sab 2,6-9), quien predica ciertos valores y propone decisiones comprometidas, corre el riesgo de no ser comprendido y de volverse impopular. Y, sin embargo, no es éste el único motivo por el que la ética cristiana es mirada con desconfianza o es tomada a risa.

 

Existe un error que, incluso los educadores con las mejores intenciones, cometen: hablar de obligaciones morales antes de haber hablado de Dios y de su amor, antes de haber dejado claro que él no es el aguafiestas de la felicidad del hombre, sino el Padre que quiere que sus hijos gocen de la plenitud de la vida. Este acercamiento erróneo tanto desde el punto de vista teológico como pedagógico, es la primera razón del rechazo de la moral cristiana.

 

Existe un segundo motivo: la hipocresía. Es la práctica religiosa inaceptablemente desligada del amor y de la justicia. Es el culto a Dios asociado a la atracción por el dinero y al rencor hacia el hermano; es el cumplimiento de ritos exteriores para acallar la conciencia. Las acciones litúrgicas son solo auténticas cuando celebran una vida conforme al evangelio. Las oraciones agradables a Dios son las que hacemos “elevando las manos a Dios con pureza de corazón, libres de enojos y discusiones” (1 Tim 2,8).

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

“La práctica religiosa pura y sin mancha no está nunca separada del amor al hombre”.

 

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1° Lectura | 2° Lectura | Evangelio

 

Primera Lectura: Éxodo 20,1-17

 

20,1: Dios pronunció las siguientes palabras: 20,2: —Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. 20,3: »No tendrás otros dioses aparte de mí. 20,4: No te harás una imagen, figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra o en el agua bajo tierra. 20,5: No te postrarás ante ellos, ni les darás culto; porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso: castigo la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos cuando me aborrecen; 20,6: pero actúo con lealtad por mil generaciones cuando me aman y guardan mis preceptos. 20,7: »No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso. Porque el Señor no dejará sin castigo a quien pronuncie su nombre en falso. 20,8: »Fíjate en el sábado para santificarlo. 20,9: Durante seis días trabaja y haz tus tareas, 20,10: pero el día séptimo es un día de descanso, dedicado al Señor, tu Dios: no harás trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu ganado, ni el emigrante que viva en tus ciudades. 20,11: Porque en seis días hizo el Señor el cielo, la tierra y el mar y lo que hay en ellos, y el séptimo descansó; por eso el Señor bendijo el sábado y lo santificó. 20,12: »Honra a tu padre y a tu madre; así prolongarás tu vida en la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar. 20,13: »No matarás. 20,14: »No cometerás adulterio. 20,15: »No robarás. 20,16: »No darás testimonio falso contra tu prójimo. 20,17: »No codiciarás los bienes de tu prójimo; no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su toro, ni su asno, ni nada que sea de él. – Palabra de Dios

 

 

La Ley de Dios y los diez mandamientos pueden aparecer, quizás a cristianos menos comprometidos, como una interminable lista de prohibiciones que producen un instintivo rechazo o incluso pueden estimular toda clase de deseos, como sostenía Pablo: “Yo no hubiera conocido el pecado si no fuera por la ley. No sabría de codicia si la ley no dijera: No codiciarás” (Rom 7,7-8).

 

Acerquémonos al texto que nos viene propuesto en la lectura de hoy, comenzando por dar a los diez mandamientos su verdadero nombre: decálogo, es decir, diez palabras. No son –y en esto nunca se insistirá lo suficiente– normas jurídicas impuestas por un déspota que se ve obligado a justificar sus órdenes; no hay sanción alguna ligada a los mandamientos; solo hay una promesa de bienestar, por ejemplo, para quien honra al padre y a la madre: “así prolongarás tu vida en la tierra que el Señor te va a dar” (v. 12).

 

No es correcto presentarlos como preceptos, en base a los cuales, seremos juzgados un día, recibiendo premio o castigo. No, no habrá un Dios airado y ofendido, pronto a castigar a los transgresores. Quien no escucha al Señor no tiene por qué temer a castigos futuros, sino que, más bien, es llamado a darse cuenta de que hoy está arruinando su vida y dañando también la de los demás. Es hoy cuando Dios, como padre premuroso, se está dirigiendo a su hijo, recomendándole encarecidamente: “Hoy te pongo delante bendición y maldición. Elige la vida y vivirás tú y tu descendencia” (Dt 30,19).

 

Las diez palabras aparecen en la Biblia en dos versiones (cf. Ex 20,2-17; Dt 5,6-21), introducidas por la misma fórmula: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud” (v. 2). Es la clave de lectura de todo el texto. El decálogo no es un yugo duro y pesado, no es un elenco de imposiciones desmotivadas, sino diez palabras de un padre que se preocupa por la vida de sus hijos.

 

Aquel que indica los comportamientos a seguir para permanecer libres es el mismo Señor que ha librado a su pueblo de Egipto y que no tolera ninguna forma de esclavitud.

 

Solo después de haber tomado conciencia de la identidad del autor de estas diez palabras y del objetivo por el cual han sido pronunciadas, se está dispuesto a responder a Dios, como lo ha hecho Israel: “Haremos todo lo que manda el Señor y obedeceremos” (Ex 24,7).

 

Ningún código del antiguo Medio Oriente tiene una introducción semejante a la del decálogo. El más célebre, el de Hammurabi, viene precedido de un largo prólogo en el que el gran soberano se presenta, en primer lugar, como “el príncipe celoso, encargado de proclamar la justicia, dirigir al pueblo y enseñar a la nación el camino recto”, después da disposiciones, fruto de su perspicacia y sabiduría. Ningún rey en Israel se ha arrogado nunca el derecho de promulgar un código: en Israel, el camino de la vida podía ser solo indicado por Dios.

 

También el lenguaje empleado por la legislación bíblica es original y está en sintonía con el versículo que introduce el Decálogo. En los códigos del antiguo Medio Oriente los preceptos venían enunciados con fórmulas genéricas: “Si alguien hace tal cosa…sufrirá el siguiente castigo…”. No así las diez palabras; éstas se dirigen personalmente a cada uno: “Tu harás o tu no harás esto o lo otro…”. El israelita piadoso viene siempre interpelado directamente por su Dios y no reduce nunca la propia fidelidad a la estrecha observancia de normas, sino que la vive como una respuesta personal al Señor.

 

El decálogo ha tenido una importancia notable en la vida religiosa de Israel. Constituía la síntesis de toda la Torá, era leído solemnemente durante la fiesta de las tiendas y venía utilizado en la liturgia diaria del templo. Incluso hoy, todo hebreo lo recita dos veces al día, en las oraciones de la mañana y de la tarde. En la fiesta del bar mitzvah, quien, habiendo cumplido los 13 años, ha llegado a la edad adulta, lo recita delante de toda la asamblea reunida en la sinagoga, para declarar su decisión de permanecer fiel a toda la ley de su pueblo.

 

El interés por el decálogo ha sido siempre tan elevado en Israel que los sacerdotes del templo habían restringido su proclamación pública a algunos momentos particularmente solemnes, mientras que algunos rabinos, para impedir que se difundiese la creencia de que solo “los diez mandamientos” habían sido dados por Dios, sostenían que entre las dos tablas de la ley, entre los mandamientos, Dios había escrito los 613 preceptos de la ley.

 

Frente a la importancia que ha tenido el decálogo en la religión judía, es extraño que en el Nuevo Testamento no se cite nunca explícitamente y no haya tenido un lugar específico en la predicación de Jesús y de la iglesia primitiva. Solo Marcos refiere que Jesús lo citó una vez y de manera incompleta (cf. Mc 10,19). Aunque su valor no haya sido puesto nunca en discusión, lo cierto es que el decálogo no ha ocupado nunca el centro de la predicación moral del Maestro, ni ha sido nunca identificado con la voluntad de dios.

 

Jesús ha resumido toda la Torá no en diez palabras sino, primero en dos: “Ama a Dios y ama a tu prójimo” (cf. Mt 22,33-34) y, después, en una sola: “Ama al hermano” (cf. Jn 13,34-35). En todo el resto del Nuevo Testamente, se habla siempre de un solo mandamiento, como recuerda Pablo: “El que ama al prójimo, ya cumplió toda la ley. De hecho, los mandamientos: no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás, y cualquier otro precepto, se resumen en éste: Amarás al prójimo como a ti mismo” (Rom 13,8-9).

 

El precepto del amor constituye no solamente la síntesis de todos los mandamientos, sino que abre de par en par el horizonte a posibilidades infinitas. Ninguno de los diez mandamientos obliga a amar al enemigo, a perdonar sin límites y sin condiciones, a distribuir generosamente los propios bienes al que tiene necesidad, a sacrificar la vida por el hermano, incluido el enemigo. Nada de esto viene impuesto por los diez mandamientos, pero la ley del amor lo pide; exige la atención constante al hermano, la generosidad sin límites, un corazón grande como el del Padre que está en los cielos. Si el discípulo de Cristo es aquel que está dispuesto, como el Maestro, a donar en todo momento la propia vida ¿tiene todavía sentido recordarle que no debe matar, robar, cometer adulterio…?

 

Las diez palabras son siempre actuales, aun si indican solamente los primeros pasos, los más elementales e indispensables del seguimiento de Cristo. No agotan toda la ley de Dios porque, como dice Pablo, solamente: “el amor es el cumplimiento pleno de la ley” (Rom 13,10); son todavía útiles, sin embargo, porque constituyen las fronteras mínimas del amor. Quien se da cuenta de no ser fiel ni siquiera a las diez palabras, debe tomar conciencia de su dramática condición y admitir de haber traspasado el último límite que lo separaba de las decisiones de muerte que ha tomado.

 

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Segunda Lectura: 1 Corintios 1,22-25

 

1,22: Porque los judíos piden milagros, los griegos buscan sabiduría, 1,23: mientras que nosotros anunciamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los paganos; 1,24: pero para los llamados, tanto judíos como griegos, un Cristo que es fuerza y sabiduría de Dios. 1,25: Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres y la debilidad de Dios más fuerte que la fortaleza de los hombres. – Palabra de Dios

 

 

En estos cuatro versículos tenemos en síntesis la predicación de Pablo: Cristo crucificado es el signo del amor de Dios y, frente a este amor, nadie puede permanecer indiferente; todos deben tomar una posición, dar una respuesta.

 

Dos son las respuestas negativas: la de los judíos para quienes Jesús crucificado es un escándalo y la de los griegos que lo consideran una locura.

 

Los judíos esperaban manifestaciones espectaculares de la presencia de Dios como había ocurrido durante el éxodo de Egipto; estaban convencidos de que el mundo nuevo surgiría de manera prodigiosa (v. 22). Jesús, sin embargo, ante el desafío a mostrar que Dios estaba con él, descendiendo de la cruz, acepta la derrota.

 

Los sabios de Grecia no creían en los milagros, se fiaban solamente, como los iluminados del siglo diecisiete, de la razón (v. 23). La muerte de Jesús no respondía a ninguna lógica humana, siendo, por tanto, una locura.

 

Los dos argumentos son denunciados por Pablo porque pueden siempre infiltrarse en las comunidades de los discípulos. Puede haber entre ellos quienes razonen como los judíos, considerando la fe y la religión como medios para obtener gracias y milagros, para ser protegidos contra las adversidades y desgracias que golpean a otros hombres. ¿No son venerados los santos por muchos cristianos como autores de prodigios, más que como testigos de aquel que ha dado la vida por los hermanos?

 

Puede haber cristianos que se comportan como griegos: exigen pruebas racionales de la fe y se olvidan de que para quien juzga según los criterios de los hombres, la propuesta de Cristo será siempre una locura.


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Evangelio: Juan 2,13-25

 

2,13: Como se acercaba la Pascua judía, Jesús subió a Jerusalén. 2,14: Encontró en el recinto del templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los que cambiaban dinero sentados. 2,15: Se hizo un látigo de cuerdas y expulsó a todos del templo, ovejas y bueyes; esparció las monedas de los que cambiaban dinero y volcó las mesas; 2,16: a los que vendían palomas les dijo: Saquen eso de aquí y no conviertan la casa de mi Padre en un mercado. 2,17: Los discípulos se acordaron de aquel texto: El celo por tu casa me devora. 2,18: Los judíos le dijeron: ¿Qué señal nos presentas para actuar de ese modo? 2,19: Jesús les contestó: Derriben este santuario y en tres días lo reconstruiré. 2,20: Los judíos dijeron: Cuarenta y seis años ha llevado la construcción de este santuario, ¿y tú lo vas a levantar en tres días? 2,21: Pero él se refería al santuario de su cuerpo. 2,22: Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos recordaron que había dicho eso y creyeron en la Escritura y en las palabras de Jesús. 2,23: Estando en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en él al ver las señales que hacía. 2,24: Pero Jesús no se confiaba de ellos porque los conocía a todos; 2,25: no necesitaba informes de nadie, porque él sabía lo que hay en el interior del hombre. – Palabra del Señor

 

 

La escena de la expulsión de los mercaderes del templo viene referida por los cuatro evangelistas, y esto demuestra la importancia que atribuían al hecho. En el tiempo de Pascua, Jerusalén bullía de peregrinos venidos de todas las partes de mundo para celebrar la fiesta, ofrecer sacrificios y cumplir promesas. La ciudad, que normalmente contaba con 50.000 habitantes, podía llegar hasta 180.000 con ocasión de la Pascua; todas las familias se veían envueltas en la acogida de algún peregrino. Muchos de ellos venían de países lejanos, después de haber ahorrado lo necesario, tras renuncias y sacrificios durante años, para poder permitirse, al menos una sola vez en la vida, el “santo viaje” (cf. Sal 84,6). Durante los días de fiesta, acudían al templo para orar, pedir consejos a los sacerdotes, ofrecer holocaustos al Señor, entregar sus generosas ofrendas con monedas de bronce, las únicas que podían circular en el lugar santo; los “denarios” de Roma, declarados legalmente impuros, debían ser canjeados en las mesas ad hoc de los cambistas de moneda.

 

Para los comerciantes, el tiempo de Pascua significaba una oportunidad que no podían dejar escapar: en pocas semanas lograban acumular más ganancias que durante todo el resto del año. A pesar de los precios elevados, los peregrinos llenaban tiendas y negocios desde el amanecer hasta bien entrada la noche. Era difícil para los sacerdotes del templo resistir a la tentación de aprovecharse de la oportunidad de ganar dinero también ellos y, de hecho, durante las tres semanas que precedían a la Pascua, abrían también sus mercadillos y tenderetes bajo los pórticos del sagrado recinto. Habían habilitado el pórtico regio para la venta de corderos (se dice que para la cena pascual se sacrificaban unos 180.000 corderos), de bueyes y otros animales. Al final de la escalinata que, de la parte sudoccidental, introducía en el templo, se habían preparado cuatro estancias para el cambio de moneda, a un interés del doce por ciento. Dentro y fuera del templo, el vaivén de gente era indescriptible como lo era algarabía de voces de guardias y peregrinos, de comerciantes, ganaderos y curtidores de pieles anunciado sus mercancías.

 

Los que verdaderamente se beneficiaban de este comercio eran los aristócratas de Jerusalén pertenecientes a la secta de los saduceos. Los gestores eran miembros de la familia de los sumos sacerdotes Anás y Caifás quienes, desde hacía decenios, mantenían el control del poder religioso y económico de la capital.

 

La casa de oración había sido transformada por sus propios ministros en un mercado.

 

El episodio dramático narrado por el evangelio de hoy hay que inserirlo en este contexto. Fue con ocasión de una fiesta de Pascua que Jesús se encontró con el indigno espectáculo arriba descrito (vv. 13-14).

 

Las emociones que experimentó el Maestro no son descritas por ningún evangelista pero es fácil imaginarlas por la reacción que tuvo: sin mediar una palabra, ha confeccionado una especie de látigo sirviéndose probablemente de trozos de cuerdas con que se ataban los animales y, a continuación, ha comenzado a expulsar con furia a todos los que se encontraban bajo el pórtico regio, lanzando al aire sillas, dinero y jaulas de las palomas; después, sin pararse un momento, ha bajado la escalinata y, ante la sorpresa de los cambistas de monedas, ha volcados sus mesas y, con ellas, las pilas de monedas preparadas para el cambio.

 

Juan es el único evangelista en mencionar que, además de los vendedores, también los bueyes y las ovejas han sido expulsados (v. 15).

 

El gesto de Jesús ha decretado el fin de la religión ligada a la ofrenda de animales y declarado el rechazo, por parte de Dios, de sacrificios cruentos, cuya inconsistencia había sido ya anunciada por los profetas: “¿De qué me sirve, la multitud de sus sacrificios, dice el Señor? Estoy harto de holocaustos de carneros, de sangre de animales cebados; la sangre de novillos, corderos y chivos no me agrada” (Is 1,11). En la prueba máxima de amor que Jesús estaba a punto de dar, vendría indicado el único sacrificio agradable al Padre, el que, a los cristianos de su comunidad, Juan había explicado así: “Hemos conocido lo que es el amor en aquel que dio la vida por nosotros” (1 Jn 3,16).

 

El gesto realizado por Jesús en el templo es sorprendente. Nadie se esperaría semejante reacción, casi descontrolada, de quien se presentó como “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). ¿Por qué se ha comportado de esta manera? La explicación se encuentra en las dos frases que pronunció.

 

La primera: “Saquen eso de aquí y no conviertan la casa de mi Padre en un mercado” (v. 16). Se refería a un oráculo del profeta Zacarías quien, después de haber anunciado la llegada de un mundo completamente renovado, un mundo en que el Señor sería rey de toda la tierra y el país transformado en jardín, concluía: “Ya no habrá, aquel día, mercaderes en el templo del Señor Todopoderoso” (Zac 14,21).

 

Purificando el templo de mercaderes, Jesús ha pronunciado su condena severa e inapelable contra toda mezcolanza entre religión y dinero, entre culto al Señor e intereses económicos. Dios espera del hombre solo amor y el amor es gratuito, se alimenta y manifiesta solamente por medio de dones generosos y desinteresados. Para evitar peligrosos equívocos, Jesús ha instado a sus discípulos: “Gratuitamente han recibido, gratuitamente deben dar. No lleven en el cinturón oro ni plata ni cobre, ni provisiones para el camino ni dos túnicas ni sandalias ni bastón. Que el trabajador tiene derecho a su sustento” (Mt 10,9-10).

 

La enseñanza más importante, sin embargo, se encuentra en la siguiente frase: “Derriben este santuario y en tres días lo reconstruiré” (v. 19). No se refería ya al comercio y tráfico indignos que se desarrollaban en aquel santuario, sino a la inauguración de un nuevo templo; anunciaba el inicio de un nuevo culto: “Él se refería al santuario de su cuerpo” (21).

 

Los judíos estaban convencidos de que Dios tenía su demora en el santuario de Jerusalén a donde acudían a ofrecerle sacrificios. Jesús ha declarado que esta religión ha cumplido ya su cometido.

 

La dramática escena de la ruptura del velo del templo de Jerusalén (cf. Mt 27,51) señalaría el fin de todos los espacios sagrados, de todos los lugares reservados para el encuentro con Dios; constituiría la solemne declaración de que el tiempo de la separación entre lo profano y lo sagrado había llegado a su fin. Donde quiera que se encuentre quien está en comunión con Cristo, está unido a Dios y puede adorar al Padre.

 

El gesto de Jesús no es simplemente una corrección de abusos, sino el anuncio de la desaparición del templo, hasta entonces considerado como la garantía de la presencia de Dios y de la salvación. El encuentro del hombre con Dios no tendrá ya lugar en un lugar determinado, sino en un nuevo templo: el cuerpo de Cristo resucitado.

 

A la samaritana que le preguntaba en qué lugar sería adorado el Señor, Jesús respondió: “Créeme, mujer, llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén se dará culto al Padre. Los que dan culto auténtico adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque esos son los adoradores que busca el Padre” (Jn 4,21-24).

 

Algunos textos del Nuevo Testamento esclarecen en qué consiste el nuevo culto introducido por Jesús. Pablo recomienda: “Ahora, hermanos, por la misericordia de Dios los invito a ofrecerse como sacrificio vivo, santo, aceptable a Dios: este es el verdadero culto” (Rom 12,1) y el autor de la Carta a los Hebreos: “No se olviden de hacer el bien y de ser solidarios: estos son los sacrificios que agradan a Dios” (Heb 13,16). Santiago concretiza todavía más el contenido del nuevo culto: “Una religión pura e intachable a los ojos de Dios consiste en cuidar de los huérfanos y de las viudas en su necesidad y en no dejarse contaminar por el mundo” (Sant 1,27). Estos sacrificios que el cristiano está llamado a ofrecer, no se realizan en un lugar sagrado ni mediante ritos, sino en la misma vida.

 

Resucitando de los muertos a su propio Hijo, el Padre ha colocado la piedra angular del nuevo santuario. Pedro exhorta a los nuevos bautizados de sus comunidades a unirse a Cristo: “piedra viva, rechazada por los hombres, elegida y estimada por Dios” y explica: “También ustedes, como piedras vivas, participan en la construcción de un templo espiritual que ofrece sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pe 2,4-5).

 

Ahora todo queda claro: el único sacrificio agradable a Dios es el don de la vida, el servicio generoso prestado al hombre, especialmente al más pobre, al enfermo, al marginado, a quien tiene hambre, a quien está desnudo. Quien se inclina ante el hermano para servirlo, realiza un gesto sacerdotal: unido a Cristo, templo de Dios, hace subir hacia el cielo el suave perfume de una ofrenda pura y santa.

 

¿Qué sentido tienen, entonces, nuestras solemnes liturgias, los sacramentos, los cantos, las procesiones, las peregrinaciones, las oraciones comunitarias, las prácticas devocionales? Nada dan a Dios, no añaden nada a su gozo perfecto.

 

Las manifestaciones religiosas responden, sin embargo, a una íntima necesidad del hombre: celebrar, a través de gestos y signos sensibles, realizados solo o en comunidad, aquello en que creemos. Los sacramentos son signos mediante los cuales Dios comunica su Espíritu y el hombre le manifiesta la propia gratitud por este don. El error está en pensar que la ejecución de estos ritos sea suficiente para establecer una buena relación con el Señor y que la participación en las solemnes celebraciones pueda substituir las obras concretas de amor.

 

El pasaje evangélico concluye con una información sorprendente: durante la fiesta, “al ver las señales que hacía, muchos creyeron en él. Pero Jesús no se fiaba de ellos porque los conocía a todos, porque él sabía lo que hay en el corazón del hombre” (vv. 23-25). La razón de esta actitud de desconfianza de Jesús era debida a que aquellas personas se habían acercado a él, no atraídas por su mensaje sino porque habían presenciado sus prodigios. La fe que tiene necesidad de ver, de pruebas a través de obras extraordinarias, es una fe frágil. Jesús no se fiaría, tampoco hoy, de quien lo busca como curandero o autor de milagros. La verdadera fe consiste en aceptar convertirse, junto a él, en piedras vivas del nuevo templo y en inmolar la propia vida por los demás.

 

Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini
con el comentario para el evangelio de hoy:
https://youtu.be/tI_oc5nJ_wI

 

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