Archivo diario: septiembre 10, 2020

24 Domingo del Tiempo Ordinario – 13 de septiembre de 2020 – Año A

El perdón, fiesta de Dios y del hombre

 

Un video del p. Fernando Armellini con subtítulos en Español:

 

 

Un video doblado por p. Alberto Rossa, cmf

 

Introducción

 

No rompas el tenue hilo de la amistad porque, una vez roto, aunque lo recompongas de nuevo, quedará siempre el nudo. Este es el consejo que nos dio nuestro maestro cuando yo estaba en la escuela primaria; se me quedó gravado en la memoria y me viene a la mente cada vez que soy testigo de desavenencias, contrastes, sinsabores, divisiones y me angustia el solo pensar que basta un error para poner un fin definitivo a la amistad, a esa relación que la Biblia llama “Bálsamo de vida(Eclo 6,16). “Has soltado un pájaro de la mano, así has soltado a tu amigo y no lo cazarás; no lo persigas que ya está lejos” (Eclo 27,19-20). La incapacidad de perdonar, el miedo a confiar plenamente de nuevo en quien se ha equivocado, son las fuerzas malignas que hacen irrecuperables los lazos de un amor roto hecho pedazos. 

 

Con fatiga nos perdonamos a nosotros mismos: nos atormentan los remordimientos, no acabamos de aceptar la humillación que nos ha acarreado una debilidad y, como una bomba sin explotar, pero siempre en peligro de hacerlo, arrastramos penosamente nuestra culpa. Solo quien tiene una relación serena consigo mismo está en grado de reconocer el propio error y de saber que es posible superar y sacar provecho de la experiencia amarga del pecado. 

 

No perdonamos a los otros. Son demasiado grandes las desilusiones, el dolor por sentirnos traicionados, el temor que se pueda repetir; es casi irrefrenable el impulso a romper una relación y a vengarse de una ofensa recibida. 

 

Atrapados en esta vorágine de resentimientos y pasiones, no dejamos escapar de las manos la alegría más grande, la que experimenta también Dios, centuplicada, cuando logra hacer reflorecer una relación de amor. Dios ofrece, aun al anciano, la oportunidad de volver a comenzar, concediéndole así una perenne juventud.

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

“Haz, Señor, que no prevalezcan nuestros resentimientos sino la acción de tu Espíritu”.

 

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Exaltación de la Cruz – 14 de septiembre

Un símbolo frecuentemente

mal entendido

 

 

Introducción

 

El crucifijo es un símbolo con el que los cristianos manifiestan su fe; sin embargo, durante tres siglos, intencionalmente no fue usado. Los creyentes se reconocían como tales en otros símbolos –el ancla, el pez, el pan, la paloma, el pastor– pero rehuían reconocer la cruz como símbolo porque evocaba la muerte infame de su Maestro, una muerte reservada a los esclavos y bandidos, siendo también uno de los motivos por los que los paganos se burlaban de los cristianos. 

 

Hacia el año 180 después de Cristo el polemista Celso –que conocía muy bien los relatos mitológicos en los que los dioses aparecían siempre esplendorosos y envueltos en fulgor– objetaba a los cristianos: “si el espíritu de Dios se ha encarnado en un hombre, era necesario, al menos, que este sobresaliera entre todos por su belleza corporal, su fuerza, su majestad, su voz y su elocuencia. Jesús por el contrario no tenía nada de extraordinario que lo distinguiera de los demás. Ha aparecido como un vagabundo empedernido; se le ha visto atónito y desorientado recorrer el país en medio a publicanos y marineros de mala fama. Sabemos cómo ha terminado, conocemos la traición de los suyos, la condena, la tortura, los ultrajes, los sufrimientos de su suplicio… y aquel grito que lanzó desde lo alto del patíbulo mientras expiraba”.

 

Es célebre el grafito encontrado en la escuela del Palatino donde eran educados los pajes que servían en la corte del emperador. Resale al año 200 d. C. y representa un joven en el acto de venerar a un hombre crucificado con cabeza de asno; la inscripción dice: “Alexámenos adora a su Dios”, una evidente caricatura del culto cristiano grabada probablemente por un esclavo que intentaba burlarse de un colega convertido a la nueva fe. 

 

“Nosotros anunciamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los paganos” –había escrito Pablo (1 Cor 1,23). Pero los cristianos se resistían a traducir en un símbolo esta verdad.

 

Una fecha precisa señala el paso al culto de la cruz: el 14 septiembre del 335 d.C., día en el que se concentró en Jerusalén una gran muchedumbre de pelegrinos procedentes de todas las partes del imperio romano para celebrar la fiesta de la dedicación de la Basílica mandada a construir por Constantino sobre el lugar del santo sepulcro. Sobre la roca del Calvario el emperador había hecho colocar una maravillosa cruz incrustada de piedras preciosas para recordar el lugar del sacrificio de Cristo. 

 

Desde aquel día, la cruz se convirtió en el símbolo cristiano por excelencia; se comenzó su fabricación con metales más nobles, con incrustaciones de perlas preciosas; comenzó a aparecer por doquier: en las iglesias, en los estandartes, sobre el yelmo del príncipe, en las monedas… A lo largo de los siglos, por desgracia, de emblema del amor y signo del rechazo a toda violencia, se convirtió a veces en estandarte para imponer con la fuerza los derechos “políticos” de Dios y, frecuentemente, fue reducida a amuleto, collar, objeto mágico.

 

La fiesta de hoy quiere llevarnos al sentido auténtico de la cruz. 

 

Desde hace 17 siglos las comunidades cristianas veneran y aman este símbolo pero no lo idolatran, conscientes de que lo que hace cristiana a una sociedad no es la exhibición de crucifijos, sino la vida de los cristianos, “crucificados” y perseguidos porque se niegan a adorar el dinero y el poder, convirtiéndose, por el contrario, en constructores de paz. 

 

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

Que quien encuentre a un cristiano 

pueda siempre ver en él al Crucificado 

dispuesto a donar la propia vida.

 

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