Exaltación de la Cruz – 14 de septiembre

Un símbolo frecuentemente

mal entendido

 

 

Introducción

 

El crucifijo es un símbolo con el que los cristianos manifiestan su fe; sin embargo, durante tres siglos, intencionalmente no fue usado. Los creyentes se reconocían como tales en otros símbolos –el ancla, el pez, el pan, la paloma, el pastor– pero rehuían reconocer la cruz como símbolo porque evocaba la muerte infame de su Maestro, una muerte reservada a los esclavos y bandidos, siendo también uno de los motivos por los que los paganos se burlaban de los cristianos. 

 

Hacia el año 180 después de Cristo el polemista Celso –que conocía muy bien los relatos mitológicos en los que los dioses aparecían siempre esplendorosos y envueltos en fulgor– objetaba a los cristianos: “si el espíritu de Dios se ha encarnado en un hombre, era necesario, al menos, que este sobresaliera entre todos por su belleza corporal, su fuerza, su majestad, su voz y su elocuencia. Jesús por el contrario no tenía nada de extraordinario que lo distinguiera de los demás. Ha aparecido como un vagabundo empedernido; se le ha visto atónito y desorientado recorrer el país en medio a publicanos y marineros de mala fama. Sabemos cómo ha terminado, conocemos la traición de los suyos, la condena, la tortura, los ultrajes, los sufrimientos de su suplicio… y aquel grito que lanzó desde lo alto del patíbulo mientras expiraba”.

 

Es célebre el grafito encontrado en la escuela del Palatino donde eran educados los pajes que servían en la corte del emperador. Resale al año 200 d. C. y representa un joven en el acto de venerar a un hombre crucificado con cabeza de asno; la inscripción dice: “Alexámenos adora a su Dios”, una evidente caricatura del culto cristiano grabada probablemente por un esclavo que intentaba burlarse de un colega convertido a la nueva fe. 

 

“Nosotros anunciamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los paganos” –había escrito Pablo (1 Cor 1,23). Pero los cristianos se resistían a traducir en un símbolo esta verdad.

 

Una fecha precisa señala el paso al culto de la cruz: el 14 septiembre del 335 d.C., día en el que se concentró en Jerusalén una gran muchedumbre de pelegrinos procedentes de todas las partes del imperio romano para celebrar la fiesta de la dedicación de la Basílica mandada a construir por Constantino sobre el lugar del santo sepulcro. Sobre la roca del Calvario el emperador había hecho colocar una maravillosa cruz incrustada de piedras preciosas para recordar el lugar del sacrificio de Cristo. 

 

Desde aquel día, la cruz se convirtió en el símbolo cristiano por excelencia; se comenzó su fabricación con metales más nobles, con incrustaciones de perlas preciosas; comenzó a aparecer por doquier: en las iglesias, en los estandartes, sobre el yelmo del príncipe, en las monedas… A lo largo de los siglos, por desgracia, de emblema del amor y signo del rechazo a toda violencia, se convirtió a veces en estandarte para imponer con la fuerza los derechos “políticos” de Dios y, frecuentemente, fue reducida a amuleto, collar, objeto mágico.

 

La fiesta de hoy quiere llevarnos al sentido auténtico de la cruz. 

 

Desde hace 17 siglos las comunidades cristianas veneran y aman este símbolo pero no lo idolatran, conscientes de que lo que hace cristiana a una sociedad no es la exhibición de crucifijos, sino la vida de los cristianos, “crucificados” y perseguidos porque se niegan a adorar el dinero y el poder, convirtiéndose, por el contrario, en constructores de paz. 

 

 

Para interiorizar el mensaje, repetiremos:

Que quien encuentre a un cristiano 

pueda siempre ver en él al Crucificado 

dispuesto a donar la propia vida.

 

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1° Lectura | 2° Lectura | Evangelio

 

Primera Lectura: Números 21,4-9

 

21,4: Desde Monte Hor se encaminaron hacia el Mar Rojo, rodeando el territorio de Edom. El pueblo estaba extenuado del camino, 21,5: y habló contra Dios y contra Moisés: ¿Por qué nos has sacado de Egipto, para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náusea ese pan insípido. 21,6: El Señor envió contra el pueblo serpientes venenosas, que los mordían, y murieron muchos israelitas. 21,7: Entonces el pueblo acudió a Moisés, diciendo: Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las serpientes. Moisés rezó al Señor por el pueblo, 21,8: y el Señor le respondió: Haz una serpiente venenosa y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla. 21,9: Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte. Cuando una serpiente mordía a uno, él miraba a la serpiente de bronce y quedaba sanado. – Palabra de Dios

 

 

Una de las recomendaciones que los guías hacen a quienes se adentran en el desierto de Sinaí es de no caminar nunca descalzos: escondidas bajo la arena hay siempre “cerastes”, pequeñas serpientes agiles y muy venenosas, dispuestas a lanzarse sobre todo lo que se avecine. Su picadura puede matar a un hombre en media hora. Hasta los caballos se encabritan cuando las descubren. Durante el éxodo, los israelitas han atravesado una zona particularmente infestada de estas serpientes –que el texto bíblico llama “abrasadoras”, probablemente a causa del dolor pungente de la mordedura– y las víctimas fueron numerosas. 

 

El episodio coincidió con la rebelión del pueblo que, extenuado por la fatiga del viaje, las privaciones, la falta de pan y escasez de agua, había lanzado al Señor una acusación infame: “creíamos que tú nos habrías conducido a la libertad y a la vida, en cambio, nos has engañado, nos ha hecho salir de Egipto para traernos a morir en este desierto” (vv. 4-5).

 

Los israelitas compartían con todos los pueblos de la antigüedad una concepción muy arcaica de Dios. Por esto creyeron que las serpientes eran un castigo enviado por el Señor a causa del pecado cometido. No era verdad; se trató de un episodio del todo casual. No obstante, el autor sagrado lo interpreta como una llamada del Señor, una invitación a mirar siempre y solo a Él para obtener la salvación. 

 

Moisés construyó una serpiente de bronce y la puso sobre un palo, convencido de que aquellos que la contemplaran después de haber sido mordidos, se curarían. 

 

Para los pueblos de la antigüedad, la serpiente era una figura misteriosa y ambigua: era signo de muerte y símbolo también de vida, inoculaba veneno y ofrecía salud e inmortalidad. Enroscada en el bastón de Esculapio representaba la curación y se creía que sus cambios de piel conferían a las serpientes una perenne juventud.

 

El gesto hecho por Moisés fue quizás inspirado por este simbolismo benéfico y, probablemente, haya que relacionarlo con las prácticas mágicas e idólatras de la antigüedad. Hasta en el templo de Jerusalén fue venerada por siglos una serpiente de bronce que se creía era la que Moisés había mandado levantar en el desierto. El rey Ezequías la hizo pedazos porque la consideró como objeto de culto idolátrico (cf. 2 Re 18,4).

 

¿Qué mensaje quería transmitir el autor sagrado refiriendo este curioso episodio? 

 

Los rabinos explicaban que los israelitas no se habían curado por haber alzado los ojos hacia la serpiente, sino por haber elevado el corazón a Dios. Fue el Señor quien los había salvado, no el simulacro de bronce. El libro de la Sabiduría comenta así el episodio: “el que se volvía hacia ella (la serpiente de bronce) sanaba no en virtud de lo que veía, sino gracias a ti, Salvador de todos” (Sab 16,7). 

 

Este relato nos prepara a comprender el significado de la mirada que el cristiano debe tener fija en el Crucificado. 

 

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Segunda Lectura: Filipenses 2,6-11

 

Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús, 2,6: quien, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; 2,7: sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana 2,8: se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte en cruz. 2,9: Por eso Dios lo exaltó y le concedió un nombre superior a todo nombre, 2,10: para que, ante el nombre de Jesús, toda rodilla se doble, en el cielo, la tierra y el abismo; 2,11: y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre. – Palabra de Dios

 

 

Cuando Pablo escribe a los cristianos de Filipo, se encontraba en prisión, por lo que se espera que sea triste y desanimado, sino todo lo contrario: esta rebosante de alegría: en su carta hasta diez y seis veces habla del tema. Está contento porque tiene el corazón lleno de paz, sus cadenas en vez de ser un obstáculo para el anuncio del evangelio se han convertido en un precioso y convincente testimonio, incluso para los mismos carceleros. Está contento también porque ha experimentado una vez más el cariño y la gratitud de los filipenses hacia su persona.

 

La bondad y generosidad de los cristianos de Filipo eran conocidas en toda la Macedonia como lo era también la amistad que Pablo nutria por ellos. No obstante, como sucede en las mejores comunidades, en Filipo no faltaban las tensiones. Nada grave: pequeños celos entre los presbíteros, un poco de ambición de alguno que buscaba ponerse en evidencia, dos mujeres quienes, a pesar del gran compromiso y disponibilidad de ambas hacia los hermanos, se peleaban con frecuencia.

 

Con mucha delicadeza para no ofender a sus amigos, Pablo apenas menciona estos problemas en su carta. 

 

Su intención, por encima de todo, es hacerles caer en la cuenta del principio que debe guiar las relaciones interpersonales: “No hagan nada por ambición o vanagloria, antes con humildad estimen a los otros como superiores a ustedes mismos. Nadie busque su interés, sino el de los demás” (Fil 2,3-4). Después, tratándose del tema central de la propuesta moral evangélica, hace referencia al ejemplo e Cristo: “Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2,5). 

 

Es aquí donde se introduce en la carta un himno estupendo, compuesto probablemente en Éfeso, difundido en todas las comunidades de Asia Menor (cf. Ef 5,19; Col 3,16) y que se cantaba especialmente durante la celebración de los bautizos en la noche de Pascua. Es el pasaje de la lectura de hoy.

 

Pablo señala tres momentos de la historia de Jesucristo; el primero (v. 6) es la indicación a su pre-existencia. Cristo no ha comenzado a existir en el momento de su concepción en el seno de Manila. Desde la eternidad, antes de que todo fuera hecho, Él existía “en forma de Dios”. He aquí la afirmación central de nuestra fe: la divinidad de Cristo. ¿Y qué ha hecho? ¿Se ha quizás encerrado egoístamente en su condición divina? ¿Ha querido guardar celosamente para sí su “ser-igual- a-Dios”? 

 

El himno responde narrando lo que ha sucedido en el segundo momento de su historia (vv. 7-8): ha descendido entre nosotros. No ha conservado para sí su “igualdad con Dios”, sino que se ha “vaciado de sí mismo”, despojándose de su grandeza y asumiendo nuestra condición humana. Cuando se reflexiona sobre la encarnación del Hijo de Dios, el peligro mayor no está en negar su divinidad, sino en pensar que se ha revestido de un cuerpo material, como un vestido del que, al término de su vida, se ha despojado para volver a su condición divina de antes.

 

Si fuera así, no se habría sumergido, de verdad y totalmente, en nuestra realidad humana. 

 

Para mostrarnos su amor, ha realizado el gesto más inesperado, más inconcebible, incluso el más difícil de ser aceptado por nuestra razón: ha abandonado su condición gloriosa y se ha hecho “carne”. Él, amor infinito, se ha encerrado en lo finito, en un cuerpo como el nuestro, sacado del polvo de la tierra; de inmortal, se ha hecho mortal; de omnipotente, ha escogido compartir nuestra fragilidad y nuestra ignorancia, ha conocido nuestras pasiones y emociones, ha abrazado en todo nuestro destino. 

 

Como nosotros, ha tenido que aprender; ha experimentado dudas, alegrías y desilusiones, ha cultivado esperanzas. No ha aparecido ante nuestros ojos como un ser angelical, sublime, sino en la humildad y debilidad de nuestra realidad humana. En este movimiento de descenso, no se ha detenido en un nivel superior. No ha aparecido entre aristócratas, entre personajes ilustres que rebosan belleza, exhiben riqueza y fuerza, detentan poder. De ser así, habría atraído sobre sí mismo la admiración del mundo, habría sido considerado un hombre logrado, de éxito. Por el contrario, ha preferido compartir la condición del esclavo, de aquellos a quienes los romanos reservaban la muerte en la cruz. 

 

¿Un derrotado? por lo tanto, ¿un fracasado?

 

Según los criterios de este mundo ciertamente sí. Pero, ¿cuál es la opinión de Dios? ¿Cómo se ha valorado en el cielo la vida de este hombre-Dios? La respuesta se nos da en el tercer momento del himno (vv. 9-11). 

 

Invirtiendo los valores de este mundo, el Señor lo ha exaltado, lo ha reconocido como “el hombre auténtico”, totalmente de acuerdo al modelo que tenía en la mente cuando plasmó a Adán del barro de la tierra. Frente a este hombre, doblaran la rodilla todos los seres del cielo, de la tierra y de los infiernos.

 

¿En qué consiste este sorprendente triunfo? 

 

Las imágenes están sacadas de la vida de la corte. Los grandes soberanos colmaban de honor a los victoriosos generales de sus ejércitos, les hacían sentarse a la derecha del trono y obligaban a los enemigos conquistados a arrastrarse, humillados y temerosos, a sus pies. 

 

¿Asistiremos a una escena semejante en el paraíso? Anás y Caifás, los miembros del Sanedrín, Herodes y demás déspotas sanguinarios de este mundo ¿serán humillados y cubiertos de vergüenza en presencia de Cristo? 

 

Ciertamente no; sería un triste espectáculo que desmentiría todo el mensaje evangélico, que nos llevaría a pensar que también en el cielo la grandeza y el éxito se valorarían según los parámetros de este mundo. Sería como una invitación a considerar la venida de Dios entre nosotros como un paréntesis infeliz y desafortunado, no como su momento más glorioso, el momento en que Dios ha podido mostrar al hombre cuánto lo ama. 

 

La conclusión de la historia del mundo será diversa: cada rodilla se doblará…al nuevo concepto de grandeza, que se encarna perfectamente en Cristo, el esclavo que se inclina a lavar los pies del hombre.

 

En el cielo las posiciones no serán cambiadas: Dios continuará a lavar los pies al hombre. 

 

Cuando ha descendido entre nosotros Jesús no ha recitado una escena, no ha fingido hacerse siervo temporalmente, sino que ha revelado que Él es, por naturaleza: amor siempre dispuesto a servir.

 

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Evangelio: Juan 3,13-17

 

3,13: Nadie ha subido al cielo si no es el que bajó del cielo: el Hijo del Hombre. 3,14: Como Moisés en el desierto levantó la serpiente, así ha de ser levantado el Hijo del Hombre, 3,15: para que quien crea en él tenga vida eterna. 3,16: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no muera, sino tenga vida eterna. 3,17: Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él. – Palabra  del Señor

 

 

En el evangelio de Juan los personajes son individuos reales y concretos pero, tal y como los trata Juan, demuestra claramente que el evangelista los quiere presentar también como figuras-tipo, como símbolos de decisiones de vida, de adhesión o de rechazo a la luz de Cristo. Representan el gran abanico de actitudes espirituales que se pueden asumir frente al misterio de Jesús.

 

La Samaritana, por ejemplo, aparece como la mujer-Israel, esposa infiel a la que el Señor viene a recuperar para sí con inmenso amor (cf. Jn 4); Marta es la imagen del discípulo siempre dispuesto a servir a los hermanos; María es la expresión del amor gratuito, nardo genuino que, con su delicioso perfume, revela al mundo la presencia de una comunidad cristiana; Judas es el anti-discípulo, el que no comprende la gratuidad, razona en términos de contra-venta, se apropia lo que pertenece a los hermanos y lo retiene como suyo (cf. Jn 12,1-8). Tomás es el hombre que pide pruebas verificables para creer (cf. Jn 20,24-29).

 

Algunos personajes del Nuevo Testamento son conocidos solamente gracias al evangelio de Juan. Lázaro es el discípulo que, después de muerto se sienta vivo a la mesa del banquete superabundante en la casa de la comunidad porque el Señor de la vida lo ha introducido en el mundo de los resucitados (cf. Jn 12,1); el discípulo “al que Jesús amaba” es el personaje anónimo que resume en sí todas las actitudes del auténtico discípulo; el evangelista lo propone a la comunidad como modelo. 

 

Y así hemos llegado hasta Nicodemo (desconocido también en la tradición sinóptica), hombre respetado entre los fariseos –quizás un miembro de Sanedrín. Aprovechando la oscuridad, además de la quietud y serenidad de la noche, sale en busca Jesús. ¿Qué le lleva a desear este encuentro? 

 

Aparece dos veces más en el evangelio de Juan. 

 

Durante la fiesta de las tiendas, presencia una animada discusión en la que se ven envueltos gente del pueblo, guardias, sumos sacerdotes y algunos miembros eminentes de la secta farisea. Escucha en silencio; después, pacatamente, deja escapar una observación provocadora: “¿Acaso nuestra ley condena a alguien sin haberlo escuchado antes para saber lo que hizo?”. Recibe una respuesta despectiva: “Estudia y verás que de Galilea no salen profetas” (Jn 7,51-52).

 

Lo encontramos de nuevo en el Calvario, con José de Arimatea. Después de ungir el cuerpo de Jesús con aceites aromáticos que traía consigo, lo envolvió en un lienzo y lo depositó en un sepulcro (cf. Jn 19,39-40). Leal, responsable y valiente, había quedado fascinado por la personalidad de Jesús, reconociendo en Él a “un maestro venido del cielo”. Estaba convencido que nadie habría podido hacer los signos que Jesús hacía si Dios no hubiera estado con él (cf. Jn 3,2).

 

¿A qué signos se refería? 

 

Estamos al comienzo de la vida pública y es la primera vez que Jesús viene a Jerusalén. Hasta ahora, no hay referencia de ningún milagro que Jesús haya hecho en la ciudad santa. Solamente se dice que “estando en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en él por las señales que hacía (Jn 2,23). El único episodio acaecido en Jerusalén y narrado por el evangelista es la purificación del templo. ¿Fue este gesto provocador lo que hizo despertar en Nicodemo inquietudes e interrogantes acerca de Dios, del culto y de la institución religiosa?

 

Es posible y el contexto parecería sugerirlo. 

 

Israelita de corazón puro, “maestro de Israel” como lo llama Jesús y, por tanto, conocedor de la Escrituras, Nicodemo se habría ciertamente dado cuenta de la incompatibilidad entre la religión del corazón predicada por los profetas y el culto hipócrita, acompañado por la injusticia y la opresión del pobre. Veía a la gente simple acercarse al templo buscando el rostro de Dios y quedar escandalizada frente al mercado en que el templo se había convertido.

 

¿Quién era ese Jesús de Nazaret que había tenido la valentía de reaccionar de aquella manera ante la profanación del santuario? 

 

Sentía la necesidad de conocerlo, de discutir lo acontecido, de comprender –más allá de las opiniones y prejuicios en circulación, quién era Él realmente. 

 

En el evangelio de Juan, Nicodemo representa al israelita sincero que busca la verdad. La oscuridad de la noche en que lo vemos encaminarse hacia la casa de Jesús, es real y al mismo tiempo simbólica: es la condición del que se mueve en tinieblas, pero ansía encontrar la luz y ha intuido quién se la puede dar.

 

El pasaje del evangelio de hoy nos propone la parte conclusiva del monólogo pronunciado por Jesús ante Nicodemo. Comienza con una referencia al episodio de la serpiente de bronce (vv. 13-15) que hemos encontrado en la primera lectura. Jesús lo interpreta como un símbolo de lo que está a punto de sucederle: “así será levantado el Hijo del hombre, para que quien crea en él tenga vida eterna”. Nicodemo era un fiel observante de la ley y, sin embargo, como el joven rico (cf. Mt `19,20), se había dado cuenta que aún le faltaba algo importante para heredar la vida eterna. 

 

Jesús le había dicho que era necesario “nacer de lo alto” y él había entendido la expresión como “nacer de nuevo” del seno materno. Ahora, el discurso sobre el levantamiento del Hijo del hombre, le resulta aún más difícil de comprender porque le faltaba la luz del Resucitado. Las palabras del Jesús le llegaban envueltas en el misterio. Debió quedar un poco desilusionado. Solo después de los acontecimientos de la Pascua, recordando aquel encuentro nocturno comprendió lo que el Maestro quería decirle. 

 

A nosotros, en cambio, nos resulta fácil comprender inmediatamente el discurso de Jesús a Nicodemo: mirar a Jesús “levantado en alto” significa “creer en él” (v. 15), tener los ojos fijos en el amor que ha demostrado en el Calvario. 

 

La salvación viene de la fe, de la adhesión a la propuesta de vida que se ha concretizado en la Cruz. Es el hombre suspendido del patíbulo el que revela cuánto nos ama Dios, haciéndonos comprender, al mismo tiempo, hasta dónde debe llegar nuestro amor por los demás. 

 

Mirando al Crucificado nos damos cuenta de cuánta maldad está en grado de provocar el veneno de la serpiente: puede inducir a matar al inocente. Pero en el don de la vida ofrecido por Jesús, encontramos el antídoto a este veneno: el amor gratuito, sin condiciones, ofrecido incluso a quien quita la vida. 

 

La Cruz no es un amuleto para colgarlo al cuello ni un símbolo para marcar la conquista de un territorio o la sacralización de una habitación o edificio. Es el punto de referencia de todas las miradas del creyente, que en ella ve sintetizada la propuesta de vida presentada por el Maestro. 

 

En la cruz eran ajusticiados los esclavos, solamente los esclavos.

 

Desde lo alto de la Cruz Jesús proclama que el hombre que ha conseguido el éxito supremo según los criterios de Dios, es aquel que se ofrece voluntariamente como esclavo por amor, se hace siervo de los hermanos hasta consumar la propia vida por ellos, incluso por los enemigos. 

 

A lo largo de nuestro peregrinar, podemos encontrarnos en cualquier momento con serpientes capaces de envenenar nuestras conciencias. Son serpientes que están al acecho tanto fuera como dentro de nosotros mismos. Son la sed poseer, el frenesí del poder, la manía de aparentar. 

 

Solo la mirada dirigida hacia Aquel que ha sido “levantado en alto” puede curarnos del veneno de muerte que puede ser inoculado en el corazón de todo hombre. 

 

Un día, sin embargo –asegura el evangelista– todos “mirarán al que ellos mismos atravesaron” (Jn 19,37) y serán salvados. 

 

En la segunda parte del pasaje evangélico (vv. 16-21) tenemos una meditación teológica sobre la misión del Hijo del hombre: Dios no lo ha enviado “para juzgar al mundo sino, sino para que el mundo se salve por medio de él”. 

 

A diferencia de Mateo quien, para resaltar la importancia de las consecuencias eternas de decisiones equivocadas hechas en esta vida, recurre a las imágenes del juicio final, Juan emplea un lenguaje diverso, más de acuerdo con la mentalidad de hoy: excluye incluso que Dios juzgue al hombre y habla de un juicio que se realiza en el presente y es solo de salvación.

 

Las posiciones teológicas de Mateo y Juan parecen contradictorias: en realidad, aun empleando imágenes diversas, los dos evangelistas proponen la misma verdad. 

 

El juicio de Dios no es una condena, sino una bendición, y no viene pronunciado al final de los tiempos sino ahora; y es un juicio que salva. 

 

Frente a cualquier decisión que tomar, el Señor nos hace oír su voz para indicarnos lo que está de acuerdo con la sabiduría del cielo y ponernos en guardia, al mismo tiempo, frente a opciones de muerte que la estupidez de este mundo suele proponer. 

 

La fiesta de hoy también nos revela cómo Dios exprime su juicio: no pronuncia sentencias forenses, señala solamente al hombre que ha logrado la perfección, Jesús levantado en la cruz, y e invita a todo hombre a valorar su vida según la suya. De acuerdo con los criterios de este mundo, la cruz es el signo de la derrota y del fracaso de una vida. Según el juicio de Dios, es la prueba del sumo amor. 

 

No es de maravillarse si –como escribe Pablo a los Corintios– el mundo juzgue como locura esta sabiduría celeste (1 Cor 17-18).

 

Categorías: Ciclo A

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